El disimulo de las obligaciones / Juan Fernando Covarrubias

 

Se preguntó, fugazmente, con qué había
llenado las horas hasta ese momento,
pero no supo responder a esta pregunta.
Imre Kertész, Liquidación

Los gustos de Alfonso Castro pasaban por lo refinado y lo preciosista. Era afín a la absenta y el ajenjo, sentía predilección por los goces del éter y era un «sediento de sensaciones nuevas». Había en él esa disposición al disfrute de lo liberador; del no hacer nada, podría decirse. Este personaje de Bernardo Couto en «Blanco y rojo» encarna la imagen más cercana al sosiego. Quizá pariente de esa aura que predomina en la actualidad, por ejemplo, del filósofo, o —para acercarnos a la definición que de sí daba Alejandro Rossi— del que filosofa: un espécimen raro, imagino que de barba larga, con costumbres que dan para habladurías y cuya mayor parte del tiempo se queda mirando el vacío o siente que ha abolido las leyes porque flota sostenido en una hamaca y vive metido en el humo de su tabaco. Toda esa parafernalia que rodeaba el gusto por el arte y su desprecio por las formas y voluntades de los afanosos le daba a Castro el derecho de ausentarse del transcurso cotidiano de las horas. Su noción del mundo le venía no por inmiscuirse en los hechos terrenales, sino precisamente por su alejamiento de lo banal y lo que interesaba a la mayoría de la gente. «¡Un loco, evidentemente no lo soy! […] Soy un enfermo, no lo niego, un enfermo, sí, pero un enfermo de refinamientos», alega.
     Alfonso Castro sabe que pensar es el principio para hacer o, en todo caso y si así se decide, para no hacer. Una postura cercana al filosófico dejar pasar, dejar hacer. Alejandro Rossi, en el Manual del distraído, escribe que se cuida de «pensar solo a ratos, con toda la intensidad que se quiera, pero no continuamente». Y lo hace sabedor de que el pensamiento (o la acción, por mínima que fuere, que se desprende de tal proceso) acaba en lo profundo de la vida, como si cada que emprende la búsqueda de cualquier punto o una nimia acción quisiera dar con el centro de la Tierra. Tarea de suyo inestimable. Mis pretensiones no aspiran a tamaña decisión o escasa hazaña, me basta con montarme en el caballito del carrusel y ver, lánguido y satisfecho, el desfile de los días, a los que me acomodo desde un extraño sonambulismo diurno. Suena aventurado, sí, pero bien se dice que antes de los tiempos fue el pensar.
     Con meridiana claridad he venido a darme cuenta de que paso las jornadas inmerso en una nebulosa semejante: la desazón del sonambulismo diurno, como la depresión en algún momento de la vida, es más que un estado a chaleco de la condición humana; en muchos es una aspiración, un trabajo a perfeccionar, como el tipo doloroso del cuento de Amparo Dávila, que a cada golpe que la vida le daba ascendía un grado en la escala del sufrimiento y el dolor; y de ello se sentía satisfecho en lo íntimo. El mío tal vez se trate de un sonambulismo inducido. No gracias al ímpetu inyectado de algún tipo de droga o por efecto-consecuencia del mucho dormir, sino por pura dejadez y por ese descaro de querer ver cara a cara lo inhabitable: los sueños, los terrores, las fantasías, los miedos; todo eso que se aspira a tocar, para bien o para mal, en algún punto determinado de la existencia.
     Sé de cierto que se trata de una rara y permanente sensación de languidez lo que me ataca. Desde hace semanas, tal vez meses, las horas —que continúan siendo veinticuatro para mi mayor desasosiego—, con su rostro desteñido y a paso falso de caracol —porque le imprime prisa cuando le apetece o se estaciona en un punto cualquiera sin meditarlo ni avisar siquiera—, se me abalanzan y me dejan convulso, noqueado tras el intercambio de golpes. No he sabido ser un boxeador en los requiebros de la vida, mucho menos en cuestiones meramente inútiles. A las primeras luces, doy la vuelta, me pongo la bata y abandono el ring. No hay en este enfrentamiento con el tiempo, sin embargo y como puede preverse, ningún atisbo de velocidad. A ésta le rehúyo como una peste. «Thomas de Quincey entendió que la velocidad era una forma de ver que excedía a la mirada. A ella se llegaba siempre demasiado tarde», escribió Vivian Abenshushan en Escritos para desocupados. Demasiado tarde me llega la hora. A menudo demasiado tarde.
