Los signos para explicar el universo / Vicente Echerri

Borges, 30 años

 

a Orlando Jiménez-Leal,
con quien comparto la admiración por Borges

El término universo, aplicado a la obra de un autor, al mundo que éste construye, se ha convertido, desde hace mucho, en un lugar común. No encuentro, sin embargo, palabra más exacta que universo para acercarme a la obra de Jorge Luis Borges, para describir ese orden verbal, esa construcción literaria «orbicular y perfecta», como él podría haber dicho, que Borges fabricara como un intrincadísimo tapiz que, al mismo tiempo, sorprendiera por su maravillosa simetría.
Son unánimes los críticos, comentaristas y lectores de Borges al resaltar la búsqueda de la excelencia como una de las pautas más constantes de su obra: el hallazgo y el dominio de una forma que, con asombrosa perfección, se ajusta a las ideas que expone hasta hacerse inseparable de ellas, en una especie de organismo en que voz y visión ya son indistinguibles. Coinciden casi todos también en considerar a Borges el más prodigioso accidente que le haya ocurrido al idioma español en muchísimo tiempo, acaso desde el Siglo de Oro, accidente que tuvo la virtud de revitalizar y rejuvenecer nuestra lengua, así como de universalizar su literatura.
     Más allá de estos juicios, veo la obra de Borges como un sistema para explicar el mundo, sólo que en lugar de ser mera especulación intelectual —el estilo practicado desde la antigüedad por filósofos y pensadores—, se trata de un orden literario que, apoyándose o enmascarándose en lo lúdico, en lo fantástico, se propone atrapar la realidad entera. El universo de Borges es —y he aquí una revelación vertiginosa— el Universo mismo, y no porque el primero sea reiteración minuciosa de los elementos y componentes del segundo, a semejanza de la vasta y fútil tarea de Pierre Menard, ese personaje de Borges que se propuso escribir de nuevo El Quijote repitiendo todas y cada una de las palabras del texto de Cervantes; o de Funes el memorioso, carácter también de su invención, que necesitaba un día entero para rememorar los acontecimientos de un solo día. En Borges está el universo como reflejo (auténtica imago mundi), como hechizo, como acertijo, como summa poética. Lejos de empeñarse en un estéril mimetismo de la realidad, infinita y abarcadora, él se propone reducirla, ordenarla con pasión epistemológica, en un viaje hacia los primeros principios, en el cual todas sus invenciones literarias son aproximaciones, fichas de un vasto tablero, piezas de un gigantesco rompecabezas donde se arma el mundo íntegro, pero que puede presentársenos segmentado, como un verdadero laberinto.
     No es casualidad que el laberinto —esa red de engañosos pasadizos que el mítico Dédalo construyó en Knossos para confundir al Minotauro o a sus posibles matadores— sea un reiterado topos del universo borgeano; como tampoco el que la primera ilustración de Las mil y una noches, en la lujosa edición de Sir Richard Francis Burton, sea la de un laberinto. Este compendio de cuentos orientales, que Borges gustó desde su niñez en algunas de las célebres versiones inglesas, es una parábola del mundo en cuyo discernimiento el escritor afirma su vocación de narrador, en el sentido de intérprete de la realidad. El laberinto representa bien esta obra (como también, de alguna manera, aunque menos perfecta, podría representarlo la imagen de la matrioska rusa): se trata de cuentos dentro de cuentos, dentro de cuentos… en que Borges descubre pronto la naturaleza de su búsqueda y de su tarea. Como en las Noches, su literatura se limitará al relato y al poema y, aunque no intentará la obvia subordinación de unos cuentos a otros, todos sus trabajos operan como fragmentos de ese universo a cuyo ordenamiento y comprensión él dedicó su vida.
     La reconstrucción del laberinto como espejo y exégesis del mundo es una obsesiva tarea de Borges, de la que él se encarga de darnos continuas pistas en toda su obra; la primera y más obvia de estas pistas es el tema recurrente del laberinto mismo. Al comienzo de ese relato extraordinario que es «La biblioteca de Babel», dice:

El universo (que otros llaman la Biblioteca) se compone de un número indefinido, y tal vez infinito, de galerías hexagonales, con vastos pozos de ventilación en el medio, cercados por barandas bajísimas. Desde cualquier hexágono se ven los pisos inferiores y superiores: interminablemente. La distribución de las galerías es invariable… Una de las caras libres da a un angosto zaguán, que desemboca en otra galería, idéntica a la primera y a todos… En el zaguán hay un espejo, que fielmente duplica las apariencias. Los hombres suelen inferir de ese espejo que la Biblioteca no es infinita…yo prefiero soñar que las superficies bruñidas figuran y prometen el infinito.   

