Nodos / Transfusiones (fragmento de novela) / Naief Yehya

Llegué a Bazunkuduk un poco después de las siete de la noche. El taxi oficial que abordé en el aeropuerto internacional Ishmail Aramarov era una vieja camioneta Lada destartalada que parecía pintada con una gruesa brocha de pocas cerdas. Las vestiduras estaban tan rajadas que pensé que el asiento me tragaría. El motor hacía más ruido que un motor de avión con las aspas flojas, como el que me había traído desde Moscú. Me recomendaron únicamente tomar taxi oficial ya que no eran pocos los forasteros que habían terminado secuestrados por bandas yihadistas o criminales que traficaban con órganos hacia el pujante mercado chino e indio. Yo consideraba que esas leyendas urbanas tan sólo reflejaban histeria y prejuicios, pero rechacé las ofertas de taxistas piratas en la sala de llegadas.

     A gritos, el chofer me preguntó, en un inglés bastante rudimentario pero comprensible, de dónde venía, por cuánto tiempo y qué venía a hacer. Me incomodó su candor, no podía estar contando mis motivos a cualquiera, finalmente no estaba ahí de vacaciones. Además, la ciudad tenía muy mala fama por el turismo sexual, y sabía que cualquier explicación sería malinterpretada. Preferí limitar mis respuestas al mínimo, y de ser posible a monosílabos. Me habló de la selección de futbol de su país y su reciente triunfo sobre el equipo nacional de Azmaratán. Lo felicité. Me dijo que este año tenían muy buenas posibilidades de calificar al Mundial. Estaba muy orgulloso. Nunca habían ido a un Mundial y eso estaba a punto de cambiar, insistió. Yo sabía que era imposible que llegaran a la Copa del Mundo, pero no se lo dije.
     Luego me propuso mostrarme la ciudad. Me aseguró que sería mucho más barato que tomar uno de esos guías de turistas oficiales. Al decir esto escupió con desprecio por la ventana. En cambio él sí me mostraría los secretos de la ciudad, los verdaderos secretos. Volteó la cabeza y me guiñó con una sonrisa casi obscena en la que pude contar que le faltaban más de seis dientes. Su rostro estaba ajado con arrugas tan profundas que parecía cubierto con pedazos de piel de desperdicio cosidos a mano. Pensé en un viejo balón de cuero. Sonreí, pero sé que mi expresión reflejó mi sorpresa, quizás hasta cierta repugnancia. Su voz sonaba vital, y al subir al taxi no lo pude ver de frente, por lo que lo imaginé mucho más joven, más completo. Su mirada volvió al camino. Pero su apariencia era irrelevante. De cualquier manera no me interesaba su propuesta de conocer la ciudad a su lado. El Instituto tenía un programa muy apretado de actividades para mi y muy poco tiempo libre.    
     Ya estaba muy oscuro y la iluminación era bastante mala. Casi no circulaban vehículos en la carretera. Había anuncios de Coca-Cola y comida chatarra como Kentucky Fried Chicken, Jack in the Box, Happy Cow Burger y Taco Bell, pero sobre todo había enormes fotos del presidente vitalicio Karim Orminorov, ésas sí muy bien iluminadas. En una, el Gran Líder aparecía dirigiendo a sus tropas montado en un caballo blanco, en otra leía el Corán con expresión adusta mientras una luz amarillísima lo iluminaba desde las alturas; en una más, portaba el uniforme de la selección nacional de futbol y metía un gol mientras cientos de niños, hombres y mujeres con ropas tradicionales saltaban de júbilo sobre la cancha alrededor de los jugadores del equipo derrotado, los cuales por supuesto llevaban el uniforme de la vieja Unión Soviética.
     —Es un hombre interesante, el presidente, ¿verdad? —pregunté.    
     El hombre miró alrededor nerviosamente y no respondió. Aceleró y comenzó a mascullar algo. No supe si olvidar mi pregunta o insistir. Quizás no me había escuchado o entendido. Así que repetí. Pero el conductor siguió ignorándome y conduciendo cada vez más rápido. De pronto se dio la vuelta y dijo:
     —En este país no hay sangre.
     —¿Cómo? —pregunté. Imaginé que se refería a que no había valor, agallas, temperamento—. ¿Se refiere a que no hay gente que se atreva a oponerse al presidente?
     —No, no —gritó dando manotazos con la mano derecha y casi pegándome en la cara.
     —¡Hey! ¿Qué le pasa?
