Benito Mussolini era un gobernante obeso. Inclusive requería cierta cantidad extra de grasa para acompañar sus enfáticos gestos. La manera en que se desplazaba por el estrado antes de pronunciar un discurso divulgaba su admiración por la ópera, su sabiduría frente a las cámaras. Los cientos de miles de simpatizantes que contemplaban su imprecisa figura en las concentraciones públicas tenían al menos la esperanza de recuperar su primer plano en los noticiosos oficiales. Mussolini era excesivo a nivel corporal, un poco la contrafigura de ese sensacional discípulo de Maquiavelo llamado Giulio Andreotti. Ambos marcan el cenit y el nadir de una experiencia política. Mussolini se exponía; Andreotti, siete veces primer ministro, vivía en el perpetuo encubrimiento. (En esa obra maestra que es el filme Il Divo, dirigido por Paolo Sorrentino y protagonizado por Toni Servillo, puede cotejarse la taquigrafía de sus medidos gestos).
Hay épocas que convocan la obesidad política. En ocasiones se trata de un líder, en otras, de una clase social. La obesidad política encarnada en una clase es menos vulnerable que la del caudillo; elude avatares personales.
Ciertos sistemas requieren del monolitismo, más que otros. En ese sentido, Mussolini era una anomalía. En ocasiones, es imprudente sobresalir. Nadie duda que Adolf Hitler era dueño y señor del pueblo alemán. Pero tuvo la astucia, quizás obligado por las fuerzas políticas y armadas que lo secundaban, de no emerger del entorno. Además, era vegetariano, no un omnisciente carnívoro como Mussolini. (Es iluminador dar jerarquía a los hábitos digestivos. Y un grave error ignorarlos).
El elenco estable de Hitler: su ministro de Propaganda, Joseph Goebbels; el comandante en jefe de la fuerza aérea, Hermann Göring; el jefe de la Gestapo, Heinrich Himmler, y otros miembros de su entourage parecen formar parte de un friso. Excepto por Göring, la obesidad, o la drogadicción, no predominaban en sus filas. En los meses finales del nazismo, la estructura del poder ofreció parcas señales de que el andamiaje se derrumbaba. Los cuerpos no habían sufrido teatrales alteraciones, aunque ya había avanzado el mal de Parkinson en Hitler. A los cincuenta y seis años, no sólo era un anciano; mostraba también claros síntomas de decrepitud. Pero la aventura nazi, pese al liderazgo del Führer, fue una aventura colectiva; y pareja la declinación. Ni siquiera las pantagruélicas dosis de morfina de Göring lograron convertirse en comadreo de las cancillerías o trascender los pasillos del poder.
Con Mussolini fue muy diferente. Pese a que estaba flanqueado por asesores, trascendía su entorno, emergía de manera inevitable. Sin importar la pléyade de sicofantes, siempre estaba solo. Su caída tiene la fascinación que nunca afectó a otras personalidades del bando aliado o del Eje. Fue la empresa personal de un hombre acostumbrado a todos los placeres, quien, súbitamente, de bufón se transfiguró en asceta. Su cuerpo reveló la mutación.
¿Habría sido Mussolini un líder diferente sin ese apetito? A veces, la voracidad es un síntoma. Al menos indica falta de previsión, la urgencia de atropellar. Basta analizar sus desventuras en África, la invasión a Etiopía, su ayuda a Francisco Franco durante la Guerra Civil española, la ocupación de Albania. Al principio, esas acciones fueron muestras de su irresistible poder. Luego, formaron parte de los clavos que ayudaron a sellar su ataúd. Esa necesidad de sobresalir contribuyó a que lo dejaran solo. En julio de 1943, el Gran Concejo Fascista se negó a seguir respaldando sus decisiones. Entre los «traidores» figuraba su yerno, el conde Galeazzo Ciano, a quien mandó a fusilar, causando una tragedia en el seno de su familia. (Winston Churchill, quien tenía particular inquina a su yerno, Duncan Sandys, casado con su hija Diana, señaló en cierta ocasión que el fusilamiento de Ciano había sido la única acción meritoria por parte de Mussolini).
De allí en más, la vida de Mussolini fue barranca abajo. El rey de Italia lo destituyó de su cargo y ordenó arrestarlo; fue liberado en un audaz operativo que llevó a cabo un capitán de las ss nazis, y se convirtió en jefe del gobierno fascista establecido en Salo, en el norte de Italia. Finalmente, partisanos italianos lo capturaron junto con su amante, Claretta Petacci, y lo ejecutaron. (Los frecuentes robos de su ataúd forman ya parte del folklore italiano).
La obesidad como pujanza de una nación
Si en el caso de Mussolini la obesidad marca una tragedia política, en otros casos puede revelar la manera en que despierta un imperio.
En Ragtime, una de las grandes novelas norteamericanas del siglo xx, Edgar Lawrence Doctorow muestra la consolidación imperial de Estados Unidos a través de algunas figuras paradigmáticas, como el mago Harry Houdini, el financista J.P. Morgan, el fabricante de automóviles Henry Ford o la dirigente anarquista Emma Goldman. (Hay también una desopilante escena en que el padre del psicoanálisis, Sigmund Freud, navega El Túnel del Amor, en Coney Island, acompañado de Carl Jung).
Pero en una escena de apenas una página, Doctorow inserta la figura del presidente William Howard Taft, para destacar de manera exclusiva su obesidad. Según el narrador, Taft llegó a la Casa Blanca «pesando 332 libras», 151 kilos. El nuevo presidente era apenas el representante de una nación de obesos. «Los hombres solían devorar rebanadas de pan, y comían prodigiosas cantidades de salchichas». El «augusto Pierpont Morgan solía consumir de manera rutinaria cenas de siete y ocho platos». Sus desayunos consistían en bisteces y chuletas de cerdo, huevos, panqueques, pescado hervido, panecillos y manteca, fruta fresca y crema. «La absorción de comida era el sacramento del éxito. Se suponía que un hombre que transportaba delante suyo un enorme estómago se hallaba en la flor de la vida».
El ingreso de Taft a la Casa Blanca «expresó la apoteosis de un estilo de hombre», dijo Doctorow. Luego, «la moda enfiló en dirección inversa, y sólo se autorizó a los pobres a ser robustos».
No vemos en nuestra época muchos regímenes donde la obesidad sea una marca de pujanza, o de éxito. Por alguna razón, consideramos que el gobernante obeso ostenta la obscenidad del poder.
En América Latina, sólo el chavismo ha mostrado figuras muy robustas en puestos claves, comenzando por su fallecido líder, Hugo Chávez Frías. Fotos de cuando era un oficial del ejército muestran a un hombre esbelto. Su obesidad llegó con el acceso a la presidencia. Otros —y otras— lo siguieron. Cuando la obesidad no es majestuosa suele ser prepotente. Hay una necesidad de imponerse al otro a través del sobrepeso. Son formas distintas de exhibir el monopolio de la fuerza a través del vasto consumo de calorías.
En ese sentido, alguien que escapó a ese destino fue Mussolini. Cuando la hambruna comenzó a afectar a los italianos en los meses finales de la Segunda Guerra Mundial, el líder decidió consumir las mismas raciones que sus compatriotas, y se convirtió en la sombra de sí mismo.
Con Mussolini siempre existe una duda: ¿dónde se acaba el histrionismo y comienza la desventura? En los meses finales de su vida, su lema fue: «Trabajé, hice intentos. Y sin embargo, sé muy bien que todo, en el fondo, es una farsa». ¿Comenzando con la gran comilona?