     Ese falso paso de caracol del tiempo se acomoda al ritmo de mis pasos. Me digo a cada rato, como para justificarme, que no hay por qué imprimirle prisa a lo que viene al encuentro. Esa velocidad de la que habla Abenshushan tiene su antecedente en Thomas de Quincey, quien la contó hacia 1849: el novelista inglés vaticinó que en el fondo de la velocidad acechaba la muerte súbita, un hito al que no pretendo asomarme por lo pronto. Esquivo ese abismo convencido porque a la prisa, como hacía Phileas Fogg en La vuelta al mundo en ochenta días, he sabido sacarle la vuelta, desterrarla en cuanto me harta —que es pronto. Dicha velocidad a la que alude de Quincey es un fenómeno que en esa época apenas se estaba gestando y que adquiría cada vez mayor número de adeptos que la llevaron hasta rebasar sus propios alcances. Por ejemplo, quienes trepaban a un coche correo (jalado por caballos) con la intención de ver pasar objetos, sitios y personas a un ritmo que consideraban vertiginoso. Una vorágine que en la actualidad, entre otras defenestraciones, provocaría sólo risa. La incipiente experimentación con drogas aportaba otro tanto en este despegue terrenal. La mezcla conformaba una bomba. Quienes experimentaron una y otras, o las dos conjuntamente, se acabaron de un solo sorbo sus días.
     Como salmón que hace acopio de sus últimos arrestos, voy en la dirección opuesta a este raudo acontecer que me circunda. Recuerdo al Duque Job, que cierta tarde mira a diestra y siniestra las calles cenagosas de la Ciudad de México desde un tranvía. Entronado en un asiento mientras la gente sube y baja y el vehículo se detiene y avanza, el Duque tiene el tiempo suficiente para imaginar las vidas de esos tranviantes. De un hombre piensa y concluye que tiene tres hijas, y de una mujer, que va en busca de su amante, en una cita en el atrio de una iglesia. Ahí descubrimos entonces la mecánica: su paseo de tarde de lluvia entonces no es tal, sino un movimiento que todo el tiempo apela a la conjetura: las historias inician y concluyen donde él lo determina, y las salpica de detalles o ahonda donde más le parece. Un pasatiempo propio del viejo sonambulismo diurno. No hay un modo de desmentir al Duque ni de afirmar, aun cuando se quiera, aquello que ve y que al instante transcribe para el lector. La novela del tranvía, más que crónica costumbrista de una tarde citadina, desborda el molde de la pasividad y el aburrimiento. Las calles del centro son caldo de cultivo para este empeño en la conjetura, en la imaginación de vidas.
     «Hagamos el movimiento, porque el reposo nos ha corrompido» sentencia «Dios» en el primer texto que aparece en el Inferno de August Strindberg. Se trata de la obra de teatro «Coram populo», que abre el volumen del autor sueco. Este sonambulismo que me atenaza en los tiempos recientes tiene una característica que prima soberanamente sobre las otras: circulo en un mentiroso estarse quieto, como un tranvía que parece que avanza y que en su frenar poco a poco se desliza; porque el solo vaivén de las manecillas del reloj, del viento que susurra las tardes y cimbra el ventanal que tenemos por muro en la oficina, inducen a un estado ralentizado y somnífero que acaba aboliendo cualquier empeño por ponerse el delantal y encarar las horas cotidianas del trabajo. La caída, o el negarse a no hacer, eso es el sonambulismo que me ha hecho rendirme sin dar apenas pelea. Esa imagen de Alfonso Castro y el puñal levantado por su brazo para darle muerte a una mujer se estaciona en mi cabeza y me hace retroceder —también a mis impulsos— porque al tiempo es imposible enervarle sus manecillas para que acaben dislocadas.
A riesgo de hacerle al absolutista he de declarar que me niego rotundamente a enrolarme en esos ejércitos que hacen de la prisa no solo su target, sino su única motivación entre tanto desajuste y despliegue comercial —y, por ende, banal, decadente— que inunda las ciudades. Hoy los tiempos en que acontece la vida no se ajustan a los parámetros que demanda mi ritmo más bien lento, de pensar y repensar; aunque no es descabellado descartar que suceda al contrario, que tal vez sea yo quien, encarnando ese Luzbel del que habla Strindberg, me niegue desde los adentros a encuadrar mis acciones y pensamientos en un círculo que se cierra inexorable ante mis ojos. Los militantes de tal despropósito incluso tienen un particular sonido al caminar, ya sea que chancleteen, que arrastren los pies, que pisen de lado, que se empeñen en dotar de extraños sonidos su ir de un lado a otro. Yo opto por caminar en el silencio.