     El hombre empujó una risa forzada. Luego me miró con desconfianza. ¿Lo habría insultado? ¿Habría pensado que yo era un espía del gobierno o que era un ingenuo que podía meterlo en un problema o que me estaba burlando de él? Es cierto que hablé con cierta displicencia e irresponsabilidad, estaba absorto en mis problemas y no traté de mirarlo a los ojos a través del espejo retrovisor como hacía él. Ya me habían mencionado que tuviera mucho cuidado con no ofender a los locales. Esto era en realidad un mal comienzo. Permaneció en silencio. Se arrancó el casquete religioso que llevaba y lo lanzó contra el asiento del copiloto donde había docenas de hojas de periódico, trapos, herramientas, un sándwich a medio comer y un despertador. ¿Cómo enmendar mi error si ni siquiera sabía qué había hecho? Quise pensar que su comportamiento se debía a otra cosa, a problemas familiares, a un disgusto con el despachador, a que no quería ir a la zona del centro donde estaba el hotel que me había designado el Instituto. Pero, aunque trataba de ignorarlo, sabía que el estruendo del motor ocultaba pobremente la inexplicable rabia del conductor.
     —¿Y hace mucho calor por aquí en estos días? -—pregunté.
     El conductor siguió ignorándome, como si se hubiera olvidado de mí. Me preocupé.
     —¿Éste es el camino al Hotel Mondrian?
     —Mondrian, Mondrian, yes, yes.
     Eso fue lo último que me dijo, gritando con un inocultable tono de enojo.
     Inmediatamente después chocamos de frente contra un camión que llevaba materiales de construcción.
     El taxi no tenía cinturones de seguridad. Salí disparado hacia adelante, afortunadamente di una extraña maroma y no pegué con la cabeza contra el parabrisas, sino con la espalda. No sé cómo se contorsionó mi cuerpo, pero rodé sobre el cofre, di contra la parrilla del camión y caí al suelo. Lo sentí todo, primero tuve mucho calor y luego mucho frío. No pude ponerme de pie y perdí el conocimiento. Gritos, una sirena y varias manos jaloneándome me regresaron a la realidad. Abrí los ojos y el sol brillaba intensamente. ¿Cómo podía ser de día? ¿Cuántas horas habían pasado desde el momento del choque? Me resistí a que me arrastraran. Grité en inglés:
     —No, no, déjenme. Puedo caminar        —pero al ver que no me hacían caso lo repetí en ruso tan fuerte como pude.
     Me soltaron sorprendidos. Quedé arrodillado a un lado del taxi. El olor a aceite quemado me asfixiaba. Desde donde estaba no podía ver cómo había quedado el chofer. Traté de ponerme de pie, pero no podía mover las piernas. Tenía las manos cubiertas de sangre, intenté limpiarme con la camisa, y entonces vi que había estado tirado en un charco enorme de sangre y mi ropa estaba empapada. Me desplomé y me volví a desmayar.
     Abrí los ojos dos días más tarde, cuando una enfermera me despertó a bofetadas para decirme que no había sangre disponible para hacerme una transfusión.
     —You go back to your country now
     —me sugirió en inglés, pronunciando con extremo cuidado—: Or you die.
     —En este país no hay sangre —dije, repitiendo las palabras del taxista no sé en qué idioma, estaba alucinando.
     Intentó explicar que mis probabilidades de supervivencia, aun con una transfusión, eran muy pocas, pero mis oídos zumbaban y tenía la visión nublada. Antes de quedar inconsciente nuevamente mencioné al Instituto. Creí estar muriendo.
No fue así, algún tiempo después desperté. Me sentía mucho mejor, podía ver y el peso sobre mi pecho había disminuido. Me dolían la espalda, el brazo y la cadera, pero era soportable. Ese día incluso comí por primera vez desde el accidente. Cuando regresó la enfermera le pregunté por el conductor del taxi. Ella me miró y en silencio señaló a la bolsa de sangre que aún colgaba sobre mi cama.
     —Ahí está.
     —¿Él fue el donador? Tengo que agradecerle.
     —No hay nada qué agradecer ni nadie a quien agradecerle.
     —¿Cómo?
     La enfermera dibujó una línea horizontal sobre su cuello con el dedo, sacó la lengua y dobló la cabeza.
     —¿Está muerto? Le gustaba mucho el futbol. Tenía esperanzas de que la selección nacional llegara al Mundial.
     —Nuestra selección nunca llegará al Mundial —dijo, contundente.
     —¿Podré encontrar a sus familiares?
     Levantó los hombros, puso los ojos en blanco y se dio la vuelta. En ese momento decidí que dedicaría el resto de mi estancia a buscar a la familia del hombre que me había salvado la vida. Al demonio con mis compromisos y con el Instituto.  

Comparte este texto: