Ahora que me acerco a los treinta y cinco años de escribir crítica y ensayo sobre poesía, me doy cuenta de que considerar el viejo problema de cómo se relacionan en la misma persona la escritura del poeta y la del crítico ha sido una de las vías mejores de mi aprendizaje (entendiéndolo, claro, como permanente), una de las que me han concernido más en lo personal y me han obligado más en la reflexión. Porque no valía con encontrar buenas fórmulas que parecieran resolverlo, pues se iba a mantener ahí, con la exigencia de realidad que la vida práctica tiene. Y aquí sigue.
Me gusta pensar que el punto de vista común a todos los aspectos de mi escritura —poesía, crítica, ensayo, traducción— es el de poeta. De algún modo íntimo, creo que es así; pero, si me pregunto en qué consiste este punto de vista, cómo se concreta (cómo, por ejemplo, actúa cuando estoy escribiendo otra cosa distinta de poemas), no me sería fácil responder. Sé que estas notas tampoco supondrán una respuesta; pero querría, al menos, que expresaran la forma que han ido adquiriendo estas preguntas a lo largo del tiempo y mis reacciones más insistentes y asumidas ante ellas.
Cuando en cuestionarios y entrevistas se han interesado por las relaciones que mantienen en mí el poeta y el crítico, o de qué manera —ésta suele ser la variante más frecuente— el crítico puede influir en la escritura de los poemas (prescribiéndole normas, limitándola, aleccionándola, controlándola), siempre he indicado la existencia de un momento de corte entre ambas prácticas. Es cierto que un poeta ha de ser muy consciente mientras construye un poema; pero también lo es que se trata de una conciencia de naturaleza distinta que la crítica o teórica, y que si pudiera explicar con otras palabras lo que ocurre entonces, o lo que el texto es, algo estaría fallando. Hay, sí, un momento de corte entre la distancia crítica —la teoría, el pensamiento acerca de la poesía— y la propia escritura del poema; son mundos diferentes, no se superponen ni recubren, no pueden coincidir en uno. Y quizá sería útil tratar de explicar —de entender— en qué sentidos puede tomarse ese corte.
El poema crece en la cabeza y en la lengua de quien lo escribe, dentro de ellas, como materia suya; también la cabeza y la lengua de quien escribe crecen dentro del poema —es quizá esta reciprocidad la que aconseja que no hablemos demasiado de sujeto poético. En cambio, el lector tiene respecto al texto la distancia de quien mira, y la crítica se constituye en esta separación. En ella misma se genera el corte cuando el poeta y el crítico son una sola persona.
Se trata de una especie de suspensión, en la que va implicada una concepción de lo que se propone el poema, del tipo de actitud perceptiva y lingüística de que puede surgir. Algo como lo que describen estas frases de Lyotard: «Ningún acontecimiento es en absoluto accesible si el yo no renuncia a la brillantez de su cultura, su riqueza, la salud, el conocimiento y la memoria. […] En esta condición, Cézanne permanece quieto mientras su vista escudriña interminablemente la montaña Sainte-Victoire, esperando la aparición de lo que llamó “pequeñas sensaciones”, que son las presencias puras de colores inesperados». Volveré más adelante al conflicto de raíz que aquí se dibuja; pero de momento querría detenerme en la energía que se genera en esta escena. No cabe engañarse: se trata de actuar como si, no hay una renuncia absoluta ni es posible una tabula rasa; Cézanne ha atravesado, para llegar hasta ese paisaje, toda la historia de la pintura y ha recibido de ella estímulos negativos y estímulos positivos (así, por ejemplo, pudo verse en el Museo del Prado el maravilloso cotejo entre la Visión de San Juan, de El Greco, y sus bañistas). No hay vacío, no hay página en blanco; pero sí suspensión, un corte que permite ver en lugar de reconocer. Y esta posibilidad de renovar la percepción es raíz del arte.
