Eduardo Chirinos † In memoriam
Eduardo Chirinos (1960-2016) / Un diálogo entre el alfabeto y la vida / Ernesto Lumbreras
Primeros movimientos: después de las radicalidad de los grupos Hora cero y Kloaka, la siguiente generación de poetas peruanos se tomó las cosas con mejor perspectiva. En sus planes inmediatos no estaba «pasar a cuchillo» a ninguno de los santones, ya fueran César Vallejo o Martín Adán, Jorge Eduardo Eielson o Blanca Varela, Antonio Cisneros o Enrique Verástegui —este último, por cierto, uno de los ángeles exterminadores de la lírica del Perú. Tampoco, por supuesto, tuvieron la iniciativa de levantar múltiples altares para honrar y adorar el legado de esos y de otros inspirados. Eduardo Chirinos pertenece a esta promoción, conocida como la de los Ochentas dado que la mayoría de sus integrantes publicaron sus primeros libros durante este periodo. Algunos de ellos aparecieron en el volumen La última cena (1987), antología que intentó conciliar los discursos dinamiteros de Kloakacon escrituras más temperadas e íntimas. Una década para el Perú, por decir lo menos, terrible y contradictoria: la nación andina tuvo vida democrática en los mandatos de Fernando Belaúnde Terry y de Alan García, pero padeció el infierno terrorista por parte de los grupos Sendero Luminoso y del mrta.
En 1985 Chirinos obtiene el Grado de Bachiller con la tesis El «yo» como personaje ficcional autonombrado en la obra poética de Eielson; cuando le obsequié la primera edición de El cuerpo de Giulano,publicada por Joaquín Mortiz en 1971, toda gratitud, me confesó ese dato académico y su filiación eielsiana, especialmente en su primera etapa. Años antes, en 1980, había obtenido el Primer Premio en los Juegos Florales de la Universidad Católica, y en 1981 publicaría su opera prima, Cuadernos de Horacio Morell, a la que seguirían Crónica de un ocioso (1983) y Archivo de huellas digitales (1985). Con este último libro obtendría el prestigioso Premio Copé; gracias a los reflectores de tal reconocimiento su visibilidad atrajo la atención de los demás poetas de la tribu, tanto de las generaciones anteriores como, de manera especial, de su propia camada.
De Mi diario: (18 / 02 / 2016). Regreso a casa después de mi taller de poesía en el Fondo de Cultura Económica y mi mujer, temerosa de mi reacción, me da la noticia: murió Eduardo Chirinos. Nunca nos acostumbramos a la muerte, nuestra única certeza, nuestro verdadero bautismo con el enigma. La carta de la sorpresa que da sentido de incertidumbre al morir reside en el cuándo y en el dónde. El porqué siempre nos exigirá humildad y aceptación. Se trata de una carta comodín que administra con delectación maniática la dueña de nuestros días, la auténtica puta de Babilonia.
Sentimiento de rabia y enojo me provoca la partida de Eduardo. ¿Imaginé que aquella noche de diciembre del 2014, después de cenar en Los Otates de Guadalajara, en compañía de mi mujer, Silvia Eugenia Castillero y Verónica Grossi, sería la última vez que nos veíamos? Hombre bueno, con algo de franciscano, en un medio caníbal y narcisista. Tenía un sentido del humor, a veces bobo, característico del que echa a perder con sofisticada facilidad sus chistes; la cortesía de Chirinos era un lujo del espíritu, ampliada por su derramada generosidad. Un poeta de tono menor, antípoda de la estridencia verbal y de los malabares experimentales. Imposible parcelar, en su lírica, lo literario de lo vital; lo leído calificaba con todas sus letras como una experiencia de vida, incluso, como un proceso biológico. Sí, de un tono menor pero de gran hondura humana, sin imposturas y chantajes emocionales, en la línea de Eliseo Diego, Eugenio Montejo, Jorge Teillier o José Watanabe. Además de poeta de excepción, un ensayista de largo aliento y curiosidad ilimitada; después de los estudios de Guillermo Sucre, Juan Gustavo Cobo Borda y Eduardo Milán, los mapas críticos de la poesía en lengua española levantados por Eduardo Chirinos son dignos de confianza, es decir, ofrecen un territorio inmejorable para la discusión y el examen.
