Apostado en la ventana, Feliciano Montoya lee las seis en el reloj y se siente inexplicablemente mortal esta mañana, cuando atisba una figura menuda vestida de pantalón corto que trepa por la valla alambrada y se precipita de un salto sobre el muro de su finca. De pie sobre la buganvilla en flor y vestido de blanco, el muchacho parece una crisálida de papilote.
Feliciano se ha quedado absorto estudiándolo un rato, pues es de la edad que tendría su hijo ahora, y de pronto siente un latigazo de migraña en la sien que lo alerta mientras corre a sacar la treinta y ocho del cajón para disparar sobre cualquiera que se adelante a sus órdenes.
Carajo, pero ¿dónde están todos sus hombres? ¿Qué hace el mocoso encaramado ahí precisamente a esta hora? ¿Cómo ha podido burlar las alarmas? Mira de nuevo el reloj y decide llamar a seguridad antes de que lo acribillen a balazos.
—Es sólo un pelao… Lo mandan bajar y me lo traen a la oficina enterito. ¿Está claro? —ruge por el teléfono.
La voz del otro lado no contesta. A Feliciano lo vuelve a paralizar el silencio que se instaló en su vida esa tarde después de escuchar aquel golpe y desde entonces lo atormenta la soledad y se le ha ido pudriendo la sangre.
Sentado al frente de su despacho, con los brazos extendidos, sabe que le queda poco tiempo de vida y se pregunta qué broma del destino no para de traerle a todos esos mocosos hambrientos que arriesgan el pellejo por recuperar un balón y que le traen a la memoria a su hijo muerto.
Y esta mañana, mientras mantiene la mirada fija en ese muro, Feliciano siente que lo arrulla la sombra por dentro y se le revuelve el animal derribado y terco que se resiste a marcharse hasta no verle la cara a ese papilote blanco.