El hábitat de las hadas huele a una ronda de almizcle
y en plenilunio germinan las alas que las sostienen.
En la inocencia conjugan los haceres de sus días
y resguardan cautelosas los latidos de la tierra,
que veneran reverentes con dócil genuflexión.
Sus sueños hacen rondines sobre la espuma de sal,
sobre el incienso degustan el fruto de una canción
y cruzan límpidamente la clorofila inconclusa de aquel que las busca y llama
con ecos reminiscentes.
Tejen vestidos al aire, que él lleva en sus avatares,
y como es un caballero, plausibles brisas les brinda,
que las llevan cual carrozas peregrinas en un viaje
y con acordes sonoros tararean la melodía
que sólo atienden los viejos que dormitan por la tarde
en mecedoras que crujen; gustosas silban al aire.
En sus nítidas pestañas llevan riachuelos de dones,
que esparcen tímidamente sobre fugaces infantes
que hacen jirones el aire con certidumbre insolvente,
iracundos niegan trazos contrarios a sus verdades,
ante su actitud las hadas tan sólo se ruborizan
y temerosas se vuelcan hacia el alcalino ocaso.
Acicalan su cabello en el licor de la fe;
¡eternas ninfas deliran!, en el polen de la vida fermentan con frenesí,
extasiadas día tras día,
un rostro nuevo a la existencia,
y así… aniquilan por instantes nuestra cítrica ceguera recurrente.
Las hadas cohabitan almas para resguardar sus pasos,
para seguir el sendero de la luz que no se extingue;
liban ambrosía de orquídeas entre las manos templadas del beso que espera al
alba. Tu nombre musitan siempre
en tus sueños que resguardan.
Sobre las alas del viento nada se pierde, nada…