El fuego que incendiaba mi esófago no cedía, nunca cedía. Era un ardor incesante, predecible, absurdo y ruin que venía y se iba, como plácidas olas que parecen acariciar la arena pero poco a poco se comen la playa. Era un dolor familiar y siempre ajeno. Cerraba los ojos y me imaginaba que mis vísceras se iluminaban al tiempo en que se disolvía mi tejido celular. Toda mi vida adulta he peleado contra mis propias entrañas. Me quedó muy claro desde muy joven que en esta lucha yo no tenía la menor oportunidad de ganar. Probé todos los remedios caseros y tratamientos médicos, las curas fabulosas y terapias místicas, pero la ola incandescente volvía imperturbable y triunfal. No recuerdo exactamente cuándo dejé de escuchar a los gastroenterólogos y nutriólogos, ni cuándo comencé a ignorar recomendaciones y consejos y me resigné a vivir con ese continuo recordatorio de que mi cuerpo era un saco de ácido que se fundía en sí mismo. Al hacer esto no gané ninguna medida de paz interna ni de confort, pero al perder de vista la ilusión de mejoría recuperé el control sobre mi vida, lo cual no es poca cosa. Comencé a beber mucho más y a comer todos los irritantes que antes me imponían respeto. Perdí el miedo pero no el dolor. Mi sistema gástrico era como un hormiguero bajo ataque, y con la edad las defensas eran doblegadas con mayor facilidad. Las horas de alivio en las que podía olvidar el flujo y reflujo de lava intestinal eran cada vez más escasas. No me gustaba hablar de mi aflicción porque sabía que de inmediato mis interlocutores comenzaban a ofrecer soluciones portentosas, consejos no solicitados y palabras de consuelo que resultaban siempre humillantes y patéticas.
Un jueves a media tarde recibí un mensaje por Facebook de Vicente Higuera, quien había sido colega durante varios años hasta que alguien le ofreció un puesto burocrático en alguna secretaría de provincia. No éramos muy amigos, pero él era uno de los compañeros con los que bebía en La Cordial los viernes. Me pidió mi teléfono y en unos minutos estábamos hablando como si hubiéramos sido grandes amigos y tuviéramos mucho que contar. Me invitó a tomar una cerveza. Por supuesto que acepté, aunque por esos días me había sentido particularmente miserable. De todas maneras no tenía nada que hacer esa noche y él proponía ir a un bar nuevo que se llenaba de jóvenes ejecutivos millonarios, modelos y estrellas de cine.
Llegué puntual y Vicente ya me esperaba. No reconocí a ninguna celebridad ni me pareció que el lugar fuera memorable. Me recomendó que pidiera un whisky y él lo pidió por mí. Yo pensé que beberíamos cerveza, que hasta cierto punto era un poco más misericordiosa con mi sistema, pero no protesté. El scotch que pidió era una delicia, pero mis tripas no lo reconocieron así. Vicente me contó de sus logros en el sector público, de su amistad con el gobernador del estado y de sus viajes al extranjero. Me dijo que visitaba lo menos posible la capital.
—¿Para qué voy a venir? —dijo—. Es un criadero de piojos y ratas.
Asentí con la cabeza mientras comenzaba a sentir los efectos de la irritación en el esófago. Quiso que le contara cómo iban las cosas conmigo, que lo pusiera al día de la vida de los colegas de aquel entonces, que le diera mi perspectiva de la situación política en el país y la inseguridad de la ciudad. Hablé mucho, dije mucho más de lo que tenía que decir. Acerca de la gente que apenas recordaba inventé descaradamente: Jiménez tenía dos hijos, uno de los cuales había nacido con elefantiasis; Jorge, el que siempre llegaba tarde, había perdido una pierna en un accidente, ahora sí tendría un buen pretexto para hacer esperar a la gente; Julián, ese que se sacaba los mocos, se había casado por segunda vez, ahora con una deportista, muy bella pero muy fatua.
Vicente escuchaba con interés, de vez en cuando preguntaba detalles y fechas. Yo seguía inventando. Entonces me preguntó por mí. Quizás porque había dicho tantas mentiras, le comenté de mi problema gástrico. Le dije que posiblemente moriría de cáncer del colon o que sería devorado por una úlcera.
—Pero ¿cómo? Eso no puede ser. Tienes que ver a un especialista. Te recomiendo que veas a mi médico.
Me dijo que era un tal Zarripa, un genio. Le dije que lo haría. Pero entonces señaló el verdadero problema.
—No puedes seguir viviendo en la capital. Tienes que irte a provincia e irte ya, antes de que esta monstruosidad te mate. Aquí sólo sobreviven las ratas y las chinches.
—Y los piojos —añadí, mientras pedía otro scotch igual, sabiendo el costo gástrico que eso implicaba.
—Vente conmigo. Yo te consigo un puesto de director de departamento de proyección silvestre en la Subsecretaría de Ecología y Gestión Ambiental en mi estado.