     El sonambulismo que me atribuyo es también un modo de anteponer un escudo ante tanto ímpetu desgastado e inútil. Hace días, sentado en mi sillón de lectura, en medio de una página de La casa de las bellas durmientes, de Yasunari Kawabata, me preguntaba a dónde se habían ido mis lecturas, a dónde se irían incluso las venideras; tras esas dos preguntas llegué al límite, a entrever el abismo: ¿dónde acabaría la que en ese momento estaba haciendo? De la lectura (o de la literatura, que para este caso es lo mismo), Borges nos legó una piedra oscura que brilla entre las perlas: no puede cambiar el mundo, ésa es una de sus grandes debilidades. El autor argentino, pesimista y optimista cuando se lo proponía, colocó bajo el microscopio el quehacer de los escritores, y el suyo propio entre esa nómina interminable. Se autoinfligió el dardo certero de la desilusión: no logramos gran cosa con la lectura y, de paso, con la literatura. ¿Para qué, entonces? Incluso, ¿para qué preguntarse hacia dónde van los afanes de lectura si cerrado el libro la vida espera con sus fauces abiertas, con su desencanto acendrado y peligroso?
     La ensayista estadounidense Susan Sontag reivindica este quehacer a tiempo: «Leer es mi entretenimiento, mi distracción, mi consolación, mi pequeño suicidio» (diario). Una compañera de trabajo, cierto día en el elevador me atajó con una pregunta que me inquietó: «¿Para qué cargas un libro siempre, a poco sí lo lees?». Por toda respuesta sonreí, y ella insistió: «¿De qué te ríes? ¿Es sólo para apantallar?». Quise decirle que padezco eso que, en Liquidación, Imre Kertész llama «enfermedad profesional»: frases, palabras, párrafos y versos componen la materia y el único interés de un tipo que se aferra a un viejo romanticismo ya casi desterrado: el del que se entiende a solas con sus demonios con la única mediación de la lectura. «La literatura es la trampa en la que uno cae», le abona a este discurso Kertész. «O, para ser exacto, la lectura. La lectura como droga que difumina agradablemente los perfiles implacables de la vida que nos domina». El apego a tal postulado me ha salvado de tirar mis libros a la basura y desintoxicarme con una alta dosis de horas de televisión pública de entretenimiento desconfiable y decadente.
     En medio de esta balacera de sensaciones y diatribas que me hurgaban la cabeza, llegué hace días a mi casa: a punto de cruzar la calle para entrar al edificio de apartamentos un automóvil se me echó casi encima con tal velocidad que parecía que quisiera impedir que otros peatones y yo nos aventuráramos a llegar al otro lado. La mujer que manejaba me trajo la imagen de lo que en la oficina de algún modo u otro acontece a diario: innumerables conversaciones entre quienes desean tener su primer carro, entre quienes intercambian ocupaciones para analizar cuál se acomoda mejor al presupuesto; unos a otros se convencen de que en estos afanes lo primordial es agenciarse una buena máquina, a bajo precio y si de edición reciente, mucho mejor. En esta materia, como en tantas otras, llevo la contraria: dejé de manejar porque me agotó mentalmente, porque he echado en falta esas horas que he perdido metido en un tráfico vehicular que cada día se alarga como una serpiente que sacara una cabeza y luego otra hasta alcanzar una distancia difícil de medir. Ahora sí, como se dice continuamente, «mientras ellos van, yo ya vengo». Prefiero, a todas luces, este sonambulismo que me aleja de todo afán de movimiento que, por disparatado y poco elocuente, me arrincona en los días y apenas me deja ánimos para asomarme al mundo.
     Paso la mayor parte del día en inestable estado de desconecte. Una oficina, sin embargo, no parece ser el sitio más propicio para este disimulo de las obligaciones, para este dejar pasar, dejar ir filosófico que me empeño en cultivar. Esa «holganza espiritual» como la llama Kertész. Al final de la jornada, todos los días, es cuando sobreviene quizá el aletargamiento mayor: permea la sensación de que he desaprovechado el tiempo. Es una sensación insana, porque aprovechar y desaprovechar son palabras que se deslizan más allá de los márgenes de mis prioridades. Al menos, como colofón de este tan insistente sonambulismo diurno. Ensimismado, respirando con dificultad, de pronto vuelvo de esa inconciencia y miro, alternadamente, hacia los cuatro lados del mundo con la muda intención de aquilatar aprisa en qué sitio me encuentro, quiénes me acompañan, el día y la hora y lo inmediato anterior o aquello que iba a hacer antes de perderme en mi indefensión.
     Como a Alfonso Castro, un refinado y esteta, quien fue juzgado por asesinato por un jurado compuesto por un dueño de dulcería, uno de tienda de abarrotes y un distinguido prestamista, concluyo que este sonambulismo diurno no es otra cosa más que una ironía para un empleado de oficina, una singular ironía que apela a mis últimas fuerzas, a mis restos de cordura, a mis empeños por abandonarme a una profesión para la cual no hay beca posible ni sueldo suficiente: el sosiego, ser un sosegador de mí mismo y, quizás, pasado el tiempo, alguien que sea capaz de aplacar el desasosiego de todo aquel que se le acerque en busca de alivio.

Comparte este texto: