Cuando era pequeña, echaba de menos un lugar al que volver en Navidad.
Mis amigas se iban al pueblo, con sus abuelos, o a Galicia, a Sevilla, a Barcelona, donde tenían tíos, primos, casas de piedra con jardines repletos de helechos y hortensias, patios azulejados con macetas de aspidistra y buganvillas que trepaban hasta el techo, pisos antiguos en avenidas remotas, desconocidas, donde comían canelones el 26 de diciembre. Yo siempre me quedaba en Madrid, donde vivían todos mis tíos, todos mis primos, e iba a las fiestas familiares andando, porque la casa de mis abuelos paternos estaba en la calle Fuencarral, a la vuelta de la esquina, y la de los maternos en la calle Lope de Vega, a menos de veinte minutos de paseo, y cualquiera coge un taxi en Navidad, con los atascos que se forman, y como el metro va hasta arriba, tampoco merece la pena…
Ésas fueron las enseñanzas que recibí de mis padres. Mientras mis amigas aprendían los nombres de los árboles y a distinguir las setas venenosas de las comestibles, mientras aprendían a bailar sevillanas o miraban al mar, a mí me enseñaron que mejor andando que en metro, mejor en metro que en ningún otro medio de transporte, y hay que llegar adonde sea media hora antes para poder entrar porque aquí siempre hay mucha, demasiada gente, no olvides que el agua del grifo sabe mejor que la mejor agua mineral embotellada y como fuera de casa, nunca jamás estarás en ninguna parte. La lección más importante, la principal —tú tranquila, que aquí no eres nadie y nunca lo serás—, era tan obvia que nadie se molestó en explicármela con palabras.
Como un hada madrina populachera y generosa, Madrid hace a sus hijos dos regalos en el instante de su nacimiento. Uno es el agua, la felicidad de beber directamente del grifo. El otro es el anonimato. Porque en esta villa plebeya, que se enorgullece de su condición tanto o más que otras de sus viejos y aristocráticos blasones, nadie es más que nadie. A los madrileños nos traen sin cuidado los orígenes, los apellidos y la distinción —¿distinción?, ¡ay, qué risa!— de nuestros conciudadanos. Yo lo sé mejor que nadie, porque soy madrileña de tercera generación, tengo hasta una bisabuela que nació en la Red de San Luis, nunca he pronunciado una frase con los pronombres correctos, hablo a una velocidad vertiginosa, me como con el mismo apetito la última d de los adjetivos y los participios, me bautizaron, incluso, con el nombre de la virgen patrona de Madrid, y ni uno solo de esos atributos me ha servido jamás de nada, para nada, en esta bendita ciudad que carece radicalmente de vocación de sociedad.
En la última década del siglo pasado, cuando el cine de Pedro Almodóvar se convirtió en un acontecimiento mundial que volvió a colocar a Madrid en los mapas tras décadas de indiferencia, los periodistas extranjeros me preguntaban a menudo por la ciudad que aparecía en sus películas. Yo siempre les respondía que Pedro tal vez exageraba, pero tampoco mucho. Porque si existe una ciudad en el mundo donde una prostituta pueda colgar un látigo a secar en un tendedero sin que sus vecinas se escandalicen, ésa es, sin duda, la misma en la que las señoras bajan a comprar el pan en zapatillas con una bata de andar por casa y la cabeza llena de rulos sujetos por una redecilla; la única gran capital en cuyo distrito centro la gente saca las sillas a la calle en verano para tomar el fresco; la única donde, cuando la comunidad gay tomó al asalto una zona céntrica, el ya universalmente famoso barrio de Chueca, los ancianos que habían vivido allí toda la vida les acogieron con los brazos abiertos. Mire usted, declaraban ante las cámaras de la televisión, es que lo tienen todo monísimo, las casas arregladas, todo pintadito de colores, con sus macetas de flores, y tan educados, tan cariñosos… La verdad es que ahora da gusto vivir aquí. Y ahí siguen todos, juntos, revueltos y tan contentos.