Estuve a punto de decir que yo de eso no sabía nada, pero me limité a beber. No tenía por qué quedarme entre los piojos y las ratas. La capital no me daba nada y yo no le debía nada. Le dije que sí, que seguro. Pero no creí de verdad que hubiera la menor posibilidad de que ese empleo de director se concretara. Además, el ardor aumentaba y con él iba perdiendo la capacidad de pensar y las ganas de argumentar. Nos despedimos cerca de las dos de la mañana. Me dio un abrazo y se subió a un Uber. Yo caminé a mi departamento con un intenso dolor que traté de controlar con los medicamentos inútiles que siempre cargaba en mis bolsillos.
El martes de la siguiente semana recibí una llamada del Departamento de Personal y Recursos Humanos de la secretaría donde trabajaba Vicente. Querían hacer una cita para que me presentara a firmar mi contrato como director. Le dije que estaba ocupado esa semana, una mentira más, ya que no me atreví a decirle que necesitaba pensar un poco la idea, que era un disparate dejarlo todo y salir corriendo hacia la provincia, a un estado que no conocía y a una ciudad de la que había escuchado cosas terribles.
—Entiendo, licenciado —me dijo y no la corregí al respecto de mi título—, pero realmente estamos muy presionados por el tiempo.
Estuve a punto de decir que ése no era mi problema, pero fui cortés, le aseguré que llamaría en un par de días y colgué. El ardor estomacal se disparó de manera monstruosa. Me cubrí la cara con mi suéter y esperé a que pasara un poco la molestia. Hacía años había perdido el interés por viajar. Adonde quiera que fuera me encontraba con ese dolor, fueran cuales fueran la comida local o las bebidas de la región, mi intestino reconocía todo de la misma manera, como pretextos para desatar su furia en mi contra. A los dos días me llamó Vicente y me dijo que lo había metido en una situación muy difícil, nada menos que con el propio gobernador.
—Le aseguré que tenía a la persona ideal para el puesto de director y ahora te me estás rajando —dijo con un sonsonete provinciano que no le había escuchado antes.
—Pero es que tengo unos problemas acá —dije, imitando casi inconscientemente su acento.
—Eso es lo de menos. Tú deja todo antes de que esa ciudad te termine de matar.
Y entonces volví a creer, a pensar que en efecto algo podía cambiar si simplemente me largaba de ahí. Si dejaba ese trabajo idiota que cuidaba desde hacía más de una década y cerraba para nunca volverla a abrir la puerta de mi departamento.
—Cuenta conmigo— le dije—. El lunes mismo estaré ahí.
Mi mujer me había dejado años antes y yo no tenía ataduras ni cariño por mis cosas, así que empaqué una maleta y tomé el primer vuelo del siguiente domingo. Imaginé que el casero se ocuparía de deshacerse de mis pertenencias.
El Departamento de Proyección Silvestre estaba en una casa que hubiera definido como porfiriana simplemente por mi inmensa ignorancia arquitectónica y porque tenía dos pisos, techos altos, balcones, nichos en las paredes, una pretenciosa escalera de mármol y detalles barrocos alrededor de las ventanas, hechos con alguna piedra rojiza. La señorita Dulce, quien sería mi secretaria, me recibió y me enseñó mi oficina. Dijo que me pondría al día de mis responsabilidades. La casona estaba más o menos acondicionada como dependencia oficial, pero aún había recámaras vacías con viejos muebles ruinosos, una cocina polvosa sin estufa, baños destartalados donde las arañas tejían sin azoro y un patio terroso en el que crecía la hierba alrededor de árboles muertos y madrigueras de roedores. Mi oficina tenía un escritorio, una silla y un librero repleto de viejos reportes de otras dependencias gubernamentales, algunas desaparecidas desde la década de los ochenta. Nunca me presentaron al personal ni al subsecretario. Al resto de los empleados los veía entrar y salir a cualquier hora, encerrarse en oficinas y el baño y evadirme sin mucha discreción. La señorita Dulce me acompañaba todo el día e incluso me recomendaba dónde comer o me llevaba ella misma a restaurantes y fondas cercanas. A pesar de que la comida no era muy distinta de lo que usualmente comía en la capital, poco a poco comencé a sentirme mejor. La acidez estomacal era menos intensa, las oleadas de fuego gástrico duraban menos. No me despertaba a mitad de la noche con el intestino incendiado.
Vi a Vicente una tarde de jueves. Él tenía prisa. Me dijo que pronto organizaría una fiesta de bienvenida, para recibirme como me merecía. Bebimos una cerveza parados en un bar cerca de su oficina y me aseguró que me presentaría al gobernador y a todo el gabinete.
—Vas a ver que te va a gustar mucho estar por acá. Aquí la gente sí sabe vivir.
El lunes que marcaba mi segunda semana en ese puesto me llamó la atención que la casona porfiriana estaba vacía. No estaba el guardia de la entrada ni la gente que diariamente rondaba por los pasillos. A eso de las once los escritorios seguían vacíos. Entonces llegó la señorita Dulce jadeando y me preguntó qué hacia ahí.
—Nos tenemos que ir.
—¿Que nos vayamos? ¿A dónde? ¿Por qué? —pregunté sorprendido, pensando que a lo mejor había olvidado algún evento oficial o una fecha patria.
