Ayer por la tarde, de regreso, vi pasar a dos mujeres de piel cobriza montadas en sus bicicletas. Atravesaron justo al lado mío, luego las vi desaparecer como si hubieran atravesado el tiempo y un minuto las esculpiera volviéndolas reales en medio de la niebla, aunque no había niebla sino un aire transparente, de esos que vuelven la realidad más nítida que de costumbre. Ni siquiera fueron ellas, sino un olor alrededor de ellas —un aroma de curry saliendo de alguna cocina cercana. De ahí emergió la imagen de un recuerdo. Un aroma no ofrece nada, está claro, es sólo ventolera pura desatada del mundo. Pero cuando atraviesa un tufillo que corroe y te exilia del entorno común para llevarte a otro lado, entonces…
Vamos, Layal y yo, en un barco de cabotaje. Es un trayecto corto, pero basta estar sobre el mar para sentir que todo camino debilita, mina la emoción y te convierte en un vencido, nada puedes hacer mientras vas en la cubierta, ni siquiera arrojarte, pues un puñado de tierra maciza en la distancia te saluda. Es muy hermoso, le digo a Layal. Layal es mi hermana, pero parece mi madre porque las dos quedamos huérfanas y ella es mayor que yo. ¡Eso no es cierto! Los paisajes están rodeados de soledad y vacío, pero tú eres niña, una niña buena, y esta vista es sólo sinónimo de desesperación. Eso grita, moviendo mucho las manos. Poco a poco voy entendiendo por qué.
Estoy mareada y vomito. Sólo es un día y medio de traslado, pero es el tipo de horas que se convierten en una larga permanencia, como si nunca hubiéramos llegado a Mumbay, como si lo ocurrido después, llegar a la ciudad para hacer vida común y corriente, hubiera sido un sueño soñado mientras seguíamos escuchando el golpeteo de las olas contra ese extremo del mundo.
No tienes por qué parpadear, no tienes por qué decir que vienes de donde vienes, me dice Layal, y omite, por supuesto, el nombre del lugar de origen. Pero ni esa pequeña omisión borra el pasado. No lo sé sino hasta después, y no tendría por qué avergonzarme aun si proviniera de un sitio como ésos en donde los hombres se fingen ciegos para sacar después las navajas y ensartarlas en el cuello de sus verdugos. No tendría por qué mentir sobre la desolación bajo un horizonte donde el aire es tela púrpura viviente y el color muda, hipnótico, hasta que ya no quieres, ni debes, mirar más.
Huimos, pues, y estamos varadas y el barco es una aldea obligándonos a una intimidad con rostros que nunca volveremos a ver. El rumor que en la mañana es dulce se convierte por la noche en algo muy distinto, un coro rebosante de risas y silencios nada decorosos. De ese viaje surge el olor picante del curry que se mezcla con la brisa marina, la brea y el sudor agrio de las gentes. Nos sentamos y nos levantamos estirándonos para que nuestros huesos truenen y descansen.
Layal tiene, en ese momento, 20 años, y yo ocho. Sé, a partir de ahí, cuál es la diferencia entre comprender el significado de la vida y simplemente contemplarla como lo hace quien sólo desea un jardín para ser la niña feliz que nunca pudo. No es un mar feo. Y ella contesta: Tonta, los lugares por sí mismos existen para poder arruinarlos… ¿O ves? ¿Hay mujeres con vestidos hermosos, huele a flores? Es como si escupiera, parece que encuentra gracioso repetir frases que seguramente escuchó… porque ella no es así. Es sólo una chica que tiene miedo y habla por hablar. Olvídalo, concluye, me jala el cabello, toma mi mano y la aprieta con la suya.
Es un buque grande, estamos en la orilla y nos dejamos envolver por la bruma salada y el resplandor tóxico. Allá está, explica Layal, señalando una línea tenue absorbida por el cielo. Todos deseamos estar siempre en otro lado, y no donde pisamos, dice. Yo no, le respondo furiosa. Yo sí, agrega, con esa expresión perturbada que me desconcierta. Así es ella, diría que en su mirada hay expectación pero, según yo, sólo hay arrebato, primero arrebato y luego hastío, un hastío antiguo clavado en sus ojos.
Se acerca un hombre, pregunta: ¿A quién van a ver allá? Y mi hermana
le dice que estamos solas, que estamos al acecho. En ese instante no entiendo a qué se refiere pero después sí, eso ocurrirá apenas bajemos. Es un joven que lleva el cabello largo con patillas, y cuando ríe enseña un diente de oro. Se ponen a conversar mientras yo me recuesto. Desde ahí los miro, con el azoro infantil de quien ve un eclipse.