Ésa es Madrid, mi ciudad.
A mucha gente no le gusta.
Muchos madrileños detestan lo que yo amo. Les molesta el ruido, el movimiento incesante de una ciudad que no sabe estarse quieta, la indefinición social de los barrios antiguos, donde los ricos de los pisos bajos han compartido la escalera durante siglos con los pobres de las buhardillas, nuestra incondicional afición a la calle en general y a las fiestas callejeras en particular, las aceras repletas de terrazas hasta en invierno, una falta de elegancia que identifican erróneamente con la ausencia de distinción. Esos madrileños, que siempre están diciendo que se van a ir y nunca se van, repiten como loros la tontería de «el poblachón manchego» y hablan mucho de París.
Mi madre, una madrileña que, como yo, no tenía ningún otro sitio de donde ser, vivió siempre con el corazón dividido, un pie en el casticismo que mi padre profesaba con devoción y otro en el disgusto que le inspiraba. Ella, que juzgaba las viviendas por el aspecto de los portales —daba igual que alguien tuviera un ático de doscientos metros con vistas al Retiro si el portal no era grande y con escaleras de mármol, requisitos imprescindibles para lo que ella consideraba una «buena casa»— y ponía los ojos en blanco cada vez que me escuchaba decir que me encantaba, y por cierto me sigue encantando, la Puerta del Sol —Hija mía, me decía, tienes el mismo gusto que los pueblerinos que vienen de paseo los domingos—, hablaba constantemente de París. Una gran ciudad, decía, con grandes edificios, grandes avenidas… Como la Gran Vía, apuntaba yo, y me miraba con lástima, Pero ¿qué dices? ¡Ni punto de comparación! Así que, cuando éramos adolescentes, quiso enseñarnos París a mi hermano Manuel y a mí. Escogió un hotel próximo a los Campos Elíseos e inmediatamente después de deshacer las maletas, nos llevó a contemplar la gran avenida de la que nos había hablado tantas veces.
—Mamá —me atreví a oponer a su mirada felizmente deslumbrada—, esto es más estrecho que la Castellana.
—¡No! —exclamó ella, y luego se calló de pronto, miró a su alrededor, luego a Manuel, por fin a mí—. ¿Sí?
—Yo creo que igual sí, mamá —confirmó mi hermano con mucha prudencia.
De aquella excursión parisina, aparte de la alegría de viajar con mi madre, recuerdo el desconcierto que le inspiró mi comentario, la incertidumbre que apagó en un instante el juvenil brillo de sus ojos y lo culpable que me sentí después. Recuerdo también que en los Inválidos, en el museo dedicado a las victorias de Napoleón Bonaparte, había una sala dedicada a Bailén. Yo sabía, como tantas otras cosas gracias a Galdós, que los franceses habían perdido esa batalla, y aunque no me atreví a comentarlo en voz alta por no agrandar mi pecado, comprendí que en mi país, en mi ciudad, nunca podría existir una sala como ésa en un museo parecido.
Aunque tal vez nunca se paró a pensarlo, la actitud de mi madre era tan castiza, tan genuinamente madrileña, como la devoción popular y callejera que yo heredé de mi padre. Porque, como un concentrado, un elixir depurado hasta la última gota del disgusto que España inspira a muchos españoles, una de las principales señas de identidad de Madrid es que jamás se ha querido a sí misma. Frente a la convicción con la que sevillanos o barceloneses compiten con los parisinos al afirmar que viven en la ciudad más bella del mundo, los madrileños a menudo adolecen del mismo defecto óptico que impedía a mi madre calibrar correctamente las dimensiones del Paseo de la Castellana. Todo les parece poco, todo mezquino, todo sucio, todo demasiado viejo o demasiado moderno. Madrid es un pueblo, dicen, o Madrid es un monstruo, muy pequeño o muy grande, una ciudad sin mar y apenas con río, mucho frío en invierno y mucho calor en verano…
La lista de sus quejas es interminable, pero nada ocurre nunca por casualidad.
