100 años de Natalia Ginzburg
Vivía con mi padre, mi madre y mi hermano en una pequeña pensión del centro. Llevábamos una vida dura y nunca sabíamos cómo íbamos a pagar la renta. Mi padre era un profesor jubilado y mi madre impartía clases de piano. Había que ayudar con algo a mi hermana, que estaba casada con un representante de comercio, tenía tres hijos y no les alcanzaba para vivir; y también había que sostener a mi hermano en sus estudios, ya que mi padre creía que algún día se convertiría en un gran hombre. Yo asistía a la escuela normal y en mis horas libres les impartía clases de regularización a los niños de la portera. La portera tenía parientes que vivían en el campo y nos pagaba con castañas, miel y patatas.
Mi hermano estudiaba medicina y por eso siempre se necesitaba dinero, ora para el microscopio, ora para los libros o para pagar las colegiaturas. Mi padre creía que algún día se convertiría en un gran hombre. Acaso no existía una razón para creerlo, pero mi padre así lo creía. Había comenzado a pensarlo desde que Valentino era pequeño y quizá ahora le resultaba difícil dejar de hacerlo. Mi padre se la pasaba todo el día en la cocina y desvariaba a solas: se imaginaba a Valentino ya convertido en un famoso médico y asistiendo a congresos en las grandes capitales de Europa, descubriendo nuevas medicinas y enfermedades. Pero parecía que Valentino no tenía el más mínimo interés en convertirse algún día en un gran hombre. En la casa, por lo regular, se la pasaba jugando con un gatito y construyendo juguetes para los niños de la portera, con un poco de aserrín y algunos retazos de tela, les daba forma a perros, gatos y hasta diablitos, con grandes cabezas y largos cuerpos llenos de protuberancias. O bien se vestía por completo de esquiador. No iba a esquiar mucho porque era perezoso y le daba frío, pero le había pedido a mi madre que le cosiera un traje de esquiador todo negro con un gran pasamontañas de lana blanca. Se veía muy guapo vestido así y se paseaba frente al espejo, primero con una bufanda echada sobre el cuello y luego sin ella; y luego se asomaba al balcón para que lo vieran los niños de la portera.
Muchas veces se había comprometido y otras tantas daba por terminada la relación; y mi madre se ponía a limpiar el pequeño comedor y se vestía de acuerdo a la ocasión. Ya había sucedido muchas veces, de manera que cuando nos dijo que se casaba dentro de un mes no le creímos y mi madre se puso a limpiar con mucho trabajo el pequeño comedor y se puso su vestido de seda gris que era el de los exámenes de sus alumnas en el conservatorio y el de las prometidas.
Así que esperábamos a una de sus acostumbradas muchachitas a las que les juraba que se casaría con ellas y dejaba plantadas al cabo de quince días; parecía que ya habíamos entendido el tipo de muchachas que le gustaban: muchachitas de boina que todavía asistían al instituto.
Por lo regular se sentían muy intimidadas y esto nos abrumaba un poco porque sabíamos que luego las iba a dejar plantadas y también porque se parecían mucho a las alumnas de piano de mi madre.
Entonces, cuando él llegó con su nueva prometida, nos quedamos tan sorprendidos que se nos fue el aliento y no alcanzamos a decir ni una palabra. Porque esta nueva prometida era algo que jamás hubiéramos podido imaginar. Llevaba una larga estola de marta, unos zapatos planos de suela de goma y era pequeña y gorda. Usaba gafas con armazón de carey y detrás de las gafas nos miraba con ojos severos y redondos. Su nariz estaba algo sudada y tenía bigotes. En la cabeza llevaba un sombrero negro todo aplastado de un lado. En la parte que le dejaba al descubierto el sombrero se alcanzaba a ver un cabello negro estriado de gris, ondulado con pinzas y enmarañado. Por lo menos debía tener diez años más que Valentino.
Valentino hablaba y hablaba porque nosotros seguíamos sin decir una palabra. Valentino decía cien cosas a la vez, sobre el gato, sobre los niños de la portera y sobre el microscopio. Imperiosamente, quería llevar a su prometida a su habitación para que ella viera el microscopio, pero mi madre se opuso porque la habitación todavía no estaba arreglada. Su prometida dijo que no importaba, que además ella ya había visto muchos microscopios. Entonces Valentino fue a buscar al gato y se lo llevó. Le había colgado una cinta en el cuello y un cascabel para que le causara buena impresión. Pero el gato estaba muy asustado por el cascabel y se trepó por la cortina y desde allí nos miraba y gruñía con el pelo erizado y los ojos feroces y mi madre se puso a gimotear ante el temor de que acabara desgarrándole la cortina.