Por otro lado, en este corte del que hablo hay una cuestión de prioridad: el poema sabe más que el ensayo, que la crítica, porque su modo de conocer, su modo de pensar tensando palabras, tiende a anticiparse o a contradecir el del razonamiento crítico. Los problemas nuevos, los criterios para abordarlos, los aporta la escritura poética y la crítica vendría a ser una atención posterior a estas propuestas, para hacerse cargo de ellas y desplegarlas. Hace ya siglo y medio (Rimbaud, Dostoievski) que escribir no puede entenderse como el tejido de una red de elementos retóricos, sino como una actividad de transformación de la lengua, intensificación, desplazamiento o neutralización de los poderes de la lengua, convertida en un espacio generador y de cambio; una actividad crítica, podría decirse, en primera instancia. El poema sabe más, en el ejercicio de esa virtud, mientras el texto crítico viene a trabajar luego, posterior, en segunda instancia. Y, en este sentido, el poema sabe más también que el propio poeta cuando habla de lo que ha escrito, porque una zona ciega de su ojo/oído le impide a veces percibir lo convocado en su propia voz; así, las poéticas o las declaraciones del poeta no ofrecen un criterio de verdad para el crítico, que viene a leer desde el otro lado.
Y ya desde ahí: acercarse a mirar desde dentro —como si fuera posible— los textos ajenos, al escribir sobre ellos, en una suerte de inmersión que va mostrando su carácter particular, su forma de ser, le permite al crítico mantener un vínculo estrecho con obras cuya lengua y cuyo mundo resultan muy diferentes de los suyos. Así me ocurre con aquellos poetas sobre los que más he escrito: funcionan como un lugar de pensamiento habitado por las mismas preocupaciones de mi poesía. Podría componer una poética con fragmentos de mis escritos críticos, como si en ellos —dirigidos a poetas tan distintos de mí— se abrieran de vez en cuando ventanas por las que me leo a mí mismo. Lo que el corte al escribir poemas separa por un lado, la escritura crítica termina suturándolo por el otro.
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Mirar desde dentro los poemas, encontrar un lugar de pensamiento en los textos ajenos, es también una forma de describir lo que es la lectura. Con mucha frecuencia he titulado mis artículos sobre otros poetas, o los libros que más tarde los recogen, Lectura de…; quizá quería nombrar con ello un deseo de no despegarme de los textos al escribir, de tomarlos como referencia, como materia, como fuente exclusiva. Leer despacio, con esa cualidad de «lector rumiante» que Schlegel —como después Nietzsche— asignaba al crítico; leer con lentitud e insistencia, aceptando que el encuentro con el texto, sus posibles sentidos, su mundo más particular, llega de un modo demorado, aplazado, no al primer contacto; leer con apertura, como si no se partiera de ningún saber previo.
Concederle la prioridad al texto, extremar la atención hacia él, también con la conciencia de que no hay palabras puras: todas llevan alguna marca de su origen e historia, portan residuos, resonancias, parásitos, huellas de las intervenciones que han sufrido antes o por las que han sido tocadas. Leer sería escuchar esas palabras, percibir sus matices, sus tensiones y distensiones: darle la vuelta a esa inercia de la percepción que describía Sklovski —«Los pitagóricos afirmaban que no oímos la música de las esferas porque suena incesantemente. Quienes viven en las orillas del mar no oyen el rumor de las olas, pero nosotros ni siquiera oímos las palabras que pronunciamos. Hablamos un miserable lenguaje de palabras no dichas a fondo. Nos miramos a la cara pero no nos vemos»— cuando quería convocar la energía regeneradora que él llamaba extrañamiento. Y, en esa escucha, darse cuenta de que quien lee no es dueño del sentido, son las palabras las que saben. Eso supone ya una actitud, una toma de postura por parte del crítico.