Casi nadie lo sabe.
En el primer consejo de ministros que Franco celebró después de su victoria, en abril de 1939, Ramón Serrano Suñer, ministro de Gobernación, presidente de Falange y cuñado del dictador, propuso que la capital de España se trasladara a Sevilla. Su propuesta, que obtuvo una calurosa acogida, no buscaba tanto premiar a la capital andaluza, la primera gran ciudad que había caído en manos de los rebeldes en julio del 36, como castigar a Madrid, la cuna del No pasarán, el símbolo del antifascismo, la ciudad héroe, la ciudad mártir, la que durante casi tres años de fiera resistencia, sitiada y muerta de hambre, se había ganado a pulso el título de Capital de la Gloria para los rojos del mundo entero. Franco se lo pensó y al final dijo que no. Acertó, porque no existía un castigo peor para Madrid que convertirla en el centro de la nueva España, una, grande y libre.
En muy poco tiempo, mi ciudad dejó de ser la campeona mundial de la lucha contra el fascismo para convertirse en la capital del único régimen fascista implicado en la contienda —porque la negativa de los aliados a reconocer su beligerancia no borra el hecho de que la España franquista enviara a decenas de miles de soldados, organizados bajo mando español, a luchar en las filas de la Wehrmacht que combatían en el frente ruso— que sobrevivió al final de la Segunda Guerra Mundial. La imagen de la ciudad cambió bruscamente para acomodarse a su nuevo papel, y a pesar de que nunca dejó de ser el centro de la lucha contra el franquismo, la capital de la España clandestina, prevaleció la cáscara oficial. A los españoles se nos da tan bien olvidar que, bajo la dictadura, parecía que Madrid había sido siempre una grisácea ciudad de funcionarios franquistas con bigote y gabardina, que nunca había sido capaz de brillar y de la que nadie tenía motivos para sentirse satisfecho u orgulloso. Así contaban que era la ciudad de mi infancia, aunque yo nunca me lo creí.
Pero no hay nada más peligroso que dar a Madrid por muerto. Tras la muerte del dictador, cuando todas las regiones de España se convirtieron en comunidades autónomas, con su propia lengua, su estatuto y su bandera, nos quedamos solos en el centro de la península. Y entonces, cuando la capital de Franco parecía condenada a purgar para siempre el castigo que le impuso el dictador, la ciudad explotó. Nunca tuvimos Olimpiadas, nunca tuvimos Exposición Universal, nunca las necesitamos, como jamás hemos necesitado el mar. Aunque ahora la critiquen muchos que no la conocieron, la Movida no fue sólo una impecable síntesis del brillo y la cochambre, del talento y el oportunismo, de la exquisitez y la vulgaridad que han convivido siempre en el corazón de esta ciudad. Para mí, que la viví al mismo ritmo que mi juventud, fue sobre todo alegría, la piedra angular de la cultura de la España democrática y algo más, una feliz terapia que devolvió a los madrileños la autoestima de otros tiempos, que volvió a llenar las calles de gente y a iluminar las noches con una misteriosa luz que ardía por su cuenta debajo del asfalto, que exterminó los restos del complejo de inferioridad de las Navidades de mi infancia y sembró en mi interior la semilla de la escritora en la que me convertiría algún día.
Un viaje en el que nunca me he alejado de Madrid.
Nacer en un lugar nunca representa una garantía.
Muchas personas descubren antes o después que han nacido en el lugar equivocado. Porque todas las ciudades tienen su personalidad, un carácter singular, sus vicios y sus virtudes. Algunas poseen una idiosincrasia tan acusada que se diría más propia de un territorio mayor, incluso de un país entero. Yo he tenido el privilegio de nacer en una ciudad así, y la suerte de que mi personalidad, mi carácter, mi forma de entender la vida se parezca tanto a la de mi ciudad, como si las dos fuéramos versiones distintas de la misma cosa.
