En la década del ochenta mi abuela trabajó como mucama en Buenos Aires. Cama adentro. Nos visitaba una vez al año, en las vacaciones de invierno, pues en el verano viajaba con sus patrones a Mar del Plata o Punta del Este. En esos veraneos salía muy temprano —la hora en que toda la familia dormía, el único momento que tenía sólo para ella— a caminar por la playa y juntaba caracoles. Bolsas llenas de caracoles de todos los tamaños y colores que después nos regalaba a sus nietos. Cuando volcábamos el contenido de las bolsas también caía una arena muy blanca y finita y algunos pedacitos secos de plantas marinas. Nos apoyaba los caracoles más grandes en la oreja y nos decía: Escuchen, ése es el sonido del mar. Y nosotros oíamos llenos de asombro ese ligero rugido. El mar.
En una de sus visitas dijo que iba a cocinarnos una receta que le había pasado una amiga suya, otra mucama del edificio, una paraguaya. Había traído todos los ingredientes y las instrucciones escritas con su letra grande y picuda, en una hoja de cuaderno. Cuando dijo que la comida se llamaba sopa paraguaya, mi entusiasmo se evaporó enseguida. Sopa. Aunque viniese acompañada del exótico adjetivo paraguaya, la sopa era sopa y a mí no me gustaba.
Sin embargo me gustaba mucho cocinar, andar entre los fuegos de la cocina, zampando la cuchara en la olla, probando sabores, agregando condimentos. Y me gustaba estar con mi abuela. Así que me puse un delantal y busqué mi sitio en la mesada. La abuela trajo una bolsa con una harina amarilla, sacamos leche y huevos de la heladera, queso fresco y de rallar, cebollas. Las cebollas las picó ella, pero lloramos las dos. Yo rallé un queso y al otro lo corté en daditos. Ella batió las claras a punto de nieve, sosteniendo con firmeza el bol con un brazo contra su pecho, como si cargara a un niño pequeño, y agitando el otro que agarraba el batidor de alambre. Fruncía el entrecejo, concentrada en su tarea. Después metió todo en un bol y mezcló hasta formar una crema espesa que volcó en un molde y puso al horno.
¿Una sopa al horno?, le pregunté. Ah, es que los paraguayos toman la sopa con cuchillo y tenedor, dijo, pícara, y las dos nos reímos.
La sopa paraguaya fue para mí, durante años, la comida más rica del mundo, aunque la abuela la hizo esa única vez. La receta escrita de su puño y letra todavía está entre los recetarios de mi madre, guardada allí como se guarda la carta de un antiguo amor.
El año pasado tuve que viajar a Posadas. Llegué a un agosto con temperaturas de treinta y cinco grados. Hice lo que tenía que hacer, pero me quedaba un día libre. Estuve a punto de encerrarme en el hotel, con el aire acondicionado al mango y la tele prendida. Pero entonces recordé que enfrente quedaba Encarnación, que para llegar a Paraguay sólo había que cruzar un puente sobre el río Paraná.
Tomé un colectivo lleno de gente: algunas cargando bagallos y otras con los bolsos vacíos, listos a ser llenados del otro lado de la frontera, en el gran mercado donde los nombres de primeras marcas de ropa, anteojos y electrodomésticos se reproducen bajo la sombra de la ilegalidad.
Pero sabía bien por qué estaba yendo a Encarnación. Dije que era agosto, y un año atrás había muerto mi abuela.
En el mercado tomé otro colectivo hasta la Plaza de las Armas. Caminé entre los árboles, observé las fuentes secas, otra apenas con un fondo de agua turbia donde nadaban unos peces. Seguí caminando por los alrededores hasta encontrar un bar donde vendían sopa paraguaya. Me senté a una mesa en la vereda. Al lado, en un carrito de hamburguesas, un grupo de chicos con uniforme de colegio comía sánguches y metía un barullo infernal.
Pero en ese momento sólo me importaba la porción de sopa paraguaya que humeaba en mi plato. Cerré los ojos y la olí y pensé en la abuela. Después probé un bocado y descubrí con felicidad que volvía a ser la comida más rica del mundo.
Los paraguayos toman la sopa con cuchillo y tenedor, murmuré como una plegaria, antes de dar cuenta del resto del plato.