«Sea por generaciones, por escuelas o de otro tipo», escribe Carlos Piera, «la clasificación surge de una actitud no ya distinta de la que conduce a leer, sino opuesta a ella. […] El objeto de la lectura, si objeto es la palabra adecuada, es absolutamente individual». Leer es, así, huir de las regularidades, de las leyes generales, de las caracterizaciones por semejanza; y, en la medida en que el pensamiento crítico es lectura, no propone teorías generalizadoras; solamente le caben propuestas teóricas relativas a cada objeto o hecho, a cada texto. Se repetirán —más, según se suman los años de trabajo de un crítico— algunos problemas teóricos, pero sin que aparezcan dados como tales, sino como momentos en la percepción de un texto; de ese modo, el lugar de una teoría general lo ocupa la posibilidad de pensar juntas las cosas parciales y dispersas, buscando que se iluminen entre sí. El conocimiento no es un edificio, sino un hacer, incurablemente móvil, sin jerarquías, sin dirección única.
Así, el gesto inicial de la crítica es una doble negación: no sentirse instancia de poder/saber y no aceptar lo dado por el hecho de serlo —las categorías y los esquemas están ahí para ser cuestionados por la individualidad del texto. De ello se derivaría una capacidad de advertir las nuevas propuestas poéticas en el momento en que se manifiestan: la dificultad que los poetas nuevos (en el sentido de la singularidad de su poética, no de la edad o de otros rasgos externos) encuentran para ser oídos procedería de una crítica que partiera de discursos previos, de etiquetas ya asignadas, de la hegemonía de un canon (que nunca es sólo una serie de nombres, sino que incorpora modelos de lectura); la invisibilidad y el ensordecimiento de grandes poetas, su condena al aislamiento y el silencio, siguen dándose pese a la hipercomunicación de las sociedades actuales; son fenómenos típicos de la difusión de la poesía e incluso la creciente fragmentación de tal difusión amenaza con incrementarlos. Sólo la capacidad de atención de una lectura no condicionada puede evitar, en cierta y variable medida, esta clase de sangría, de desperdicio de energía poética en el vacío; no se trata de la inspiración o la buena voluntad de un crítico, sino de la cualidad de una determinada manera de entender la crítica. Por eso no me detengo a mencionar experiencias personales en este sentido; prefiero subrayar el carácter estructural de este problema, más allá de fronteras e idiomas.
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Tal como vengo refiriéndome a ella, se podría considerar la crítica como una forma de pensamiento a partir de textos. La reflexión de la lectura: el texto se refleja en sí mismo, desbordándose en cuanto sus distintas lecturas se posan unas sobre otras sin coincidir ya con exactitud, pues se han desajustado al moverse; el lector se refleja en el texto e intuye ventanas en él para pensar(se). El texto va mostrando él mismo, va enseñando cómo puede ser leído, va pensando con el lector; el texto como tal no establece un pensamiento, no tiene fijeza, es potencia de pensamiento.
La lectura muestra la disponibilidad de sentido que tiene el texto; lo ofrece como lugar de un sentido lento, diferido, intenso por el tipo de experiencia de su decantación. Viene a constituir una suerte de disparadero personal, donde las intenciones, tensiones, actitudes del lector, se disparan en pensamiento.
Ninguno de estos efectos alcanzaría su fuerza verdadera si no estuviéramos hablando de pensar en un sentido amplio; si lo limitáramos a la actividad razonadora, ya sea especulativa o instrumental, un gran número de textos —la mayoría— quedaría desatendido, reducido a cenizas. Ampliar el campo del pensamiento, extenderlo a todas las actividades de la mente (donde tienen su sede también la emoción y la sensibilidad, la voluntad y el deseo, la memoria y el sueño), a uno y otro lado de la borrosa linde de la conciencia, a todos los movimientos interiores del lenguaje que de modo constante nos recorren y atraviesan. Y el tiempo —«la potencia es el tiempo», dice Antonio Negri, aunque el contexto sea otro—, el paso del tiempo: no es fácilmente formulable la experiencia de que, en la lectura, el tiempo se vuelve activo, toma un papel de agente, produce con el peso de los años cambios notables en el sentido —e incluso en la forma— de los textos; y el crítico, cuando se extraña de su anterior lectura, anota ese salto, que ha de ser ajeno pues él no lo ha conocido, aunque ha tenido lugar dentro de su cabeza.