El laberinto puede ser de piedra, el mismo que le dio fama a Creta, como en «La casa de Asterión», con un inofensivo minotauro que espera a Teseo como un redentor que habrá de librarlo de su infinita soledad, o el que se construye un supuesto rey fugitivo en «Abenjacán el Bojarí, muerto en su laberinto», donde se nos dice: «La noticia de que el forastero se fijaría en Pentreach fue recibida con agrado; la extensión y la forma de su casa, con estupor y aun con escándalo. Pareció intolerable que una casa constara de una sola habitación y de leguas y leguas de corredores».  Para persistir en su parábola, Borges le hace decir a uno de sus personajes que descifra esta historia: «No precisa erigir un laberinto, cuando el universo ya lo es».  En «El jardín de senderos que se bifurcan», cuyo título sugiere el laberinto, Borges nos aporta una clave más definitoria:

Algo entiendo de laberintos: no en vano soy bisnieto de aquel Ts’ui Pên, que fue gobernador de Yunnan, y que renunció al poder temporal para escribir una novela […] y para edificar un laberinto en el que se perdieron todos lo hombres […] Pensé en un laberinto de laberintos, en un sinuoso laberinto creciente que abarcara el pasado y el porvenir y que implicara de algún modo los astros.

El personaje de Borges termina por descubrir que la novela y el laberinto de «El jardín de senderos que se bifurcan» eran una misma cosa: «un laberinto de símbolos, un invisible laberinto de tiempo».  
     La obra que el personaje borgeano construye en soledad y lega como novela abstrusa e inconclusa es «una enorme adivinanza, o parábola, cuyo tema es el tiempo […] una imagen incompleta, pero no falsa, del universo».  Yo creo que en estas frases Borges nos está revelando el sentido último de su propio empeño literario: el deseo de aprehender —aun a sabiendas de su imposibilidad— toda la realidad, todo el tiempo, es decir, la eternidad, encapsulada en una proposición textual, como si, parodiando a la Escritura, el cosmos pudiera hacerse verbo.
     Las constantes reflexiones sobre el tiempo, el devenir y la caducidad son, sin duda, algunas de las obsesiones borgeanas que vemos concretarse en esta reiterada parábola del laberinto como espejo del universo y de nuestra extraviada finitud. No obstante, estas obras abundan en referencias espaciales, inmediatas y locales, que les sirven de puntos de apoyo. Buenos Aires es uno de esos puntos y, de Buenos Aires, algunas calles, algunas esquinas, algunas voces (Macedonio Fernández, Leopoldo Lugones), algunas casas… La primera es la casa de la infancia, que ya nos da una clave fundamental. En el prólogo a su libro Evaristo Carriego, de 1930, Borges dice: «Yo creí, durante años, haberme criado en un suburbio de Buenos Aires, un suburbio de calles aventuradas y de ocasos visibles. Lo cierto es que me crié en un jardín, detrás de una verja con lanzas, y en una biblioteca de ilimitados libros ingleses».  
     Esta declaración nos regala una paradoja: la Argentina inmediata que aparece y reaparece en la obra de Borges es en verdad un folclore de segunda mano que le llega con sordina hasta el jardín de su infancia que, gracias a la biblioteca familiar (a cuyos libros llama, con justificada desmesura, «ilimitados»), prefigura ya el futuro jardín de senderos que se bifurcan, es decir, un punto de partida para su laberinto.
     Otras casas, reales o ficticias, se encuentran a lo largo de la obra de Borges. Casas ordinarias, con direcciones concretas, con descripciones escuetas y precisas, en las cuales incide o ingresa el poderío de su revelación. La casa de la calle Garay, por ejemplo, que Borges (quien escribe aquí en primera persona y cuyo personaje protagónico lleva su nombre) sigue frecuentando después de la muerte de Beatriz Viterbo al comienzo de ese relato que titula «El Aleph» y que sirve para nombrar a todo un libro. Los pormenores de la narración —aunque en la espléndida prosa borgeana— son deliberadamente intrascendentes: Borges cuenta la relación superficial que sostiene con Carlos Argentino, poeta grandilocuente y ridículo, primo y tal vez amante de Beatriz. Bastante adelantado el relato, el narrador nos dice que Carlos Argentino, ante el temor de perder la casa paterna, comparte con él la revelación del Aleph.
     Esto nos pone en contacto con otra cara del universo borgeano, es decir, con otro modo del laberinto, con otra parábola de los límites que intenta alcanzar con su obra de narrador y de poeta. No vale la pena intentar ninguna explicación; es preferible que sea Borges quien hable:

Arribo, ahora, al inefable centro de mi relato; empieza, aquí, mi desesperación de escritor […] ¿como transmitir a los otros el infinito Aleph, que mi temerosa memoria apenas abarca? […] vi una pequeña esfera tornasolada, de casi intolerable fulgor. Al principio la creí giratoria; luego comprendí que ese movimiento era una ilusión producida por los vertiginosos espectáculos que encerraba. El diámetro del Aleph sería de dos o tres centímetros, pero el espacio cósmico estaba ahí, sin disminución de tamaño. Cada cosa era infinitas cosas, porque yo claramente la veía desde todos los puntos del universo. Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, vi un laberinto roto […] vi interminables ojos inmediatos escrutándose en mí como en un espejo, vi todos los espejos del planeta y ninguno me reflejó, vi en un traspatio de la calle Soler las mismas baldosas que hace treinta años vi en el zaguán de una casa en Fray Bentos, vi racimos, nieve, tabaco, vetas de metal, vapor de agua, vi convexos desiertos ecuatoriales y cada uno de sus granos de arena, vi en Inverness a una mujer que no olvidaré, vi la violenta cabellera, el altivo cuerpo, vi un cáncer en el pecho, vi un círculo de tierra seca en una vereda, donde antes hubo un árbol, vi una quinta de Adrogué, un ejemplar de la primera versión inglesa de Plinio, la de Philemon Holland, vi a un tiempo cada letra de cada página […] vi la noche y el día contemporáneo, vi un poniente en Querétaro que parecía reflejar el color de una rosa en Bengala, vi mi dormitorio sin nadie, vi en un gabinete de Alkmaar un globo terráqueo entre dos espejos que lo multiplican sin fin, vi caballos de crin arremolinada, en una playa del Mar Caspio en el alba, vi la delicada osatura de una mano, vi a los sobrevivientes de una batalla, enviando tarjetas postales, vi en un escaparate de Mirzapur una baraja española, vi las sombras oblicuas de unos helechos en el suelo de un invernáculo, vi tigres, émbolos, bisontes, marejadas y ejércitos, vi todas las hormigas que hay en la tierra, vi un astrolabio persa, vi en un cajón de escritorio (y la letra me hizo temblar) cartas obscenas, increíbles, precisas que Beatriz había dirigido a Carlos Argentino, vi un adorado monumento en la Chacarita, vi la reliquia atroz de lo que deliciosamente había sido Beatriz Viterbo, vi la circulación de mi oscura sangre, vi el engranaje del amor y la modificación de la muerte, vi el Aleph, desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, y en la tierra otra vez el Aleph y en el Aleph la tierra, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo.  

En el Aleph (nombre de la primera letra del alfabeto hebreo, cuya grafía sugiere un círculo, una rueda y, por extensión, una suástica) se incluye, acaso obligatoriamente, otro símbolo borgeano: la infinita reiteración que coexiste con la también infinita variedad. Su símbolo más inmediato es el espejo que suele reproducir una imagen y que, puesto frente a otro espejo, podría repetir esa imagen sin término. Esa multiplicación de la imagen tiende, necesariamente, a subrayar su futilidad, y en ello consiste tal vez la naturaleza de lo eterno, que es otra forma de nombrar lo invariable.
     La simple mortalidad no nos da acceso al tiempo, sino la conciencia de esa mortalidad, que sólo se hace plena en el individuo. En la vida del clan, donde aún no existe la peripecia individual, tampoco hay historia y, por tanto, la muerte no es trágica; en los animales aún menos. La belleza de ciertas bestias, su instintiva ferocidad y su inocencia, pueden ser representaciones idóneas de la eternidad. Borges encuentra en el tigre un símbolo reiterativo de una hermosa intemporalidad. Yo tengo la audacia de proponer que, además de «fuerte, inocente, ensangrentado y nuevo»,  adjetivos con que lo invoca en un poema inolvidable, la preferencia de Borges por el tigre tiene que ver con el diseño de su pelaje: las rayas vistas como una suerte de fracción periódica, como una reiteración especular —y por tanto insensible— de la naturaleza.
     Esta reflexión, en su doble sentido, es responsable, a mi ver, de dos proposiciones borgeanas, que pueden tomarse como dos variaciones de un mismo concepto.
     La primera es la sugerencia de que dos individuos disímiles, incluso antagónicos, pueden ser percibidos como una misma entidad desde un punto de vista absoluto:
En «Los teólogos», que es uno de los relatos de El Aleph, Borges cuenta la historia de Aureliano y Juan de Panonia, dos teólogos de la Edad Antigua. Estos personajes ficticios, que simbolizan un momento de gran encono en la tediosa y sangrienta historia del establecimiento del dogma católico, pueden resultar indistinguibles para Dios: «El final de la historia sólo es referible en metáforas», dice Borges, «…en el paraíso, Aureliano supo que para la insondable divinidad, él y Juan de Panonia (el ortodoxo y el hereje, el aborrecedor y el aborrecido, el acusador y la víctima) formaban una sola persona».  
     El deslumbrante relato que sigue, «Historia del guerrero y de la cautiva», en el que se narran los singulares y opuestos destinos o trayectorias de un bárbaro que se convierte a la civilización y de una inglesa que asume la vida bárbara de la Pampa argentina, concluye con esta aseveración de Borges: «Acaso las historias que he referido son una sola historia. El anverso y el reverso de esta moneda son, para Dios, iguales».  
     La segunda proposición, que es variante de la primera, consiste en sostener la unicidad del individuo histórico frente al universo. En un hermoso poema de uno de sus últimos libros, Borges dice: «Un solo hombre ha nacido, un solo hombre ha muerto en la tierra. Afirmar lo contrario es mera estadística […] Un solo hombre ha muerto en los hospitales, en barcos, en la ardua soledad, en la alcoba del hábito y del amor. Un solo hombre ha mirado la vasta aurora. Un solo hombre ha sentido en el paladar la frescura del agua, el sabor de las frutas y de la carne. Hablo del único, del uno, del que siempre está solo».  
     Esta voluntad integradora del autor es del todo coherente con su proyecto temerario de recrear el universo. Se vale de dos métodos: la reducción a lo esencial —como acabamos de ilustrar— y la enumeración ordenadora que, lejos de contrariar la síntesis, como parecería a primera vista, sirve para afirmarla. Es preciso subrayar que enumeración y orden componen aquí una sola naturaleza. Sin el segundo elemento, la enumeración se tornaría caótica, como la han perpetrado sin límites los escritores barrocos y neobarrocos, posmodernos y surrealistas, movidos por el absurdo gratuito, cuando no por un sistema desgobernado y monstruoso. El orden define la enumeración de Borges y la subordina a su proyecto trascendente, el orden (que es también el rigor) hace de él, a diferencia de casi todos sus contemporáneos, un clásico.
     De las muchas definiciones que ha merecido el término clásico, me gusta, por su brevedad, por su cercanía, la que Borges mismo parece ofrecernos sin querer, en «Historia del guerrero y de la cautiva»: al referirse a la ciudad de Ravena, que Droctulft, el bárbaro converso, ve por primera vez cuando la horda a la que pertenece se prepara para atacarla: «un conjunto que es múltiple sin desorden».
     Esta armonía se expresa aquí en una ciudad —como podría haberse expresado en un rostro, en un metro poético o en un gobierno—, «un organismo hecho de estatuas, de templos, de jardines, de habitaciones, de gradas, de jarrones, de capiteles, de espacios regulares y abiertos».  Los dos últimos adjetivos son fundamentales, no hay que olvidarlos. No es difícil que la ciudad represente un modelo clásico, por su evidente geometrismo en el que coinciden los «órdenes» arquitectónicos con el orden de un establecimiento, eso que llamamos civilización. Puede decirse lo mismo de la Ravena antigua que del Buenos Aires de hoy, de Babilonia —un lugar tan recurrente en la obra de Borges— como de Nueva York.
     En su «Otro poema de los dones», Borges da gracias, entre otras muchas cosas, «por las altas torres de San Francisco y de la isla de Manhattan».  Yo siempre tengo presente estos versos cuando, a diario, veo la silueta de Nueva York desde la otra orilla del Hudson: una inmensa maqueta de múltiples y ordenados poliedros que, vista así, es casi una abstracción, imagen platónica que define el perfil urbano contemporáneo, y que me hace acordarme también de la ciudad que ve descender del cielo San Juan el Teólogo —como concreción virtual del Reino de Dios— en ese libro terrible que le sirve de epílogo a la Biblia.
     Pero la ciudad también puede ser una blasfemia, si no la preside el orden y si carece de una finalidad. En «El inmortal», otro de los relatos de El Aleph, el protagonista vaga por la abandonada ciudad-palacio de los inmortales, donde lo agreden el desorden y la carencia de objetivo de aquella portentosa fábrica: «Noté sus peculiaridades y dije: Los dioses que lo edificaron estaban locos. Lo dije, bien lo sé […] con más horror intelectual que miedo sensible. A la impresión de enorme antigüedad se agregaron otras: la de lo interminable, la de lo atroz, la de lo complejamente insensato».  
     De inmediato, Borges se siente obligado a distinguir entre esta construcción asimétrica y el laberinto (de nuevo el laberinto) donde antes ha hecho vagar a su personaje: «Un laberinto es una casa labrada para confundir a los hombres; su arquitectura, pródiga en simetrías, está subordinada a ese fin. En el palacio que imperfectamente exploré, la arquitectura carecía de fin».
     Este contraste entre las dos ciudades suscita otra paradoja: la inmortalidad no garantiza el orden «inmortal», que es más bien quehacer de criaturas perecederas. No es la ciudad desolada y monstruosa la que mueve a conversiones, como la de Droctulft, la que, literalmente, «civiliza»; sino aquella que edifican y viven seres humanos que se mueren.
     Esta idea nos devuelve a la reflexión sobre el tiempo, clave del mundo que Borges intentó captar y transmitir, convencido de que la única eternidad que le estaba reservada dependía de su obra.
     A pesar de sus muchas menciones de Dios, puede afirmarse que Borges no creyó en la directa intervención de un Ser Supremo en el mundo y en la Historia. Profesaba una especie de agnosticismo antiguo que derivaba de sus tempranas lecturas de los clásicos, especialmente de Lucrecio; pero insistía en llamarle Dios a ese absoluto que necesitaba situar en el centro mismo del sistema con que intentó explicar el universo. Tenía fe, sí, en la perdurabilidad de su escritura, aunque la disimulara con los ademanes de la modestia. Por eso creo que es la arrogancia —no la humildad— la que lo lleva a decir: «espero que el olvido no se demore»,  contradiciendo así lo que antes ha dicho en verso memorable: «sólo una cosa no hay, es el olvido».
     No puede haberlo mientras exista el libro, mientras la palabra de los seres humanos se atesore en esas vastas galerías que guardan otras tantas aproximaciones —no importa cuán fragmentarias, torpes o tentativas— del único y plural universo, el mismo que Borges se empeñó en entregarnos, y que acaso no sea más que la memoria de Dios mientras el tiempo dura.

