Eduardo Chirinos † In memoriam
A Eduardo Chirinos lo conocí primero como poeta en los años noventa del siglo pasado. Leí poemas suyos en alguna revista y luego una plaquette que publicó Ernesto Lumbreras en Casa del Tiempo. El libro se llamaba Raritan blues. Lo busco en mi estudio sin encontrarlo en esta mañana de primavera. Hay noticias que no vale la pena saber, que es mejor dejar que vayan de largo. El fallecimiento de Eduardo fue inesperado. Mejor dicho: sorpresivo, porque aunque sabía por él de sus problemas de salud, nunca imaginé la enorme gravedad.
En el año 2003 publiqué de Eduardo, en filodecaballos, Derrota del otoño, una antología, en una de las colecciones que tenía mi editorial. Lo habíamos planeado o imaginado algunos años antes, no muchos. Estoy buscando en la memoria para tratar de encontrar la imagen de la primera vez que nos vimos en persona y no recuerdo si fue en Bogotá, en un encuentro de poesía, o en un bar en Madrid, antes de que él y Jannine Montauban, su mujer, fueran a Lisboa a visitar al extraordinario poeta portugués António Ramos Rosa. Tengo escenas precisas frente a mis ojos: un sótano de un edificio en Bogotá, y una larga mesa que preside Juan Manuel Roca, el poeta colombiano. Juan Manuel cuenta una anécdota divertídisima mientras hace una serie de gestos y voces distintas. Eduardo y Jannine entran y se sientan en algún punto de la mesa. Acaba de empezar el encuentro o ellos recién llegan a Bogotá. Eduardo deja en la mesa su infaltable bolsa de lona de la librería limeña El Virrey, sigue la anécdota de Roca y dice algo que nos hace reír a los que estamos cerca. Creo que Jannine y él vienen de Lima y luego volarán a los Estados Unidos, quizá a Missoula. Afuera llueve y hace frío. Estamos en la zona del centro, muy cerca de La Candelaria, en un hotel que algunos años después derrumbarían.
Eduardo siempre fue un hombre generoso y cálido, a quien le gustaba escuchar al otro, o con quien te sentías de inmediato cómodo, como si hubiese sido tu amigo desde un tiempo inmemorial. Le gustaba bromear pero bajo un velo de aparente seriedad. Hablaba rápido, como si las palabras tuvieran prisa por salir.
La memoria salta y veo un bar madrileño: mesas en la calle, ropa de verano, calor insoportable. Estamos cuatro personas: Jannine, Eduardo, Jorge Curioca —cineasta mexicano que vivía en Madrid— y yo. Hablamos de la enorme alegría que tienen Eduardo y Jannine por ir a ver a Ramos Rosa al asilo en donde vive el viejo poeta portugués. Parten dentro de unos días. Mientras charlamos, dos adolescentes se pelean al lado, sacan sus cuchillos. No entendemos muy bien qué ha sucedido a nuestro alrededor porque estábamos hablando de la posibilidad de que Eduardo convenciera a Ramos Rosa de publicar un libro en mi editorial. Luego recibiré noticias desalentadoras a través de un correo de Eduardo. Me dice que Ramos Rosa no quiere publicar nada en México, que no le interesa nada con editores mexicanos porque uno lo acaba de robar.
Algunos años después, Eduardo y Jannine viajan a Guadalajara, ciudad en la que viví, y se quedan unos cuantos días en casa con C. y conmigo. Recorremos la ciudad y los alrededores (Tequila, la ribera de Chapala). Recuerdo a Eduardo vestido de blanco impoluto, con sombrero tipo panamá y su infaltable bolsa de lona. Hay algo en esas imágenes que van y vienen que me sirven para construir un brevísimo retrato.
Nos comunicábamos por correo electrónico de tanto en tanto para contarnos cosas relacionadas con nuestros trabajos o para posibles colaboraciones. Recuerdo que invité a Eduardo a colaborar en un proyecto —al final nunca se realizó— que unía a grabadores mexicanos y a poetas. Me habían pedido que les escribiera a algunos amigos para que se integraran al proyecto. Le mandé la imagen del grabado sobre la que le tocaría escribir. Era una obra de Valsoto. Reviso mis e-mails y encuentro varios en donde hablamos del fracaso del proyecto pero donde Eduardo me comenta que él ha decidido continuar con la escritura del poema y que además integrará otros textos, sobre otras obras, a un futuro libro.
La última vez que nos vimos fue en la ciudad en que viví, a fines de 2014, luego de una lectura suya en la feria del libro, o quizá antes nos encontramos en una exposición mía que se inauguró en la semana de la feria. La memoria más cercana engaña más. Hablamos durante un buen rato, me regaló su último libro —donde viene el texto sobre el grabado de Valsoto—, que sacó de su querida bolsa de lona. Quedamos de vernos después porque esa noche iba a una cena y yo debía quedarme en la exposición. Ya no nos vimos más debido al ajetreo de la feria y ahora lo lamento. Fue la última vez que vi a Eduardo. Hablamos de los libros que vendrían en el futuro.
Me quedo con una imagen suya, sonriente, cargando en la espalda su bolsa de lona, mirando sesgadamente uno de los cuadros de la exposición y luego dándome un abrazo. Ahí detengo el recuerdo. Ahí, en ese adiós, queda la memoria. Así quiero recordar hoy a Eduardo, con un saco de lino crudo, una camisa blanca y unos jeans gastados. En la galería la muchedumbre va y viene y nosotros nos quedamos quietos, congelados en ese instante.