Voy y regreso: con la complicidad de los poetas Raúl Mendizábal (1956) y José Antonio Mazzotti (1961), también alumnos de la Católica, pusieron en marcha una revista y un sello editorial bajo el nombre de Trompa de Eustaquio; los primeros dos títulos de Eduardo Chirinos aparecieron en dicho catálogo, el primero de ellos, tal y como lo contará en su Anuario mínimo (1960-2010), pagado por la cartera de Eduardo Chirinos Quesada, padre del poeta. Este trío de bardos se autodenominó, con candor voluntario, como el grupo de los Tres tristes tigres; el curioso navegante de Google puede encontrar con facilidad la foto tomada por Paolo de Lima donde aparecen estos novísimos oficiantes órficos, galanes de barba sonriéndole al futuro. Con el solo nombre de sus libros iniciáticos, el de su juvenil empresa editora y el de su agrupación, los lectores de Chirinos podemos levantar algunas pesquisas y correspondencias en torno de su poética de aquel momento, como la que se gestaría en el devenir de los años con cada una de sus entregas.
Para empezar, notemos la reiteración semántica de «reunión» o «compilación» en las palabras cuaderno, crónica y archivo que aparecen en sus libros primeros. Esa enunciación tendrá en su obra por venir nuevas variantes: Sermónsobre la muerte (1986), Ellibro de los encuentros (1989),Canciones del herrero del arca (1989), Abecedariodel agua (2000), Breve historia de la música (2000), Escrito en Missoula (2003), Fragmentos para incendiar a la quimera (2014),Anuario mínimo (2014) y Medicinas para el quebrantamiento del halcón (2015). Incluso, el nombre de su última antología personal reitera tal postulado compilatorio: Catálogo de las naves (2012). En cada uno de sus títulos el poeta ha ordenado un conjunto de saberes, cantares y visiones que comparten afinidades esenciales entre sí. Más que compartir el concepto de libro, tan presente en Mallarmé como en Borges, la tentativa de Chirinos está más próxima a la idea de una serie tal y como la concibe un pintor o un grabador. En otras palabras, el poeta peruano no escribe, en estricto sentido compositivo, poemas, sino series de poemas. En el impulso primario de cada uno de los poemas se localiza ese lazo común, temático o formal, prosódico o anecdótico, cromático o retórico que agrupa y vectoriza a cada una de las piezas del conjunto. Bajo tal práctica, cada libro de Eduardo Chirinos presenta una individualidad de discurso que permite a su estilo o su voz de poeta —o en un arco más amplio, podríamos decir, a su visión de poeta— eludir toda posible repetición.
Desde su infancia Eduardo Chirinos tuvo complicaciones auditivas que se fueron agravando de manera drástica al nivel de usar un aparato en una de sus orejas. Las referencias, algunas no exentas de humor, a la trompa de Eustaquio conectan a la poesía con dos de sus elementos sustantivos: el oído y la respiración. Este pequeño conducto conecta las fosas nasales con el oído interno, regulando su presión. A través de estas fuentes anatómicas —lo que anticipan como símbolos, pero también como realidades sonoras—, me atrae escuchar la música íntima de muchos de los poemas de Chirinos. En tanto, la elección de ese trabalenguas escolar, Tres tristes tigres, para denominar a su colectivo lírico, delata una intención lúdica y musical, pero al mismo tiempo, en el concierto de una etapa de definiciones éticas y estéticas en el solar peruano, manifiesta también un desmarcaje antisolemne frente a tales radicalismos y despeñaderos ideológicos.
A finales de 1985 emprendió la fuga aprovechando una beca del Instituto de Cooperación Iberoamericana y se instaló en Madrid. Por aquellos años, España era el suceso cultural europeo después de tantos años de dictadura franquista. Lecturas y relecturas, expediciones a Italia y Alemania, encuentros y desencuentros en el amor. Presencias tutelares en la capital española: la del poeta peruano Antonio Claros, el hacedor de Ediciones El Tapir, que publicará su Sermón sobre la muerte (1986), y la del poeta venezolano Carlos Contramaestre, figura vanguardista del grupo El techo de la ballena. Antes de retornar a su patria en 1988, tiene un encuentro en Florencia con Alejandro Romualdo, figura mítica de la poesía social de Perú, el alumno más aventajado de Vallejo, poeta que desde hace muchos años es lectura obligada en los colegios.
De Mi diario: (18 / 02 / 2016). Un viejo conocido mío, Iván Thays, dio la noticia en las redes sociales de la muerte de Eduardo Chirinos. Ahora que releo sus libros, me topo con esta cita de Saint-John Perse que utilizó para concluir las palabras liminares de su Escrito en Missoula: «El hombre nace en su casa y muere en el desierto». Con esos versos, intuyo, asumía que su desierto afectivo fue Montana, lugar al que llegaron él y su esposa en el 2000 y donde escucharía por última vez el trino de los pájaros. Con sólo cincuenta y cinco años vividos, nos deja una vasta bibliografía que deberá circular en nuestros países. Aquí y allá, en las regiones de la amistad y la admiración, este poeta peruano, personaje entrañable y un hombre de letras en toda la acepción del término —rara avis en nuestros días mezquinos—, dejó una fraternidad de amigos comunes, a veces desconocidos entre sí, cuyo punto de enlace mercurial fue el propio Chirinos.
