Eduardo Chirinos † In memoriam
Prefiero pensar que por comodidad, antes que por negligencia o mera desidia, los críticos literarios en el Perú dividen a los poetas por generaciones que coinciden con décadas cronológicas. Así, se conviene en que Antonio Cisneros pertenece a la década de los sesenta, que José Watanabe es uno de los mejores poetas de los setenta y que Blanca Varela es representante de la generación del cincuenta.
En el caso del entrañable Eduardo Chirinos (1960-2016), muchos coinciden en considerarlo el más prolífico y exitoso poeta de la generación de los ochenta. Una generación marcada por la violencia terrorista desatada por Sendero Luminoso y respondida con similar violencia por las fuerzas del orden, y que —salvo muy pocas excepciones— no logró remontar los condicionamientos políticos y oscurantistas que la época que les tocó vivir impuso a sus creadores.
La poesía de Eduardo fue, sin duda, una de aquellas excepciones. Cuando lo conocí, en 1992, durante un recital, ya era un poeta reconocido en el Perú. Había ganado un importante concurso, un par de becas para estudiar en el extranjero y sus cinco primeros poemarios tenían todos —rasgo que supo conservar hasta la última de sus publicaciones—un nivel superlativo sólo comparable con las obras de un Cisneros, un Watanabe o un Jorge Eduardo Eielson.
Conversamos aquella vez sobre varios poetas, pero sobre todo examinamos la obra de Cavafis, a quien él había leído muy bien y yo apenas empezaba a descubrir, poeta jovenzuelo al fin. Recuerdo su afabilidad, su inteligencia lúdica para acercarse sin ceremonias a la poesía, sus bromas literarias tan encantadoras. Corriendo el riesgo de ponerme en el papel poco halagüeño de comparar, Eduardo no parecía pertenecer ni a su generación ni a ninguna otra; era un ser dotado para la poesía y al servicio de ella. Ajeno a vicisitudes políticas, ideológicas o a modas pasajeras.
Un año después me enteré de que había viajado a Nueva Jersey, a estudiar un doctorado en la Universidad de Rutgers. No supe de él hasta que regresó al Perú en 1998, para presentar un libro de ensayos publicado por el Fondo de Cultura Económica, basado en su tesis sobre el silencio en la poesía latinoamericana: La morada del silencio.
Entonces tuvimos oportunidad de juntarnos una vez más. Hablamos durante casi toda una noche sobre el tema de su tesis. Me sorprendió esta vez la ductilidad con que pasaba de una poética a otra palpando los trazos del silencio que había encontrado en la poesía de Alejandra Pizarnik, Olga Orozco, Emilio Adolfo Westphalen, entre otros. Luego de un diálogo penetrante —con él era imposible discutir; su erudición y su don de gente lo impedían—, convenimos en que callar no era necesariamente estar en (el) silencio, y separamos las aguas entre el silencio literario y el silencio místico (aquí me maravilló con su conocimiento de los místicos occidentales: De la Cruz, Eckhart, Silesius).
Ya dotados de las armas de la internet, intercambiamos correos electrónicos y empezamos una amistad y comunicación casi permanentes por esta vía, hasta poco más de un mes antes de su sensible desaparición física, en febrero pasado.
La poesía
Muy temprano en su edad y en su obra, Eduardo encontró una voz propia que supo moldear y acomodar a los diversos temas que iba tocando en cada uno de los más de veinte poemarios que publicó en vida. Si bien todos mantienen un nivel más que aceptable, cosa rara en un poeta prolífico, me gustaría nombrar algunos que, por razones personales, son los que más frecuento: Cuadernos de Horacio Morell (1981), por la fuerza rebelde con que irrumpió en la poesía peruana; Rituales del conocimiento y del sueño (Madrid, 1987) y sus imágenes oscuramente evocadoras; Recuerda, cuerpo… (Madrid, 1991), que tiene vasos comunicantes con la obra de Cavafis; Mientras el lobo está (2010), que le valió el Premio de Poesía Generación del 27, y Medicinas para quebrantamientos del halcón, publicado en 2014.
Sobre todo el último de los nombrados resulta muy revelador, por la forma en que la enfermedad impregna el discurso poético bajo la figura de un inopinado inquilino que copa el cuerpo del poeta y modifica su percepción de la realidad y hasta sus preferencias literarias. La idea de una usurpación del yo poético, e incluso de una sustitución de la persona, trasunta el libro y lo convierte en un testimonio invalorable de la forma en que Eduardo tomó hasta su enfermedad con ese indomeñable aliento literario que lo acompañó toda su vida.
En una de sus últimas entrevistas concedidas, nuestro poeta se refirió específicamente a Medicinas… en estos términos:
La enfermedad es curiosa, uno vive a lo largo de la vida sin ser consciente de que está morando un cuerpo y que ese cuerpo tiene su lenguaje, sus demandas y sus propias decisiones. Uno cree que lo gobierna, pero tu cuerpo a veces se rebela. Hay ciertos momentos en la vida, como cuando estás enfermo, en que sientes que eres desplazado, que hay un usurpador, alguien que decide por ti, y frente al cual es difícil tomar decisiones, es difícil establecer una relación de convivencia.
Coda
El año 2015 nos vimos en Lima por última vez. Voy a evitar describir su estado físico no sólo por no dramatizar esta semblanza, sino también porque yo mismo he decido recordarlo como ese joven eterno y risueño seductor literario que siempre fue. Conversamos sobre la preciosa antología de José Juan Tablada que había editado en España: Los ojos de la máscara. Me alcanzó uno de sus últimos libros de prosa, y recuerdo que me dijo: «Los poetas pueden ir y venir, pero la poesía no debe detenerse». Tienes toda la razón, Eduardo: tu poesía no se detendrá con tu partida. Seguirá creciendo hasta alcanzar la estatura estética de una rosa polipétala.