 

    Jorge Luis Borges, «La biblioteca de Babel», Ficciones, Obras completas. Emecé, Buenos Aires, 1985, p. 465.

    Borges, «Abenjacán el Bojarí, muerto en su laberinto», El Aleph, en op.cit.,p. 601.

    Ibid., p. 604.

    Borges, «El jardín de senderos que se bifurcan», Ficciones,en op. cit.,p. 475.

    Ibid.,p. 477.

    Ibid.,p. 479.

    Borges, Evaristo Carriego,en op. cit., p. 101.

    Borges, El Aleph, en op. cit.,pp. 624-626.

    Borges, «El otro tigre», El hacedor,en op. cit.,p. 824.

   Borges, «Los teólogos», El Aleph,en op. cit.,p. 556.

   Borges, «Historia del guerrero y de la cautiva», El Aleph,en op. cit.,p. 560.

   Borges, «Tú», El oro de los tigres,en op. cit., p. 1,113.

   Borges, «Historia del guerrero y de la cautiva”, El Aleph,en op. cit.,p. 558.

   Ibid., p. 558.

   Borges, «Otro poema de los dones», El otro, el mismo,en op. cit.,p. 937.

   Borges, «El inmortal», El Aleph,en op. cit.,p. 537.

   Idem.

   Borges, «Una oración», Elogio de la sombra,en op. cit.,p. 1 014.

   Borges, «Everness», El otro, el mismo, en op. cit.,p. 927.

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