Ella se llama Rinha, la escucho decirle al extraño, pero a mí su perfil a contraluz me hace pensar que no se trata de mi hermana sino de una princesa salida de Las mil y una noches, una hechicera danzando sin expectativas bajo el violeta intenso de Beirut. Layal siempre menciona Beirut, y cuando le he preguntado aclara: No conozco Beirut, porque pobres somos, pero a nuestra imaginación le basta y sobra para hacerla aparecer si así lo quieres. Beirut es una pandereta con moneditas de latón, el vuelo de una falda celeste, una hogaza dorada, el sendero de flores lilas por donde caminan dos ignorantes que exotizan lo que desconocen: agrégale un elefante arrojado desde las alturas por las manos de Dios, dice Layal, también una fuente, un hilillo de cristal, la muchedumbre en el mercado, donde hay de todo, hasta redactores de cartas que nunca envían los sobres a su destino.
Layal susurra palabras secas y certeras y da la impresión de que, con el sol cayendo brutal sobre nuestros hombros, vamos a desvanecernos. Hay un momento en que el muchacho le dice: Tienes la cara de buena persona en quien uno no debe fiarse. Y en ese momento el chico me cae bien, yo sé lo que es estar atada a una mujer hermosa y agresiva, lo que es abochornarse por el lazo que nos une. Se nota que no han tenido una vida fácil, murmura. Y quién de los de aquí, reclama Layal, con la boca hinchada por el calor, llagas en vez de labios.
Él se llama… No recuerdo cómo, pero su solo nombre me hace soñar con un circo en medio del desierto, un mago con capa dando latigazos al aire para soltar pájaros que se electrocutan y desaparecen. Somos igual de pobres, aunque él tiene un gran concepto de sí mismo. Dice que le atraen las fábricas y las vitrinas y las luces de los negocios en una ciudad que en nuestra mente nunca para. De eso hablamos cuando el sol se hunde y todos los pasajeros nos quedamos mudos, un silencio duro como el agua dura por donde flotamos, la tarde se disipa, se asoma poco a poco la oscuridad y, al final, la Luna.
Nos sorprende el amanecer con los berridos de un niño. Berridos que infunden temor en vez de alegría. Todos se asoman a la pequeña ventana queriendo ver. La mujer rolliza y pelirroja, de aspecto triste; el crío prendido a los brazos de la madre: alguien que nace en medio del mar. Un momento radiante, ése, hasta los sonidos brillan. Pero uno más, al fin y al cabo. Permanecer a bordo da la sensación de que las cosas que allí ocurran no estarán completas hasta bajar a tierra. Yo no. Yo creo al principio que sería imposible vivir en un trayecto sin final, pero después abro y cierro los ojos dejándome dormir por el clamor del barco y las olas, el rumor de la vida dentro, donde apenas nace un niño y todo se reanima. Una casa flotando donde podríamos ser felices, una casa que no podría ahogarse nunca. Es en tal hostilidad itinerante, sin raíz, donde me siento segura, no en el pasado que dejamos, ese sitio del odio y la desgracia, ni en el futuro del que hablamos Layal, el joven y yo, porque estamos todavía muy lejos del futuro.
También hay una anciana en un rincón. Sucede en el segundo y último día. Una anciana que da la impresión de haber estado ahí desde hace siglos, o no, tal vez sólo desde que era niña, igual a mí. Una mocosa malcriada viendo crecer la angustia, primero con coraje y luego con serenidad, apretando los dientes, dejándose atrapar por la melancolía.
La mujer mira el mar, sin mirarlo; me ve, sin verme. Sin pupilas, sus ojos grises, translúcidos, llenos de lejanía, de quien no espera ya más nada. Toma, dice, extendiéndome una libreta, así porque sí, sin antes. Me doy cuenta de que es la primera vez que hablo con una desconocida. La pasta es de color azafrán, dentro están las hojas blancas. No la ensuciaré, permanecerá limpia como un signo indescifrable; nada anotaré en ella, salvo la fecha: día 14, junio de 1949.
Afuera el tiempo va a pasar, vendrá la nueva vida, la promesa sucia del amor que jamás asoma, el escombro, los años cuidando a mi hermana, años desgastados que deben esconderse como algo indigno, pero no las páginas blancas indicándome minuto a minuto que era posible trazar la vida con otro dibujo, que nunca sería demasiado tarde. Eso no lo sé aún, porque vamos en camino. No es un camino largo, sino un día entero con su noche, un amanecer tatuado por los chillidos infames de la criatura, y una mañana que transcurre lánguida pues va haciendo aparecer poco a poco la importancia de esa ciudad que desconocemos, una importancia que se desvanece mientras la ciudad se aleja y se acerca, se aleja y se acerca, se aleja y se acerca.
El muchacho y Layal han dormido juntos, eso no me lo dicen, yo los veo escurrirse hacia algún cuarto más oscuro que la noche. Siento rencor. La odio por primera vez, por primera vez porque soy consciente del odio. No lloro ni me quejo, permanezco en cuclillas, cerca de la cocina de donde sale el fuerte olor, un olor que se esparce por la cubierta como una orden, con una voluntad imperiosa cuyo significado para mí es inescrutable.
Vuelvo a la anciana. El recuerdo no es cordura. Abres la puerta y la luz modifica la anarquía anterior de las cosas. Me da la libreta y me quedo a su lado, las dos sin hablar hasta que su voz débil, como si fuera un fantasma, interrumpe el murmullo. ¿Te gusta la naturaleza? No, le respondo y se pone a contar una historia que yo no pedí pero escucho pues no hay manera de taparse los oídos. Algo que tiene que ver con una chica que va a la tienda y es raptada por un hombre, el hombre la mata y la tira en una zanja, el cuerpo se pudre, crecen flores donde yace el cadáver, de las flores nacen semillas, una abeja chupa las flores para hacer miel, la familia de la chica compra miel en la tienda adonde ella nunca llegó. Luego me da un lápiz, como si nada, y pongo en la libreta: día 14, junio de 1949.
¡Rinha! Escucho mi nombre, es mi hermana. Minutos después descendemos y nos desperdigamos cual hormigas hacia todos los rincones posibles. Nunca voy a olvidarlo, me digo. El llanto del recién nacido al amanecer, el relato silvestre que me dejó temblando y me impidió dormir varias noches, la soledad de una mujer que me entrega un cuaderno pero en realidad no me entregó un cuaderno, pues ve suspendida su infancia a través de mí y desea reparar algo —nunca sabré qué— al otorgarme ese montón de hojas contenidas por una pasta del color del azafrán, hojas en las que caerá después la maldición de la duda.
Ahora Layal y yo somos igual de viejas. Layal más que yo. Permanecemos en la ciudad que nos cobijó aquel 14 de junio y lo ha hecho durante 50 años. Cincuenta años no son nada, sólo un correr las cortinas para mirar cómo el mundo va de mal en peor siempre, de mal en mejor, que es como decir que sigue en el mismo punto, igual a un barco donde los pasajeros soñamos guerras y florecimientos, viendo pasar la vida como si existir fuera un fiesta, una fiesta inmóvil, melancólica y también un velorio, una isla convertida en hoguera bajo el cielo benigno y astral, Beirut, Las mil y una noches.
Nuestra casa es muy oscura, la herrumbre se extiende al punto de hacernos sentir que acabamos de pasar por una catástrofe y los restos son vestigio calcinado. Afuera se erigen los rascacielos feísimos de Mumbay, el trazo de los carteles de Bollywood, la misma muchedumbre indiferenciada, el polvo y el humo, bloques de cemento, chabolas y chamizos. La pobreza y su oscura amenaza, un paradero fotogénico e imposible, inútil pero hermoso, una modernidad que exhibe su pudor y su delirio, sin tragedia personal.
Sin hijos, sin maridos, así nos mantuvimos mi hermana y yo, sobreponiéndonos al deseo de arrancarnos la una de la otra, hasta que su enfermedad se interpuso para cumplirse igual que una condena.
Una espiral que va hacia abajo, hacia la nada. No supimos en qué momento comenzó aquello, cómo su interior fue despedazándose. Los trastornos nerviosos, las alucinaciones, la embriaguez, los periodos agresivos. El foco parpadeante, la nube de moscas alrededor del foco, el
cortocircuito, la penumbra. La bella Layal de ojos brillando como el petróleo crudo. La salvaje que condujo con lasciva frialdad al joven de patillas y diente de oro en el barco, mientras dejó que su hermana se acurrucara para salvarse del miedo. La que venía cargada de brío y fue dejándose vencer porque la tierra, igual a un viaje por mar, dejó a la luz su desamparo.
No tienes idea de lo débil que soy, dijo un día. Nada imaginé, pero ya se perdía en las tinieblas ínfimas e insignificantes, donde sus ojos pronto se habituaron a una realidad alterna.
Aquella tarde la encontré metiendo ropa en la valija, la valija en la cama. ¿Qué haces? Nada. Miré y sonreí, preparé la cena. Sólo cuando dejé de moverme me apenó la quietud. Parecía que el calor se había mudado al cuarto. Layal frente a la valija, doblando la ropa aún, sacándola y metiéndola con una concentración maniática. Observé en silencio la escena misteriosa, no supe en qué consistía ese misterio, hasta que el misterio asomó su horror. Supongo que así pasa un iceberg en medio de la noche, una nube luminosa amenazando con abrirse en el desierto, un vestido de fuego ondeando en plena calle. Volvimos a las tareas cotidianas pero el peligro ya latía. Layal divagante y elástica, ligera y dichosa, el instante chocando dentro de los muros de su cabeza, transportándola de golpe a una calle apacible, confundiéndola en la sencilla y antigua delicia de caminar dentro de sí como si fuera la Beirut que tanto anhelaba conocer, abandonando la realidad que tal vez le parecía monótona, una estela de sueños a su paso.