Su prometida encendió un cigarro y comenzó a hablar. Hablaba con la voz de quien está habituado a dar órdenes; y con cada cosa que nos decía parecía que nos estuviese dando una orden. Dijo que quería a Valentino y que tenía confianza en él; confiaba en que dejaría de jugar con el gato y de construir juguetes. Y dijo que ella tenía muchísimo dinero y podrían casarse sin esperar a que Valentino empezara a ganar dinero. Estaba sola y libre porque sus padres ya habían fallecido y no necesitaba rendirle cuentas a nadie de lo que hacía.
De repente, mi madre se puso a llorar. Fue un momento algo vergonzoso y no sabíamos qué hacer, porque en ese llanto de mi madre no había ninguna especie de conmoción, sino únicamente lamento y sobresalto, yo lo sentía y creo que los demás también. Mi padre le daba unos golpecitos sobre la rodilla y hacía unos pequeños chasquidos con la lengua, como se acostumbra hacer para consolar a un niño. De repente, a su prometida se le puso muy roja la cara y se fue a sentar al lado de mi madre. Sus ojos resplandecían inquietos e imperiosos y entonces entendí que se casaría con Valentino a cualquier costo. «Ésta es mi mamá llorando», dijo Valentino, «mi mamá siempre anda con las lágrimas en el bolsillo». «Sí», dijo mi madre, y se limpió las lágrimas, se alisó el cabello y se enderezó. «Me he sentido un poco débil en estos días y frecuentemente siento ganas de llorar. La noticia me cogió un poco de sorpresa, pero Valentino siempre ha hecho lo que ha querido». Mi madre había sido educada en un colegio de señoritas, estaba muy bien educada y tenía un gran control de sí misma.
Entonces la prometida explicó que ese día ella y Valentino irían a comprar los muebles para el salón.
Era lo único que tenían que comprar, porque ya tenían todo lo necesario en su casa. Y Valentino le dibujó a mi madre la planta de la casa, donde su prometida vivía desde la infancia y donde vivirían juntos: una villa de tres niveles, con jardín, situada en un barrio lleno de jardines y chalets.
Cuando se marcharon, nos quedamos callados, mirándonos por un momento, luego mi madre me dijo que fuese a buscar a mi hermana y yo fui.
Mi hermana vivía en el último piso de una casa situada en la periferia. Todo el día se la pasaba escribiendo a máquina las direcciones que una empresa le daba en un sobre de cuando en cuando. Siempre tenía dolor de muelas y traía puesta una bufanda alrededor de la boca. Le dije que mamá quería hablar con ella; preguntó sobre qué asunto, pero no se lo dije. Estaba muy intrigada y se cargó a su niño más pequeño y se vino conmigo.
Mi hermana nunca había creído que Valentino algún día se convertiría en un gran hombre. No lo soportaba y ponía una cara de animadversión cada vez que hablaba sobre este asunto; y de inmediato se le venía a la mente todo el dinero que mi padre gastaba para ponerlo a estudiar, mientras ella tenía que escribir direcciones. Así que mi madre le escondía el traje de esquiador, y cuando mi hermana venía a nuestra casa había que correr a la recámara de Valentino y verificar que no estuviese a la vista ese traje u otras cosas nuevas de las que se había hecho.
Ahora era difícil contarle a mi hermana lo que había sucedido. Que había una mujer con mucho dinero y con bigotes que quería pagarse el lujo de casarse con Valentino y que él estaba de acuerdo. Que había dejado atrás a todas las muchachitas de boina y que se paseaba por la ciudad con una señora con estola de piel de marta buscando muebles para su salón. Todavía tenía los cajones llenos de fotografías de muchachitas y de sus cartas. Y en su nueva vida con esa mujer con gafas de carey y bigotes encontraría la manera de largarse a escondidas de cuando en cuando para verse con las muchachitas de boina; y gastaría un poco de dinero en divertirlas. Un poco de dinero, no mucho, porque era fundamentalmente avaro para gastar en los demás el dinero que pensaba que le pertenecía.
