a Jaqueline Zúñiga
El extravío de los sentidos provoca arte y pecado; del arte no se ocupa la religión salvo para utilizarlo como vehículo de propaganda o pretexto para ilustrar sus dogmas, de tal manera que lo sensual coincida con la otredad —tarea harto peligrosa, pues el arrebato del místico tiene vislumbres de orgasmo, como da cuenta el éxtasis volador de Santa Teresa de Ávila—; pero el afán de belleza sí que procura el pecado, si por pecar entendemos el asalto sin freno de lo salvaje en nosotros. Arte y desenfreno parecen, pues, hermanados en cuanto a teleología; pero no hay arte anárquico, pues todo en él es deliberado: incluso el action painting de Jackson Pollock es técnica al servicio de una suerte de escritura pictórica automática, como si el pintor fuera médium entre el lienzo y el cosmos de los fantasmas. La disciplina artística se nutre del pecado pero obedeciendo a formas, motivos, recursos y oficio.
¿Habrá entonces un quehacer estético donde impere lo sensorial por encima de la disciplina creativa? Propongo, no sin reservas, que sólo en la gastronomía —ese arte efímero mitad alquimia y mitad puesta en escena— y su derivado barroco, la gula —porque sí, la gula es una de las bellas artes—, pueden convertirse en arte sin concierto.
En todo banquete se dan los tiempos escénicos. Hay un introito que se acomete como los primeros pasos de toda seducción, con la presentación del menú, los aperitivos y el desfile acaso de los platos señeros. En el banquete medieval se daba esta parada con aires militares, y en ella marchaban las perdices aherrojadas en salsas, el lechón recién ejecutado, las viandas menores en su esplendor de marmitas, tazones, platos o peroles, como un ejército de sacrificados o reos exhibidos ante el pueblo enardecido luego de una victoria marcial. No en balde los grandes banquetes romanos iniciaron este carrusel de alimentos: ellos eran expertos en los desfiles triunfales donde el cónsul o general exitoso marchaba por delante de los cautivos y las fieras de lejanas y sumisas tierras.
A esta introducción siguen los mecanismos del teatro: aparecen en rigurosa etiqueta meseros, sommelier, senescales y galopinos, introduciendo a la mesa como tramoyistas eficientes los platillos y retirando las carcasas de los mismos: escenografía consumible, actores difusos que caen bajo el brillo de cuchillos, tenedores o la pérfida cuchara que en su perversa concavidad no corta ni separa sino bebe, como si tuviera una sed eterna. Se discurre con solemnidad o desparpajo, se acaricia el muslo del comensal o del ave a las brasas, acaso hay un murmullo de conversaciones entrecruzadas o el estrépito de la risa golosa de un Falstaff del mantel. Tanto da: los banquetes se viven en un mar cuyo oleaje sigue aumentando, su furia no amaina y, aunque el hambre pueda menguar, si el banquete es verdadero, el vértigo y el deleite del mismo no hacen más que espolear nuestros sentidos. Si fuera una ópera, el banquete gastronómico viviría en un aria in crescendo perenne; si estamos ante otra manifestación musical su símil estaría en el Bolero de Maurice Ravel, con ese vaivén circular, marítimo, siempre en expansión, como una galaxia que nace o una paella azafranada de infinitos granos de arroz que termina por rebozar los límites de la sartén.
Aunque también un verdadero banquete no empieza como gula: la gula dionisiaca, aquélla del emperador Heliogábalo, quien ordenó una lluvia de rosas tan atroz que en su copiosidad enterró vivos a varios convidados a su mesa, debe esperar su momento escénico para descender con gozosa furia sobre los asistentes. Es la gula tormenta que se advierte en el horizonte de la comida, desastre que va llegando con la saciedad. La satisfacción es el intento de la razón por meter la brida en la cabalgata de la comida. Un verdadero sibarita evita la saciedad como un marinero temerario: se sumerge en el temporal, hace caso omiso al clamoroso faro, al guardacostas de la prudencia, tensa la driza y levanta todo el velamen de su ánimo para seguir avante. Porque justo al final de todo banquete está el torbellino de la gula acechando.
Si se llega a este maelström de los sentidos, la gesta culinaria adquiere ya las estribaciones del mito, por lo tanto del verdadero arte: Gargantúa y Pantagruel no conocen ninguna disciplina más que salirse de madre, el destierro de toda inhibición, el abrazo del exceso. Su lengua es soez porque sólo el insulto más almibarado puede llevarnos a las alturas de la saciedad; las hazañas que se les atribuyen son escatológicas porque en su última cumbre toda gastronomía desciende a las entrañas del bajo vientre, ya perdida su lujuria sensorial se despeñan en la verdad última, humana, de que toda nuestra estética es al final mierda, ruina de ruinas, heredad destechada. Sólo en ese aire enrarecido de la alta montaña del pecador por gula descubrimos ese canto insurrecto que son las coplas del borracho, su danza equívoca, la caída de la gracia de su intelecto. Ahí, donde la lengua tropieza, los conceptos filosóficos devienen en albures y lo grotesco sienta sus reales entre nosotros, ahí es el reino de los Dipsodas, la comarca de los personajes de François Rabelais: la gula como una de las bellas artes.
Al final nos espera Dante, ese estricto padre de la poesía en cuyos asombrosos versos se asoman no pocos reproches; es decir: nos aguarda el tercer círculo del infierno, enloquecidos por el fragor de Cerbero, al lado de Ciacco, el cerdo humanoide que clama: «Por la dañina culpa de la gula estoy, como tú ves, bajo la lluvia abatido».
Aunque debo reconocer que prefiero al otro Ciacco, el que aparece en el Decamerón, un hombre «elocuente, afable, de buen sentimiento», un oficiante de la gula que, si no era invitado a una mesa, se las ingeniaba para llegar a ella «todo lleno de bellos y agradables dichos». Porque la saciedad también deja un regusto amargo; pero en su eterno presente de satisfacción, como el arte, nos permite olvidar nuestra incierta condición humana.
Acúsome pues, Padre Alighieri, de gustar más de Boccaccio que de usted.
De la gula ya me he acusado en demasía.