Y las palabras. He dicho antes que las palabras saben. Con frecuencia se oye comentar de modo despectivo: «sólo palabras», «no son más que palabras» —y más, y con más fundamentos, suele oírse en las culturas mediterráneas, en las que no hay una moral social de fidelidad a las palabras dichas. Pero nada más vano que este tipo de frases hechas: cómo negar que las palabras son el centro de la condición humana, el límite que establece la realidad. Y el lugar donde las palabras más vivas están siempre disponibles es la lectura.
Si la lectura es, entonces, espacio privilegiado para el pensamiento, creo que resulta especialísimo leer poesía. Me atrevería a decir que leer poesía es una forma singular de pensar la vida y el mundo; no una forma más, una forma fuerte. La poesía se sitúa en el centro del arte, porque su materia es la única experiencia que todas las personas comparten. Se sitúa en el centro del pensamiento, porque su acción no es concebible sin una crítica de la lengua que se convierte en sinónimo de pensar, en el más amplio y eficaz sentido. En la poesía esta amplitud se hace movimiento y voz: pensar, sentir, percibir se comunican e intercambian, se confunden y por momentos se identifican; en la poesía, el deseo y la emoción son intensas formas de pensar.
Leer poesía. Si repaso mis críticas y ensayos, aprecio esa clase de recurrencias a las que el tiempo va concediendo relieve. Casi siempre he escrito sobre poetas concretos, he tratado de mantenerme pegado a sus textos, y sin embargo veo que se repiten la observación del vínculo entre palabra y realidad, la tendencia a constituir un pensamiento negativo (imposibilidades obtenidas como certezas, la intuición de la utopía que en lo imposible se sugiere…), el impulso hacia una poética no analógica —que la lectura arraigue en lo literal—, las formas de una identidad entre lo existencial y lo político, el análisis de las convenciones —idealizaciones, mitos— que arraigan en el llamado «sentido común», la composición del pensamiento como espacio de diálogo, de la palabra propia como cruce de voces…
De algún modo, postular un lugar singular y privilegiado para la poesía supone relativizar el lugar que ocupa el crítico, capaz de abrir sólo, en el mejor de los casos, un momento —aunque fuera, en una sucesión, momento tras momento, no cambiaría— de su potencialidad: potencia de pensamiento, sí, pero, en cuanto tal, siempre por ejercerse, nunca culminada; como ha recordado con insistencia Giorgio Agamben, en la concepción fundadora de Aristóteles la potencia se define por incluir la potencia de no; de lo contrario, no se distinguiría del acto, se fijaría.
Cuando Paul de Man, hablando de la lectura, afirma que «entender es un acontecimiento epistemológico», añade a continuación: «Lo cual no quiere decir que pueda haber una lectura verdadera, sino que no es concebible una lectura que no ponga en juego la cuestión de su propia verdad o falsedad». He tratado siempre —cada vez con más conciencia— de no sacar conclusiones en mis trabajos críticos, menos aún conclusiones generales, componer sistema; he tratado de no respetar como hechos ya consumados mis propias lecturas anteriores. Con frecuencia, cuando no llamo lecturas a mis textos, los llamo notas, apuntes, o coloco al principio del título un precavido para: «para leer a…». Querría dejar cada texto abierto, que quede descosido algún hilo que puede recuperarse más tarde, que se enuncie un problema cuya solución sólo intuyo y no puedo proponer. Lo he descrito a veces como una moral del quizá, porque la duda no toca tanto al conocimiento —siempre pendiente— como a la moral. Lo inestable e inseguro es un disolvente que impide la coagulación de dogmas, de creencias fijas y firmes, de convicciones siempre excesivas; que impide también ensoñar con demasiada insistencia una identidad, impostarla, paralizarse en un hallazgo ocasional. El error no es quizá sino lo verdadero cuando el tiempo ha pasado por encima.