Clara se quedó escuchando a mi padre y a mi madre y se encogió de hombros. Le dolía la muela y tenía que escribir direcciones, además tenía que ir a lavar y a remendar los calcetines de los niños. ¿Por qué la habíamos importunado y la habíamos hecho venir hasta nuestra casa, perdiendo toda la tarde? No quería saber nada de Valentino, qué hacía y con quién se iba a casar. Seguramente esa mujer era una loca, porque ninguna mujer con la cabeza en su lugar podría pensar seriamente en casarse con Valentino; o una puta que se ha encontrado a su tonto y probablemente la estola era falsa. Papá y mamá no sabían nada de pieles. Pero mi madre dijo que la estola era auténtica; y que aquélla era una señora respetable y que tenía los modales propios de una señora educada y no estaba loca. Solamente que era tan fea que asustaba. Y mi madre se cubrió la cara con las manos y nuevamente se puso a llorar al volver a pensar en lo fea que era. Mi padre dijo que la cuestión no residía allí; y quería decir dónde estaba la cuestión y estaba por comenzar todo un discurso pero mi madre no lo dejó terminar, porque mi madre nunca le dejaba terminar un discurso a mi padre y él se quedaba con las palabras estranguladas en la garganta y se agitaba y resoplaba.
Se escuchó un gran estruendo en el corredor y era Valentino que regresaba. Había encontrado al niño de Clara y le hacía fiestas. Lo levantaba en alto hasta el techo y luego lo volvía a poner en el piso, y nuevamente lo levantaba y hacía volar y el niño se reía fuerte. Y por un momento Clara parecía contenta con las carcajadas de su niño, pero de nuevo su cara volvía al rictus amargo y rencoroso que siempre tenía cuando Valentino se encontraba presente.
Valentino se puso a contar que habían elegido los muebles para el salón. Eran muebles imperio. Decía lo que les habían costado, decía unas cifras que nos parecían exorbitantes, se frotaba fuerte las manos y arrojaba esas cifras con alegría en nuestra pequeña estancia. Sacó un cigarrillo y lo encendió: tenía un encendedor de oro. Se lo había regalado Maddalena, su prometida.
No se había dado cuenta de que nosotros permanecíamos callados y a disgusto. Mi madre evitaba mirarlo. Mi hermana cargó a su niño y le ponía los guantes. Desde que vio el encendedor esbozó una sonrisa, se cubrió esa sonrisa con la bufanda, y se fue cargando a su niño. «Qué cerdo», dijo dentro de la bufanda, en el umbral de la puerta.
Había dicho esta palabra muy bajo, pero Valentino escuchó. Quería correr detrás de Clara que bajaba las escaleras para saber por qué había dicho cerdo, y mi madre a duras penas lo detuvo. «¿Por qué cerdo?», le preguntó Valentino a mi madre. «¿Me dice cerdo porque me voy a casar? ¿Porque me caso me dice cerdo? ¿Pero qué se cree esa fea cobarde?».
Mi madre se alisaba las arrugas del vestido, suspiraba y callaba; y mi padre se rellenaba la pipa con los dedos temblándole fuertemente. Luego, frotó un cerrillo contra la suela del zapato para encender la pipa, pero entonces Valentino se acercó con el encendedor. Mi padre miró un momento la mano de Valentino con el encendedor prendido y de golpe apartó de él esa mano, arrojó la pipa y abandonó la habitación. Luego, reapareció en la puerta, manoteando y resoplando como si estuviese por comenzar un discurso, pero, por el contrario, se marchó sin decir nada, dando un fuerte portazo.
Valentino se había quedado sin aliento. «¿Pero, por qué?», le preguntó a mi madre. «¿Por qué se ha enojado? ¿Qué tienen? ¿Qué he hecho?».
«Es una mujer tan fea que causa espanto», dijo en voz baja mi madre. «Es verdaderamente un horror, Valentino. Y como dice que es muy rica, la gente pensará que te casas por dinero. También nosotros lo pensamos, Valentino. Porque no podemos creer que te hayas enamorado, tú que siempre andabas detrás de las muchachas bonitas y ninguna te parecía nunca lo suficientemente guapa. Y estas cosas nunca han sucedido en nuestra casa; nunca, nadie de nosotros, ha hecho algo solamente por dinero».
Valentino entonces dijo que no había entendido nada. Su prometida no era fea, por lo menos él no la encontraba fea, y a fin de cuentas, ¿acaso no solamente le tenía que gustar a él? Tenía unos hermosos ojos negros y un porte distinguido; y además era muy inteligente, muy inteligente, con una gran cultura. Estaba cansado de todas esas muchachitas que no sabían hablar de nada; en cambio, con Maddalena él hablaba de libros y de un montón de cosas. No se casaba solamente por el dinero: no era un cerdo. Repentinamente se ofendió y fue a encerrarse en su habitación.
En los días que siguieron, se hizo el ofendido y el hombre que está por consumar un matrimonio impugnado por la familia. Estaba serio, digno, algo pálido y no nos hablaba. No nos enseñaba los regalos de su prometida, pero todos los días llegaba con uno nuevo: en la muñeca portaba un reloj de oro con cronómetro y con un extensible de piel blanca; y tenía una cartera de piel de cocodrilo y todos los días se ponía una corbata nueva.
Mi padre dijo que iría a hablar con la prometida de Valentino. Mi madre no quería que fuese: un poco porque mi padre estaba enfermo del corazón y no podía sufrir emociones fuertes, y otro poco porque no confiaba en lo absoluto en las cosas que él pudiera decir. Mi padre nunca decía nada sensato: quizá el fondo de su pensamiento era sensato, pero nunca llegaba a expresar el fondo de su pensamiento; se perdía en muchas palabras inútiles, digresiones y recuerdos de infancia y le daba largas al asunto y manoteaba. Así que en casa nunca llegaba a concluir un discurso porque no teníamos paciencia: y él siempre deploraba el tiempo en el que todavía iba a la escuela, porque allí podía hablar todo lo que quería y no había nadie que lo fastidiase.
Mi padre siempre había sido muy tímido con Valentino: nunca se había atrevido a reprocharle nada, ni siquiera cuando lo reprobaron en los exámenes; y nunca había dejado de creer que algún día se convertiría en un gran hombre. Ahora, en cambio, parecía que ya había dejado de creerlo: tenía un aire infeliz y parecía que de repente se había vuelto un anciano. Ya no quería estar solo en la cocina, decía que se sentía enloquecer en esa cocina sin aire y se metía a un café que estaba en los bajos de la casa a beber chinotto; o bien se iba hasta el río, miraba pescar y regresaba a casa resoplando y fantaseando.
Así que, mi madre, para que él tuviese paz, permitió que fuese a la casa de la prometida de Valentino. Mi padre se puso su mejor traje, también se puso su mejor sombrero y unos guantes. Yo y mi madre nos quedamos asomadas al balcón para mirarlo mientras se alejaba. Y mientras lo seguíamos con los ojos, sentimos un poco de esperanza de que las cosas pudieran arreglarse de la mejor manera: no sabíamos cómo, y ni siquiera sabíamos bien qué cosa esperar realmente, tampoco nos podíamos imaginar las cosas que podría decir mi padre, pero para nosotros fue una tarde serena, como hacía mucho no la teníamos. Mi padre regresó tarde a casa y parecía muy cansado; quiso irse de inmediato a la cama y mi madre le ayudó a desvestirse mientras lo interrogaba: pero parecía que, en esa ocasión, él no tenía ganas de hablar. Cuando se fue a la cama, con los ojos cerrados, con un rostro gris como las cenizas, dijo: «Es una buena mujer. Siento piedad por ella». Y un poco después, dijo: «Vi la villa. Una gran villa, de gran lujo. La gente como nosotros ni siquiera ha sentido de lejos el olor de un lujo así». Permaneció un momento en silencio, y luego dijo: «Total, yo me desplomaré dentro de poco».
Al final del mes se realizó el matrimonio; y mi padre le escribió a uno de sus hermanos para pedirle un préstamo, porque todos teníamos que ir vestidos decentemente y no hacer quedar mal a Valentino. Después de muchos años, mi madre se mandó confeccionar un sombrero: un sombrero alto y complicado, con un nudo de cinta y un velo. Y sacó su estola de piel de zorro a la que le faltaba un ojo; si acoplaba la cola contra el hocico no se notaba que faltaba el ojo. Mi madre ya había gastado mucho en el sombrero y ya no quería gastar ni una lira más en ese matrimonio. Yo estrené un vestido nuevo, de lanilla celeste, con aplicaciones de terciopelo: en el cuello también llevaba una pequeña estola de piel de zorro, muy pequeña, me la había regalado la tía Giuseppina cuando cumplí nueve años. El gasto más fuerte se hizo en el traje de Valentino: un traje de tela azul marino con una rayita blanca muy fina. Habían ido a escogerlo él y mi mamá, ya para ese entonces él había dejado de hacerse el ofendido y era feliz y decía que toda su vida había soñado con un traje azul marino con una rayita blanca muy fina.
Clara dijo que ella no asistiría al matrimonio, porque no quería verse inmiscuida en las porquerías de Valentino y porque no quería gastar dinero; y Valentino me dijo que le hiciera saber que se quedara en su casa, que estaba muy contento de no ver su feo hocico la mañana en la que se casaba. Y Clara dijo que el hocico quizá lo tenía peor la esposa de él, solamente la había visto en fotografía pero era más que suficiente. Pero esa mañana también apareció Clara en la iglesia, con su esposo y la niña más grande. También ellos se habían esmerado en vestirse adecuadamente y mi hermana se había ido a ondular el pelo.
Durante todo el tiempo que estuvimos en la iglesia mi madre me tuvo aferrada la mano y cada vez me apretaba más fuerte. Y en el momento en el que ellos se intercambiaban los anillos, agachó la cabeza y me dijo que le hacía mucho daño mirar. La novia iba vestida de negro con la misma estola larga; y nuestra portera, que había querido venir, quedó desilusionada porque esperaba flores de naranjo y el velo; luego nos dijo que no había sido una ceremonia bonita como había esperado, dado que en la calle corría la voz de que Valentino se había casado con una muy rica. Aparte de la portera y de la vendedora de periódicos de la esquina, no había nadie que nosotros conociéramos. La iglesia estaba llena de conocidos de Maddalena, señoras bien vestidas con estolas y joyas.
Luego nos dirigimos a la villa en donde se ofreció la recepción. Ahora que ya no estaban la portera y la vendedora de periódicos realmente nos sentíamos perdidos, mi madre y mi padre y yo y Clara y el esposo de Clara. Nos quedamos arrimados a la pared y Valentino vino un momento a decirnos que no estuviéramos todos juntos haciendo tribu; pero nosotros nos seguimos quedando juntos. Las habitaciones de la planta baja de la villa y el jardín estaban llenos con toda esa gente que había asistido a la iglesia, y entre ellos Valentino se movía muy campante y ellos le hablaban y él respondía; estaba muy feliz con su traje azul marino de rayas blancas delgaditas y tomaba a las señoras del brazo y las acompañaba al bufet. La villa realmente era de mucho lujo, como lo había dicho mi padre. Parecía un sueño que ahora Valentino viviese allí.
Luego los invitados se retiraron y Valentino y su esposa subieron al automóvil. Se iban a la costa por tres meses en viaje de bodas. Nosotros regresamos a la casa. La niña de Clara estaba muy emocionada por las cosas que había comido en el bufet y por todo lo que había visto; saltaba y no hacía más que hablar y contar que se había paseado por el jardín y que se había asustado con un perro y que luego también había estado en la cocina, con una gran cocinera toda vestida de celeste que molía café. Pero apenas llegamos a casa, nosotros comenzamos a pensar en ese préstamo que habíamos contraído con el hermano de mi padre; estábamos cansados y de mal humor y mi madre se dirigió a la habitación de Valentino y se sentó en la cama sin tender y lloró un rato. Pero luego se puso a reordenar cada cosa y puso en naftalina el colchón y cubrió los muebles con fundas y cerró las contraventanas.
Parecía que ya no había nada más que hacer sin Valentino, sin nada más que cepillar, planchar y desmanchar con gasolina. Hablábamos poco de él; yo me estaba preparando para los exámenes y mi madre iba con frecuencia a la casa de Clara, que tenía un niño enfermo. Y mi padre se paseaba por la ciudad porque ya no le gustaba quedarse solo en la cocina. Se reunía con algunos de sus antiguos colegas y con ellos intentaba hacer gala de esos largos discursos suyos, pero luego terminaba diciendo que total, él se derrumbaría dentro de poco y que no le disgustaba morir porque la vida no le había dado mucho. Algunas veces subía hasta nuestra casa la portera para traernos algo de fruta, a cambio de las clases de regularización que le había dado a sus hijos. Siempre preguntaba por Valentino y decía que habíamos sido muy afortunados de que Valentino se hubiera casado con una tan rica; así ella le pondría su consultorio cuando se hiciera médico y nosotros podíamos dormir tranquilos que Valentino estaba bien. Y si ella no era agraciada, mejor todavía, así por lo menos estarían seguros que ella no le pondría los cuernos. […]
Traducción del italiano de María Teresa Meneses
*Fragmento de la novela Valentino (Einaudi, 1957). Valentino es un guapo muchacho que estudia medicina. En el sueño de su padre se volverá primario; en los sueños de su madre se casará con una mujer espléndida. Solamente su hermana Caterina lo ve como es: perezoso y petimetre, destinado a casarse con una mujer fea y muy rica y encaminarse hacia el encuentro del fracaso. Y Caterina, excluida de la vida, espectadora en espera de que también a ella le toque una parte como protagonista, nos cuenta cada cosa con una catadura irónica y concreta. En esta novela corta encontramos ese arte de Natalia Ginzburg (1916-1991) de entretejer una narración discursiva y sencilla con hechos reveladores que llevan al descubierto la fuerza y la desesperación del vivir.