Una loca de sí misma, a eso se redujo ella. La ruina nunca es completa. Su salud mental se deterioró con la calma con que se posa la devastación sobre el entorno. Inexplicable, pero vi a mi hermana acomodando su ropa, con el mismo azoro infantil con que la vi aquel mediodía en el barco: irradiaba luz y calor pues, cuando a la gente le suceden cosas incomprensibles, irradia una luz semejante a una fotografía, una fotografía eclipsada dentro del cuerpo, pero uno no está, uno sólo posee ese fragmento de lo que ya ocurrió y lo único que podemos hacer es estirar la mano para recoger lo que queda.
Al principio nada entendí, al principio escupí a Dios por mi mala suerte; al principio dudé sobre quién estaba siendo castigada. Su voz se hizo más aguda, un pájaro rayando con su pico filoso el sosiego del paisaje. Los paisajes sólo existen para poder destruirlos. Un paisaje no es bonito, un paisaje está rodeado de soledad. Eso lo había dicho ella. ¿Cómo iba a ser capaz entonces de distinguir qué era real y qué no, si siempre trajo todo el mundo metido en la frente? ¿Cómo fue que la belleza la quemó desde dentro hasta que el resto, incluida su propia mirada, se incendió también? ¿Cómo podía odiarla por ser débil? ¿No era la grandeza trágica de su locura más fuerte que yo? Nunca perdió la ingenuidad, quizá sólo eso. Nunca tuvo miedo de subir, porque no lo tenía de caer.
En mis pesadillas, nos bañamos bajo el alero del lugar siniestro donde crecimos. Pero la casa se convierte en una alfombra desprendiéndose de la tierra y entonces, cuando ya estamos muy arriba, caemos, las dos convertidas en elefantes. Beirut, dice, y eso es todo.
El amor es un silencio mineral que se acumula hasta tener la fuerza de un grito. No puedo abandonarla, somos todo lo que tenemos, no voy a abandonarla, he de cuidarla hasta el fin. Bañarla a pesar del temor infundido por sus ojos extraviados. Oírla decir que un hombre la espera en el muelle. Detenerla cuando en mi descuido gira el picaporte y sale a la calle a exhibir su vergüenza, fastuosa en su candor, una loca inocente, al fin y al cabo. Qué de malo tendría ir juntas, enloqueciendo de ambiciones que se alejan y del miedo que se arraiga, como echa raíces un barco en el éxodo.
A veces la saco a pasear como si fuera un perro. El amor es una esclavitud. Ella sigue siendo 12 años mayor pero no puedo mentirme, estoy igual de acabada, su cara es un espejo en donde estoy enterrada viva.
Ayer, de regreso, el fuerte olor de curry me trajo el recuerdo de la anciana del barco, cuando yo era niña y no sabía que la soledad de los niños anticipa la de los viejos.
A veces nos detenemos frente al mar para ver cómo algunos recuerdos flotan y algunos se hunden. Para ver cómo el mar sin la luz del faro se hace más grande y nosotras más pequeñas. La bulla de la ciudad indica que todo está en su sitio. Yo me entretengo imaginando que el joven del diente de oro hoy es un jubilado exhausto que se quita los lentes, deja un libro sobre el buró, apaga la lamparilla para irse a dormir. Que el recién nacido de aquella madrugada se convirtió en barbero, tuvo hijos y ahora nietos, niños que no saben por qué la playa les provoca un letargo nostálgico y gozoso. Que la muchacha de la otra vez, la que hablaba un idioma extranjero y se acercó para preguntarnos algo y nos veía como si le pareciéramos conocidas, no tiene idea absoluta de su demencia… Porque el hecho más brutal para mí resulta triste, pero no una desgracia para los que nos dedican un minuto en el camino. No: para ellos no es inconcebible. Así que, donde Layal manotea y dice incoherencias, Vámonos, Rinha, hay un hombre esperándome en casa (No, hermana, sólo nos espera el infierno); ojalá Dios te mande un buen marido, Rinha, pero eres tan terca… Donde se oye esto, digo yo, donde revolotea una anciana maquillada en exceso y otra tratando de no extraviarse, las dos sembrando el caos, para la muchacha hay sólo dos mujeres solitarias que avanzan en medio de la vastedad y atraviesan el tiempo, como si un minuto las esculpiera en medio de la niebla, y el oleaje las hiciera desaparecer, o las arrojara otra vez al mar, de donde llegaron. Una historia que es la nuestra pero preferimos contar como si ocurriera muy lejos, en otro mundo, en otra orilla, en otro sitio salvado y tantas veces perdido que ya no nos importa.