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La crítica es, pues, lectura; pero también escritura: entre el momento de leer y el texto del crítico interviene una física del lenguaje que, forzosamente, transforma su lectura en otra cosa. Porque no digo escribir pensando en un sistema de transcripción directa, lo más fiel posible, de las impresiones de lectura, sino con la conciencia de que la lengua no funciona instrumentalmente en la escritura, que ésta es un lugar donde algo distinto se genera. La crítica aparece entonces como el viaje o itinerario que un lector traza en el territorio de los textos ajenos; viaje o itinerario de conexiones personales que pueden llegar a tejerse como relato, como lugar paralelo de existencia.
Pensando en el salto entre leer y escribir, ha propuesto Paul de Man que «la crítica es una metáfora del acto de lectura» y él, nada proclive a la consideración creativa de la crítica, viene a introducir este término que habitualmente connota lo poético. Metáfora, entiendo yo, en cuanto representación de un sentido equivalente —lo más equivalente posible— al del texto leído, con otras palabras, desde otro lugar, en cuanto representación y desplazamiento concertados. Metáfora quizá también en cuanto cuerpo físico —visual, sonoro— de una acción en sí misma incorpórea, como es leer. Yo hablé en alguna ocasión de que el crítico ve alimentada su labor por una «utopía de las dos calles», un deseo de que pueda alcanzarse el mismo sitio que alcanza el poeta recorriendo otro camino, y citaba —trayéndolas de un contexto muy lejano— unas palabras de Lezama Lima; explica el narrador de Paradiso que a Cemí, su personaje, le era posible elegir para el camino de su casa a la Universidad entre dos calles muy diferenciadas, cuyos rasgos describe, para luego terminar así: «le maravillaba que dos calles, en un paralelismo tan cercano, pudieran ofrecer dos estilos, dos ansiedades, dos maneras de llegar, tan distintas e igualmente paralelas, sin poder ni querer juntarse jamás». La idea demaniana de la metáfora estaba latente ahí, pero socavada por mi inquietud: la convergencia estaba implícita, pero todo la negaba como posibilidad e incluso como deseo.
Mantengo la inquietud veinte años después de haber recurrido a esta imagen, quizá se ha incrementado. Me siento cada vez más escéptico ante quienes gustan de llamar creador al artista, que no trabaja desde la nada, sino con los materiales más extendidos y compartidos, los de todos, y especialmente quien escribe. También —lo he sugerido antes— me distancio cada vez más de la asociación metáfora-poesía: reconozco el poder que tiene en ocasiones esa figura, al que no hay que renunciar, pero creo más en una vibración, una tensión del conjunto de un texto, donde no puedan aislarse de manera significativa (más allá del catálogo erudito) elementos del repertorio retórico; por otro lado, la batalla por recuperar la literalidad me parece una línea fuerte de resistencia contra la manipulación del lenguaje, la virtualización de la realidad, aunque sea una línea utópica (sobre esto, volveré). Más que la idea de los géneros literarios —poesía, narrativa, crítica…— me interesa la idea, transversal a todos ellos, de escritura: práctica concreta, y también forma de energía, que evita lo instrumental y asume que el hecho de escribir, el texto ya escrito, producen por sí mismos una transformación del pensamiento, la emoción, la percepción, etcétera. De ese modo, mi experiencia es que, en el trabajo crítico, la escritura lee, es decir, cuando escribo, voy siempre más allá o en otra dirección de lo que preveían mis notas previas de lectura, mis ideas y sensaciones de lo leído; la escritura teje mi lectura, para darle su propia existencia.
