Las cerdas de la escoba rasgan el piso de la habitación en un mismo sentido, ordenado y simétrico, casi militar. Con su porosidad arrastran la basura de los días anteriores: el polvo que se cuela por las rendijas de las persianas de cristal y que se va acumulando en las esquinas grises donde se juntan piso y pared, los boletos de camión hechos bolita, mis cabellos lacios, tus cabellos ondulados, nuestras uñas.
Paso las cerdas por un lado de la cama limpiando tus huellas y los pedacitos blanquecinos de queratina endurecida reviven tu imagen sentado en el borde del colchón azul, haciendo un clic clac metálico con la mirada fija en tus dedos para no cortar más de lo debido. Pienso entonces que esos fragmentos, ahora apresados por la escoba, me recorrieron la espalda el fin de semana pasado, se clavaron en la ropa que ayer puse a lavar y con lentitud abrieron la taparrosca de un refresco que te valió un regaño mío por no alimentarte más que con esa comida chatarra que tu gastroenteritis me dio la razón de haberte recriminado.
Junto esas diminutas partículas de tus manos con la ceniza de los cigarros que fumaste, con pedazos de plástico sin identidad ni vestigio alguno de su procedencia, con el cabello que se nos cae a causa de las caricias y de dormir juntos en una cama tan pequeña que nos jala con fuerza el cuero de la cabeza al anudar tu cuerpo con el mío. Me hago consciente de la terrible elasticidad de las horas cuando no estás en nuestro cuarto y de cómo no queda de ti más que ese polvo que dejas en el piso, células que ya no te pertenecen porque ahora son de la escoba y del recogedor.
Todo se ve tan limpio y sin reminiscencias que el cuarto evoca el momento exacto en que te marchas una vez más: la manera en que tus pupilas se despiden y me quedo yo hecha un ovillo escuchando cada uno de tus pasos haciendo vibrar el barandal y confiriéndole carne a la imagen de tus piernas bajando por la escalera. Los sonidos hacen que te vea de espaldas, reconociendo la duración de tu caminar y el ritmo del movimiento en tus hombros que antes hacían enredar tu cabello largo. Ahora recompongo esa pintura frecuente de la despedida con los cambios producidos por la última vez que visitamos al peluquero. Pienso también en ti observando tu cambio en el espejo de la estética, los mechones cayendo alrededor de tu cuello, deslizándose por la bata plástica decorada con fotos de Marilyn Monroe, tan rápido como el cuerpo cae por un tobogán, hasta llegar al piso. Yo esperaba mi turno viendo la comisura de tus labios abrirse y entrecerrarse en ese gesto que haces cuando te sabes atractivo y te sorprende esa posibilidad de serlo. Las cuchillas de las tijeras en tu nuca hacían de tu rostro un rostro nuevo que resulta mucho más familiar y más cercano que cuando nos conocimos.
Sigo barriendo la habitación, cada vez logrando un montículo más grande compuesto de pelusas y de la maldición que implican los trabajos hogareños: obligándonos como Sísifo a subir de nuevo la gran roca por la cuesta de una montaña alta sin poder llegar nunca a la cumbre. Jamás se podrá terminar de limpiar por completo porque la vida se mueve dejando rastros de todo y la asepsia implicaría ese estatismo imposible para nosotros que estamos condenados a movernos. Son tus uñas en el recogedor las que resuenan a despedida y al ruido del cancel cerrando la puerta de la casa y a tu peso en la cama de este cuarto que acabo de terminar de barrer y que seguimos llenando de ceniza.