Tal vez fue 1996 cuando nos conocimos, primero por carta y, al año siguiente, en el periodo navideño, en la realidad real de la Ciudad de México. Un familiar cercano al actor Ricardo Blume les había prestado un departamento, a Eduardo y Jannine, allá por el rumbo de Picacho Ajusco, en las inmediaciones del Colmex y del fce; nos vimos en repetidas ocasiones para comer, visitar las pirámides de Teotihuacán y los canales de Xochimilco, y recorrer el mayor número de librerías. En esos días mexicanos planeamos su antología Raritan Blues (1997) que publicaría Margen de Poesía, esa bella colección inserta en la revista Casa del tiempo.
Regresarían en el 2000, ahora hospedados por el gran actor peruano quien, toda gentileza, nos invitaría a mi mujer de entonces, Roxana Elvridge-Thomas y a mí, para asistir al ensayo general de Feliz nuevo siglo, Doktor Freud,de Sabina Berman, donde Blume interpretó al padre del psicoanálisis de manera sobria y conmovedora. Años más tarde, pasarían una parte de su sabático universitario en México, creo que en el 2009. Rentaron un departamento por la zona del Gayosso de Félix Cuevas, muy cerca de la que fuera casa de Luis Buñuel, cineasta admirado por los dos y sobre el que Jannine se encontraba realizando una investigación. Uno de esos días los recogí a la salida de la Cineteca Nacional y los invité a comer a la Capilla de Salvador Novo. Por más que recomendé los famosos fettuccini a la huitlacoche inventados por el genial cronista, ninguno de los dos se aventuró por tal audacia y se decantaron, finalmente dos paladares del Pacífico austral, por pescados y mariscos que también tenían la jiribilla culinaria de Novo. En esas semanas estaba por aparecer la edición mexicana de Humo de incendios lejanos,publicada por Aldus, gracias a la complicidad de Gerardo González. Éste es un libro singular —renuncias y nuevos posicionamientos expresivos— en la numerosa y diversa bibliografía lírica de Eduardo Chirinos; desaparece en esta nueva entrega ese decir pausado y meridiano de sus otros libros para dar lugar a un impulso musical y visual vertiginoso que convierte, por momentos, al ojo en oído y al oído en ojo. He aquí un Chirinos sorprendentemente barroco que «escribe siempre a vuelapluma».
Plenitud americana: Blanca Varela, con crueldad y sorna, los llamaba «pulgas académicas»; calificaba así a los profesores latinoamericanos que año con año tenían que renovar sus contratos en las universidades norteamericanas. Broma indigna de la poeta de Canto villano,pero que describía el infortunio y la mudanza de este grupo de maestros extranjeros, muchos de ellos escritores. Eduardo Chirinos quemó sus naves profesionales con el Perú y viajó a los Estados Unidos en 1993; primero en calidad de alumno becado de la Universidad de Rutgers (New Brunswick) y luego como profesor itinerante en varias instituciones hasta recalar en la Universidad de Montana. En ese periodo de casi un cuarto de siglo, Chirinos escribió meritorias colecciones de ensayos sobre poetas y poesía, tradujo a Mark Strand y Louise Glück, antologó a José Juan Tablada y a José Watanabe, y, sobre todo, compuso unas series de poemas que lo colocan como una presencia esencial en el orbe de la poesía escrita en castellano durante las tres últimas décadas. Dicho de mil formas, el epíteto anterior resulta vacuo y políticamente correcto pero, tratándose del autor de libros como El equilibrista de Bayard Street (1998), Humo de incendios lejanos (2009), Mientras el lobo está (2010) o Medicinas para el quebrantamiento del halcón (2015), la frase en cuestión no admite debate alguno. Se trata de piezas poéticas cargadas de innumerables atisbos a los grandes y pequeños misterios de la vida. En la relectura de su poesía logré corroborar un anhelo al que aspiraba el propio Chirinos y del que dudaba en cada una de sus entregas: que sus poemas se parecieran al autor. A ese respecto anotaba con incertidumbre e ilusión: «Sé que detrás de los poemas, incluso de los que más me ocultan, me encuentro arrojado a la más lacerante intimidad; allí están expuestos a la intemperie, mis deseos y mis miedos, mis amores y desamores, mis lecturas y mis obsesiones». Y es verdad, cuando recorría las páginas de Recuerda cuerpo… (1991) me pareció verlo cruzar la acera de enfrente del café donde me hallaba: la boina vasca perfectamente calada, un morral de la librería Virreyes en su hombro izquierdo, la silueta alta y con garbo, su mirada curiosa y una sonrisa siempre alerta para las bellas e inquietantes transeúntes y para los jilgueros que amenazaban con posarse en su dedo índice.