Este chico está solo / Lorenzo Silva

Este chico está solo y no lo sabemos, incluso es posible que no nos importe, aunque deberíamos saberlo y debería importarnos. A lo mejor aún tiene a sus padres, y a lo mejor éstos se ocupan de él, hasta donde pueden, con poca o mucha solvencia, más o menos sacrificio: el chico ya no es un niño, ya pasaron los días en que sus progenitores le eran indispensables para sobrevivir. A lo mejor tiene también hermanos, amigos, conocidos, con los que se lleva como es costumbre, unos días bien y otros regular, pero que impiden que le falte eso que todos acabamos necesitando alguna vez: alguien a quien confiarse, alguien a quien pedirle que le eche una mano, alguien con quien desahogarse, de buena o de mala manera. A lo mejor tiene incluso un camino por delante, un lugar en la vida, unas expectativas, unos recursos, que siempre serán menos que los de otros; pero también más que los que tienen los muchos que en este mundo no tienen nada, más que el miedo y la desesperación.

 

      Este chico está solo porque a pesar de sus padres, sus hermanos, sus amigos, sus conocidos, sus vecinos, sus compañeros de trabajo o sus conciudadanos, hay en lo hondo de su corazón, en la trastienda más oscura de su mente, una falta, un hueco, una nada a la que no ha aprendido a responder. Es difícil describirla o nombrarla, sólo podemos referirnos a ella por conceptos afines o interpuestos. Es como si a su edificio le faltara un pilar, como si su alfabeto careciera de una letra, como si su mirada omitiera un color. Este chico está solo ante esa ausencia, porque nadie la ve, nadie le ha enseñado a comprenderla, a enfrentarla, a colmarla para que no lo mate.
      La soledad del chico no es forzosamente letal. Es más, en la mayoría de los casos, a falta de intervención exterior, se trata de un mal de pronóstico benigno, sin aplicar otra terapia que abandonarlo al curso natural de las cosas. La mayoría de las personas, si nadie se lo impide, acaban encontrando por sí solas, y con el paso del tiempo, una respuesta (o un simulacro o un sucedáneo de respuesta) que les vale para apuntalarlas y rescatarlas del agujero negro que este chico porta todavía en su interior. La oquedad se rellena, la esquina suelta del edificio encuentra soporte, los tonos invisibles del cuadro aparecen y aquella letra que faltaba se inserta en todos los textos de la existencia, haciéndola legible, sufrible, más o menos viable.
      Pero.
      Que este chico esté solo frente a lo que le falta puede ser trágico si en su camino se cruza un hombre que ha desarrollado el olfato para reconocerle la fragilidad, tiene maña y experiencia para utilizarla contra él y está determinado a aprovechar la soledad en la que lo sorprende para convertirlo en instrumento de sus fines. Estos fines pueden ser de lo más diversos, y venir dados por muy distintos impulsos también. Puede servirse del chico para satisfacer, sin más, sus deseos particulares y egoístas; puede, por el contrario, ponerlo al servicio de una causa que lo sobrepasa, y en la que él mismo puede creer sinceramente o no. Que el hombre obre por crudo interés o por convicción, más o menos ofuscada, no es una variable relevante de la historia, más allá del reproche moral que se le quiera atribuir. La eficacia es la misma, bastan el ascendiente y la resolución.
      De ellos se servirá para acortar primero la distancia, salvar la brecha que de entrada se abre entre los dos. Le valdrán para hacer olvidar al chico la diferencia de edad, la disparidad del camino que uno y otro tienen a la espalda y ante sí. Le ayudarán a ganarse su confianza, primero para dejarle mirar dentro del chico, y calibrar la medida exacta de su vulnerabilidad, y después para empezar a transmitirle el mensaje con el que construirá un mundo exclusivo de los dos; un espacio completamente clandestino, si ello resulta necesario a los fines del hombre, que enseñará al chico a encubrirlo y a administrarlo en paralelo con el resto de su existencia. Fuera de él, con más o menos destreza (esto ya depende del chico) se mostrará como era antes de que el hombre llegara, como si en su interior nadie hubiera puesto el material de relleno que crea en él la ilusión de no estar ya solo, de haber encontrado lo que buscaba sin saberlo, a la vez que lo programa, lo conforma, lo troquela a la medida de lo que el hombre quiere que el chico acabe siendo y haciendo.
      En este punto, el chico se desdobla en dos: el que fue, al que conserva simplemente como máscara, y el que no será, y que ya se anuncia en su identidad oculta, ésa en la que conversa con el hombre acerca de sus asuntos comunes. No es raro que esta conversación subrepticia entre ambos cree una embriagadora ensoñación de libertad, de autoafirmación y de apoderamiento de sí para el chico; es casi inexorable que en ella el hombre, tras desplegar sus mejores armas, complete la recluta del chico para la causa que le conviene, en la que el chico se destruirá, y a veces el hombre también.
      Ambos se adentran así, con una sonrisa, en la siniestra antesala de la tragedia. La soledad ha quedado desplazada por una comunión viciada y ficticia, no por ello menos persuasiva. Incluso cabría temer, si pudiéramos observarlos a través de una mirilla, que esa clase de comuniones ilusorias y enfermizas sean más profundas que las ciertas y saludables, frente a las que enseguida asoman el escepticismo, el tedio, la veleidad juguetona de desbaratarlas sin motivo.
      El tiempo que allí pasan depende de lo que el hombre, a tientas o a sabiendas, anda persiguiendo. Hay casos en los que el chico logra zafarse, pero nunca sin quebranto, y rara vez sin que el hombre haya extraído de él lo que podía proporcionarle. Para eso ha aprendido a seleccionar a quién se aproxima, a quién envuelve, a quién trata de seducir con sus argumentos, sus promesas, sus fantasmagorías. Salvo error de cálculo, que suele revelarse en seguida y aconseja al hombre una cauta retirada a tiempo que le ahorra ulteriores contrariedades, la maniobra resultará fructuosa, y al mismo tiempo onerosa para el chico que le sirve de desprevenido instrumento.
      Cuánto de onerosa, depende de cada historia, cada chico, cada hombre. En todo caso es desdichada, en todo caso no debería haber sucedido; en todo caso hay razones para lamentarla. Los daños no suelen circunscribirse al chico o al hombre; de una u otra manera acaban salpicando a alguien más. En ocasiones extremas, en casos fatídicos, a muchos más. De estas seducciones, de estos chicos solos ante su fisura vital y ante el hombre que sabe rellenarla de ponzoña, se alimentan una y otra vez las filas del odio, con bandera o sin ella, organizado o anárquico, apuntado o aleatorio. Este chico que está solo puede acabar alistándose en la tropa de choque de un ejército odioso en cualquier guerra inicua. Pudo acabar con unas runas al cuello, esparciendo el horror por los campos de Europa; pudo poner mochilas con explosivos en los trenes de Madrid en 2004; puede hoy conducir un coche contra la multitud en Charlottesville, Virginia, imbuido de la idea de que el valor de un hombre depende del color de su tez; o una furgoneta en las Ramblas de Barcelona contra la riada de turistas que por ellas pasea, convencido de alzar la nación del islam contra los infieles que lo acogieron y lo educaron.
      Este chico está solo y no lo sabemos, incluso es posible que no nos importe, aunque deberíamos saberlo y debería importarnos. Es el punto débil por el que una y otra vez nos entrará el enemigo.

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