Yo soy Madrid y Madrid es Almudena. Por eso no suelo estar a gusto en las ciudades distinguidas, y me asusto en aquellas cuyas calles se vacían al atardecer. Nada me deprime más que una acera desierta a la luz de las farolas. Me pierdo en las cuadrículas rigurosas de avenidas rectas, me aturdo en los cafés silenciosos, me abruman las baldosas impolutas y siento un rencor indefinible, un aliento casi revolucionario, en los conjuntos de barrios clasificados por razas, por clases sociales, por la elegancia de sus vecinos, esas ciudades donde los arquitectos viven todos juntos y cenan en los mismos restaurantes, y hay zonas bohemias, rincones para abogados, líneas de metro llenas de blancos y líneas de metro repletas de inmigrantes, urbanizaciones con perros y garitas para que la chusma no ensucie los jardines de los ricos… No provengo del desorden, pero soy hija de un caos misteriosamente ordenado y no soporto el orden a secas. Cuando vuelvo a Madrid, la confusión de pieles, de atuendos, de razas, de los viajeros que van a su casa en la misma línea que me lleva a la mía, me devuelve la paz y el equilibrio, como si más que recuperar una ciudad, acabara de recuperar mi propia naturaleza. Por eso yo no sería la misma mujer si hubiera nacido en otro lugar, y los libros que habría escrito la mujer que no sería yo tampoco se parecerían a mis libros.
Porque Madrid no es una ciudad fácil de definir. Resumirla es tan complicado que al releer estas líneas me doy cuenta de que apenas he hablado de sus defectos. Los tiene, y muchos, pero casi siempre son el origen o la consecuencia de sus virtudes. Su legendaria hospitalidad, por poner un ejemplo, está íntimamente relacionada con su no menos legendario desamor por sí misma, porque una ciudad que se apreciara más no abriría sus puertas con tanta facilidad a todo el mundo. La objetividad, en cualquier caso, no forma parte de los atributos de los amantes, y yo amo a esta ciudad en lo bueno y en lo malo, en lo mejor y lo peor, que aquí suelen ser las dos mitades de la misma cosa.
La amo tanto que estoy convencida de que, si hubiera nacido en otro lugar, la amaría igual.
Pero no tengo otro lugar de donde ser.
Así vuelvo al principio, a lo que me enseñaron de pequeña, a lo que sentía que me faltaba, al carácter de lo que aprendí sin saber que también eran canciones y leyendas, ni más ni menos legítimas que las que cantaban y contaban mis amigas al volver de los lejanos hogares de sus orígenes.
En la primera década del siglo xx, en los años en los que su economía se lo permitía, mi bisabuelo Moisés Grandes metía a mi bisabuela Visi y a sus siete hijos en un tren con destino a una playa del Cantábrico. Mi abuelo Manolo, su primogénito, recordaba bien aquel viaje, el andén abarrotado de gente, los vagones repletos de viajeros, las cestas con comida, las gallinas vivas, la confusión y el alboroto que precedían a un trayecto interminable en un vagón de tercera, porque si el dinero del negocio familiar —un taller de fontanería situado en la calle Velarde— daba para pagar una fonda en un pueblo de Santander, no alcanzaba para mucho más.
Nadie lo habría dicho al ver a mi bisabuelo, que iba a trabajar todos los días con cuello duro y cuidaba con primor su bigote, un espeso mostacho cuyas puntas se elevaban hacia arriba, tan elevadas como sus ambiciones. Moisés siempre cultivó la fantasía de ser un señor, pero no era más que un vecino del barrio de Maravillas. Por eso, todos los veranos, mientras agitaba un pañuelo para despedir a los viajeros que se iban a descansar a la playa y le dejaban solo, trabajando, en la ciudad desierta y asfixiante, decía la misma frase.
—Madrid, en verano, sin mujer y con dinero… ¡Baden-Baden!
Yo no tengo nada más que añadir.