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Desde aquí, puedo quizá enlazar con el principio de estas páginas: el punto de vista de poeta como mirada común a toda mi escritura, la conciencia de que es el poema quien sabe. Confluye esto con la voluntad de acercarme a una lectura literal, en la idea de que hay muchas menos metáforas y símbolos en la poesía de lo que suele pensarse, y con el criterio de conceder valor a las actitudes de resistencia ante la tradición retórica, incluida la resistencia de cada poeta ante la retórica que él mismo genera. La literalidad es una vía de acceso al modo en que la vida privada, la intimidad, se da a leer y a la vez se cela, se guarda como un corazón concreto del poema, como resto intocado que lo preserva abierto. Igual que no creo en la diferencia de un lenguaje poético, tampoco creo en los lenguajes privados: tiendo a ver en la literalidad el modo terso y tenso de investigar la intimidad —escribiendo, leyendo, haciendo crítica. Y vinculo todo esto con una obligación insoslayable del crítico de poesía: ponerse de parte del poema.
Ponerse de parte del poema no excluye rescatar sus posibles quiebras o debilidades, tampoco niega la necesaria distancia crítica respecto a los escritos teóricos o las declaraciones del autor de ese poema, cuya concordancia con su escritura nunca se puede dar por supuesta de antemano. Pero sí supone hacerse consciente de la contradicción que existe, necesariamente, entre la crítica y el texto criticado (y, de manera derivada, entre el poeta y quien escribe sobre él); éste es un conflicto de base, radical, quizá sin tenerlo presente no se podría escribir crítica. No es difícil decir a qué se debe y en qué consiste esta contradicción, lo difícil es contar con ella: la crítica quiere, como resulta obvio, hacerse cargo de la particularidad que constituye la obra como tal, una particularidad irreductible, existente sólo en las palabras y en el contexto del poema. Pero, al escribirse, al fijarse en el texto crítico, a esa particularidad se la desplaza, se le infunde abstracción, se la inclina a lo genérico, se le carga de valor (sentido añadido, inevitablemente), se trata de reducirla. El trabajo del crítico, al materializarse en escritura, desmiente de algún modo los criterios y valores que lo habían movido. Esto es así en términos generales; al concretar, se multiplican las preguntas, por ejemplo, ¿hasta qué punto la crítica escrita sobre sus poemas le dificulta, e incluso impide, al poeta, cuando vuelve a escribir, el necesario corte entre teoría y escritura?
¿Cómo conciliar esta contradicción —esta imposibilidad— con un ponerse de parte del poema? Es aquí importante la actitud del crítico respecto a su trabajo y al lugar que ocupa: no ser quien juzga, mirando desde fuera, arrogándose una posición que le permite una suerte de superioridad —la temible del experto—, constituyéndose como punto de vista privilegiado. Recordar que la lectura es escucha, y que quien escucha no es dueño del sentido; recordar la observancia de un quizá. Incluso, tomar distancia respecto de sí mismo, someterse a crítica: ¿qué ocurre cuando el crítico lleva muchos años escribiendo y se ha convertido en su propio precedente? Incluso si no se considera una instancia de juicio, al menos se le acumulan la experiencia y las palabras dichas, carga con su propio discurso; acaso dispone de una gama limitada de ideas, se infiltran en su trabajo tics de pensamiento, de lectura, de escritura…
Sin embargo, para situar la contradicción crítica-poema en su justo punto, habría que ir más allá de estos problemas de actitud y de punto de vista. O, para ponerse de parte del poema, recabar razones más fuertes que las de una posible solidaridad gremial entre poetas.
