Pensamos que sería buena idea tomar unas vacaciones en la Patagonia, supusimos que podíamos dejar el plan abierto y flexible ya que las cosas siempre dan giros inesperados y en eso radica la diversión. Imaginamos que tan sólo debíamos tener buena disposición y el viaje estaría lleno de sorpresas. Bueno, más bien Lilia pensó todo eso y yo tan sólo asentí, como suelo hacer cuando no quiero meterme en líos con ella.
Comenzó a empacar una maleta con abrigos y trajes de baño, una sartén y calzoncillos. La interrumpí entonces. Lilia, le dije, en realidad no es tan buena idea ir porque tengo que ver el partido de Alemania. Pero si jugaron ayer, me respondió. Es que ése fue un partido de la Champions. Lo de hoy es eliminatoria para la Copa del Mundo. ¿Y entonces, la Patagonia? Podemos dejarlo para otra ocasión, le dije sonriendo, aunque en realidad pensaba que no tenía nada de gracioso ni tampoco quería considerarlo para otra ocasión. Pingüinos, lobos marinos, marmotas, quizás osos polares, dijo con desaliento. No, nada de eso, sólo zorros, zarzales, zancudos, zopilotes y otras especies que empiezan con zeta, respondí con seguridad.
Lilia me dijo que no podía esperar. El calentamiento global y la muerte de las ideologías, todo está pasando y pasa tan rápido que si no vamos ahora mismo ya no habrá nada más que visitar, argumentó. Yo le respondí que estaba exagerando y añadí que lo que no era una exageración era que la situación en esas regiones era inestable. El gobierno de Uruguay, por ejemplo, le dije, anunció que castigaría al pueblo, a todo el pueblo. Eso no tiene sentido, respondió indignada. Sí, a todo el pueblo, por alguna ofensa que los militares no estaban dispuestos a tolerar. Dijeron basta ya. Pero el gobierno de Uruguay ni siquiera es militar, me dijo ella. Eso es lo peor, el presidente civil no podía hacer nada al respecto, porque estaba deprimido. ¿Estaba deprimido por lo que querían hacer los militares?, preguntó con esa cara de angustia que pone siempre que no hay leche en el refrigerador. No, estaba deprimido, así nomás por deprimido, dije, ésas son cosas de la química del cerebro, continué. Ah, dijo, como cuando no me cree pero no tiene deseos de perder el tiempo discutiendo tonterías. Sí, entonces ordenaron paralizar las calles, nadie se movería, nadie iría a ningún lado, toda la ciudadanía uruguaya debía mantenerse de pie en la calle. Y es que no son tantos, dijo ella asintiendo. No, son poquitos, dije yo. Y nadie sabía qué pasaría, pero había un rumor de que lloverían pelotas blancas, miles y miles de ellas. ¿Pelotas como de futbol?, preguntó. No, chiquitas, como de ping-pong pero duras y pesadas, como de futbolito. Nunca he jugado futbolito, dijo. Pero las has visto, contesté a quemarropa. No estoy segura. Pero tienes que estarlo, si no no vas a entender la historia, añadí un poco exasperado por su ignorancia de un dato tan elemental. Está bien, hazte de cuenta que sí sé cómo son, sigue, dijo poniendo los ojos en blanco. Si no me crees, olvídalo, dije. Sí te creo, dijo con los ojos perdidos en el fondo del cerebro. La cosa es que caerían las pelotas por millones y matarían a los uruguayos y eso sería un genocidio, porque aunque sean poquitos son todos los que hay.
Quedamos en silencio. Con cierta solemnidad. No era para menos. Mis palabras eran ominosas. ¿Quién quiere bromear o planear vacaciones ante el espectro de una masacre? Nadie, nadie puede ser tan desalmado. Pero el silencio no duró. Lilia arremetió: ¿Y qué tiene que ver Uruguay con la Patagonia? No se trata de eso, dije yo. Es el principio. ¿El principio de más matanzas o el principio como el fundamento de alguna teoría?, preguntó como la buena estudiante de filología que nunca fue, pero no sé si intrigada honestamente o sólo por el deseo de discutir.
Está bien, la realidad es que no puedo ir porque tengo muy malos recuerdos, señalé cabizbajo. ¿De la Patagonia?, preguntó. No, de la Copa América, que para el caso es lo mismo. ¿Qué fue lo que te pasó, te asaltaron, te secuestraron, le metieron siete goles a tu selección?, dijo un poco frenética. Te voy a contar, pero espero que no lo repitas por ahí. ¿A quién le voy a repetir qué? Mi jefe me envió a cubrir a las chicas de la Copa América. No confiaba en mí para opinar sobre futbol, mucho menos para analizar tácticas de juego. Ni siquiera quiso que narrara los partidos. Lo mío serían las frivolidades de las tribunas, las taradeces que decían algunas fanáticas. ¡Ya salió la misoginia!, dijo echando los brazos al aire como si fuera a cachar una canasta bien grande. Algunas fanáticas, sólo algunas, no todas decían taradeces, respondí. ¿Como cuántas?, preguntó llevándose las manos a la cintura. No tantas, pero eso no es lo importante. Lo que mi jefe quería era precisamente eso, que las entrevistara sobre sus polémicas desinformadas, que exhibiera la euforia explosiva de las jóvenes ebrias, que comentara sus comentarios racistas e insensibles. Y lo de siempre, que pusiera en cámara a las más sexys diciendo que si este jugador está bien guapo o que si aquel otro marca paquete, y todo eso. ¿Y tú te prestaste a eso?, dijo, pero más que pregunta era una afirmación. No exactamente. Mi jefe quiso animarme con la promesa de que las jóvenes entusiastas llevarían camisetas entalladas y shorts cortísimos. Y no puedo negar que la idea era tentadora, así que acepté. Como era de esperar, fue un trabajo denigrante, ridículo y ocioso, ni los shorts entallados ni las camisetas cortísimas le inyectaron la menor dignidad a mi labor.
Volvimos a quedar callados, ahora en duelo por mi masculinidad ofendida, por la falta de respeto de mi jefe hacia las mujeres, por la condición femenina en general y por la doble moral que dominaba en mi trabajo. Todo eso había quedado como un fardo pesado entre nosotros. Pero Lilia, creo que con un poco de mala leche, preguntó: ¿Y cuándo trabajaste tú en la televisión? Hablando de televisión, dije, tengo que ir a ver el partido de Alemania. Antes de que me pudiera alejar gritó: ¿Y eso qué tiene que ver con la Patagonia?