—Es que hoy van a venir… ¿cómo le explico?… unos señores, y nos van a pedir que nos vayamos.
—Señorita Dulce, no entiendo. ¿De qué me habla?
—Yo no soy la persona adecuada para explicarle, pero van a llegar bien pronto y más vale que no estemos aquí.
La mujer estaba muy alterada y se negaba a explicar. Yo no podía imaginarme qué le pasaba. Así que llamé a Vicente. Me contestó su secretaria y me dijo que su jefe estaba muy ocupado y que lo estaría todo el día. Me dijo que le daría mi recado pero que no podía asegurar que me respondería ese mismo día. Comencé a sentir que las olas de ácido golpeaban mi esófago.
Dulce volvió a decirme que teníamos que irnos. Tenía la frente empapada de sudor y le temblaba la voz. Le dije que se fuera, que no me esperara. Me costó trabajo hablar por el dolor en la boca del estómago.
—Es que van a venir a tomar las oficinas. Usted no puede estar aquí.
—¿Quién? ¿Y por qué no?
—Es la gente de Gallardo López y son unos asesinos —dijo por fin, atreviéndose a pronunciar esas palabras que evidentemente sentía comprometedoras.
Había oído hablar de un cártel de narcos que se llamaba así, pero ni siquiera tenía idea de su área de influencia.
—¿Y por qué vienen?
—Quieren usar las oficinas.
—Pero esto no tiene sentido. ¿Para qué? ¿Por qué vamos a cederlas?
Le escribí un mensaje por Facebook a Vicente. Contándole lo que estaba pasando y pidiéndole que me explicara y me enviara ayuda. Poco después me llamó a mi celular.
—Ni le busques, mano. Salte ya.
—¿Pero por qué?
—Da igual por qué, tú nomás déjales las oficinas. En unos días se van y como si no hubiera pasado nada. Considéralo como unos días feriados.
Mientras lo escuchaba, sentía que me costaba trabajo respirar, una tormenta tropical de jugos gástricos arrasaba mi flora intestinal y hacía naufragar mis vísceras. Estaba mareado, tenía frío y sudaba.
—No me voy —dije, no tanto por valentía o por necedad, sino porque no me imaginaba lo que sentiría si me ponía de pie y me iba a toda prisa.
—¡Estás loco! No te puedes quedar ahí.
—Voy a llamar a la policía o al ejército o a quien sea.
—No, no pierdas tiempo. Nadie te va a ir a salvar. Salte ya.
Me colgó y yo me traté de acomodar en la silla en una posición en que sintiera menos la quemazón interna. Dulce seguía ahí, en el umbral de la puerta, temblando de miedo.
—Váyase, ya. No se preocupe. Yo me quedo —dije con la convicción que pude imprimir entre dolorosos espasmos.
—Lo van a matar, señor, lo van a matar —dijo llorando y salió corriendo.
No podía imaginar que alguien pudiera matarme en el estado de sufrimiento en que me encontraba. Pero si lo hicieran sería casi un acto de compasión. Me sujeté el vientre, la presión inicialmente me dio cierto alivio y después el dolor volvió. Sabía que tenía que salir de ahí, lo que menos quería era hacerme pasar por héroe, pero las agruras me habían anclado a esa silla. Me cubrí la cara y escuché un zumbido.
De pronto abrieron la puerta y luego escuché varias voces masculinas, algunos gritaban, otros daban órdenes. Metieron un camión al patio. Pensé esconderme o simplemente salir caminando como si nada. Pero el dolor me tenía inmóvil. De pronto un hombre con un cuerno de chivo entró a mi oficina, estaba sorprendido de verme.
—¿Qué haces aquí, güey?
—Aquí trabajo y ésta es mi oficina. Soy el director del Departamento de Proyección Silvestre de la Subsecretaría de Ecología y Gestión Ambiental del estado. ¿Y tu qué haces aquí, güey? —dije desafiante y estúpidamente.
Otros de sus compañeros, también armados, llegaron entonces.
—Que dice que es el director de quién sabe qué chingados —dijo el primero.
Todos se reían, algunos con más gusto que otros.
—Este güey. No mames —dijo uno, llevándose la mano libre a la cara.
Yo también me reí. Pero lo que me salió fue una mueca de dolor. En ese momento supe que ese dolor estaba muy por encima del espectro de lo normal. Quizás debía incluso ir a ver a un médico o, mejor aún, ir directamente a un hospital. Algo muy malo estaba pasando en mis tripas. Pensé decirles a los señores de las ametralladoras que tenía que ir a una sala de emergencias, pero supuse que tan sólo les provocaría otro ataque de risa.
—¿No te dijeron que te salieras o eres pendejo?
—Sí me dijeron, pero no hice caso.
—Pus te vas a morir por valiente.
—No, más bien me quedé por pendejo.
—Pus por lo que sea.
—Es que tengo unas agruras tremendas.
Bajó el arma, casi como si entendiera por lo que yo estaba pasando. Los otros también tenían una mueca que imaginé de comprensión.
El primero levantó el arma nuevamente.
El ardor era insoportable.
Sonreí.