Para ello, puede ser útil recuperar las frases en que Lyotard describía el trabajo de Cézanne: «Ningún acontecimiento es en absoluto accesible si el yo no renuncia a la brillantez de su cultura, su riqueza, la salud, el conocimiento y la memoria. […] En esta condición, Cézanne permanece quieto mientras su vista escudriña interminablemente la montaña Sainte-Victoire, esperando la aparición de lo que llamó “pequeñas sensaciones”, que son las presencias puras de colores inesperados». El modo en que se confrontan las dos partes de la descripción —acervo cultural frente a una posibilidad nueva de conocimiento identificada con la práctica de la pintura— presenta una contradicción radical entre cultura y arte. Del lado de la cultura está el conjunto de los códigos transmitidos social, educativa, tradicionalmente; del lado del arte, el encuentro de una singularidad que es, a la vez, cognoscitiva, perceptiva, estética. El arte va alimentando, cuando el tiempo viene a asimilar su tarea, la cultura; pero la cultura, de algún modo, se opone, obstaculiza, mira mal el momento singular del arte. Del lado del arte, en la vida social cotidiana, no queda más remedio que defender y asumir la cultura, aunque del lado de ésta siempre se mantenga activada la resistencia al arte.
La contradicción entre crítica y poesía es un aspecto de la contradicción entre cultura y arte, una contradicción incorporada al propio trabajo del crítico, cuando éste realmente escribe. En este sentido hablo de ponerse de parte del poema, como formulación de una imposibilidad necesaria. Si Francis Ponge afirmó que la energía que había dado origen a su escritura era «hablar contra las palabras», el mismo Lyotard —y lo destaco porque viene del lado del crítico, del filósofo, y no del poeta— dice: «El adversario y el cómplice de la escritura, su Big Brother, es la lengua, quiero decir, no sólo la lengua materna, sino la herencia de palabras, giros y obras que llamamos cultura literaria. Escribimos contra la lengua, pero necesariamente lo hacemos con ella. Decir lo que ella ya sabe decir, eso no es escribir».
La imposibilidad es patente, pero conviene insistir en ella un poco más. ¿No vienen a recogerla, cada una a su modo, estas otras frases que voy a citar? Michel Foucault: «La crítica no existe más que en relación con otra cosa distinta a ella misma: es instrumento, medio de un porvenir o una verdad que ella misma no sabrá y no será, es una mirada sobre un dominio al que quiere fiscalizar y cuya ley no es capaz de establecer». Giorgio Agamben: «Como toda auténtica quête, la quête de la crítica no consiste en reencontrar su propio objeto, sino en asegurarse de las condiciones de su inaccesibilidad. […] La imposible tarea de apropiarse de lo que debe, en cada caso, permanecer inapropiable».
Si parecía imposible mantener un punto de vista de poeta cuando no se estaba escribiendo poesía, tampoco parece más sencillo ponerse de parte del poema cuando se está del otro lado de la contradicción. Pero quizá estas imposibilidades componen, en su negativo, una suerte de utopía. Entiendo por utopía una fuerza que pertenece al deseo, una energía que existe en el presente y lleva a moverse en una dirección, a intentar sobrepasar un límite del que se tiene, como tal límite irrebasable, conciencia y experiencia; en ese sentido, la poética de los verdaderos poetas es utópica, y esta misma forma de situarse es quizá el único modo de resistir el conflicto interno que constituye la crítica. La única forma de ponerse en ella de parte del poema.
En su comentario a la conferencia de Foucault, «¿Qué es la crítica?», decía Judith Butler: «¿Qué, dado el orden contemporáneo de ser, puedo ser? Si al plantear esta cuestión la libertad se pone en juego, podría ser que la libertad tenga algo que ver con lo que Foucault llama virtud, con un cierto riesgo que se pone en juego mediante el pensamiento y, en efecto, mediante el lenguaje, y que hace que el orden contemporáneo de ser sea empujado hasta su límite». Sólo añadiría que la preocupación por la vida es lo único que me induce a plantearme las cuestiones literarias que he venido recorriendo y que parecen tan alejadas de ella. Por cambiar la vida.