Jantar Mantar / Salman Rushdie

En la India, las imágenes que ve la gente en las estrellas son distintas de las constelaciones occidentales.

     La Vía Láctea algunas veces parece una serpiente, pero también es el gran río en el cielo, y desde ahí cae toda nuestra lluvia.
     No hallarán a Orión el cazador, ni a los gemelos Géminis, ni a Sagitario el arquero en el cielo sobre la India, o no exactamente. Por ejemplo, Orión se ve como un venado, el rey de las bestias, y las estrellas en «el cinturón de Orión» forman la flecha que lo mató. El venado antes fue un humano llamado Prajapati o Kalapurush que fue cruel con su hija y por ese crimen los dioses decidieron convertirlo en animal y, luego, ponerlo en el cielo. El Can Mayor es Svan, el perro de caza que persigue al venado, y sucede además que Sirio, la «Estrella Perro», forma parte de esta constelación.
     La estrella Polar es un armadillo y, por ser un animal nocturno, permanece a la vista durante toda la noche.
     En lugar de Géminis o los dioscuros, los indios ven a una pareja amorosa; el hombre sostiene un mazo y la mujer una lira. Son Vishnú y Soma, comparables con Adán y Eva, los progenitores de la humanidad entera.
     Tauro es una carreta. Las Pléyades conforman un cuchillo de carnicero. La Osa Mayor es un grupo de siete sabios. O quizá sean osos. No es sabido si los osos son también sabios. Timi Mandala es Cetus, un monstruo marino que se traga a los hombres. La Hydra es Rahu, la serpiente de agua. En el cielo hay un gran lecho en lugar de Pegaso, y Mayavati, la estrella roja Algol, es el mal de ojo.
     El cielo está dividido en veintisiete, quizá veintiocho mansiones lunares, y si alguien quiere saber todo sobre los astros, hay que recurrir al Atharvaveda, donde también se hallará información acerca de venenos mortales, una historia sobre cómo es que los átomos se unen para formar rocas, que se unieron para formar la tierra, escrita, por cierto, entre 1200 y 1000 a.C.

 

*

El punto acerca del cielo es que es una ficción. No existe así, o no como lo vemos, por lo mucho que tarda la luz en llegar hasta nosotros. Para cuando la luz arriba, la estrella que la emitió ya no es la que era; y tampoco está donde estuvo, porque todo se aleja; el universo se está alejando de nosotros, y nosotros de él, y ¿qué podemos hacer al respecto? Me temo que muy poco. En cualquier caso, se crea una incertidumbre, y cuando miramos las estrellas, eso es lo que vemos —una incertidumbre sobre lo que hay ahí—, porque lo único que podemos ver es lo que solía haber, once minutos atrás en el caso del Sol, sesenta y cinco años luz en el caso de la estrella Aldebarán, que en la India es conocida como Rohini, la esposa de la Luna; y luego están las galaxias distantes, y el eco y las ondas del Big Bang, a las que nuestros instrumentos apenas comienzan, tenue y ambiguamente, a ver.
     Así que vivimos en una ficción, en una historia antigua que pretende ser presente, mirando hacia el pasado que se proyecta sobre el cielo nocturno, como las imágenes en un planetario. Y al vivir en una ficción sucede que vemos otras ficciones gracias a nuestro amor por los patrones. Somos criaturas que aman la forma y las historias, y vemos formas e historias en las estrellas, incluso cuando esas figuras no existan en realidad, o cuando sólo parezcan existir desde un único punto de vista en el universo. Si uno estuviera parado en la Estrella Perro, no veríamos ninguna de las constelaciones; todas las figuras se disolverían por el cambio de perspectiva, y desde ese nuevo punto de vista quizá advertiríamos nuevas formas, nuevas historias. Pero estamos atados a este lugar y es imposible hacer eso. Estamos atados a lo que vemos y a las historias que asignamos o que inventamos alrededor de lo que vemos, o a ambas cosas.
     Se nos escapa el universo, dijo el Rey: como si estuviéramos enfermos de alguna peste. Explota y se aleja de nosotros como si estuviéramos malditos. Espera, le grito, detente un minuto, pero el universo gira y acelera. ¿Qué honor puede tener un universo así? ¿Será que la verdadera naturaleza del espacio y el tiempo, la esencia de todo lo que hay, es la cobardía? ¿Y será que somos tan temibles que las mismas estrellas retroceden? Debemos de ser poderosos, sin duda. Debemos de ser una estirpe de reyes.

 

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Atraparé los cielos, dijo el Rey. Construiré hogares para las estrellas y entonces serán mías. No huirán de mí, sino que serán mías para siempre, como pajarillos enjaulados. Pero los hogares de mis estrellas serán totalmente distintos a las jaulas: las estrellas mirarán a través de ventanas abiertas, no a través de barrotes confinantes. Si construyes el hogar preciso, dijo el Rey, si la postura y la actitud del edificio son las justas, las estrellas se asomarán por las ventanas y entonces serán tuyas. Mis ventanas serán mis redes. Las atraparé en mis ventanas, dijo el Rey, y ciertos días a ciertas horas vendrán a hablar conmigo. Pueden huir del resto de la tierra, pero estaremos unidos, las estrellas y yo. Construiré palacios para las estrellas, y al hacerlo me convertiré en su gobernante y me contarán los secretos que sólo las estrellas conocen.
     Hasta que me traigas una estrella para poder usar como anillo, dijo la Reina, sólo entonces creeré que te has convertido en el monarca de los cielos.
     Era un científico, el Rey. Sabía que si querías que el universo susurrara sus secretos en tu oído tenías que adoptar la postura correcta. Tenías que curvar tu oreja para captar la misma frecuencia que las estrellas usaban para hablar entre ellas. Si te quedabas quieto lo suficiente y si tu actitud era la correcta, si estabas dispuesto a aprender, entonces las estrellas te enseñarían. Con este espíritu fue que construyó las estructuras que para los hombres comunes parecían manicomios, o ruedas rotas, o máscaras. Estaban hechas de ladrillo con planos de mármol inclinados hacia los cielos, y sobre estos planos realizaba las marcas que decían a las estrellas que comprendía su lenguaje. Las estrellas vieron esta escritura astral sobre las estructuras y le contaron los secretos de los cielos y todos los hombres pensaron que era el Rey más sabio de todos.
     No tengo una estrella en el dedo, le dijo su esposa con un gesto de desdén. Sigue haciéndote el loco en tu parque de manicomios, le dijo. A mí no me engañas.
 
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Haz un círculo con el pulgar y el índice, le respondió él esa noche. Sí, así está bien. Ahora estira el brazo, cierra un ojo y mira por ese círculo que es un agujero en el espacio. ¿Ves tu estrella guía?
     Por lo menos es brillante, dijo ella, te concedo eso. Brilla tanto como cualquier diamante, pero ¿por qué es mía?
     La nombré para ti, le dijo el Rey. No puedo darte una estrella para portar en el dedo, pero puedo hacerte una estrella que los cielos luzcan. De esta noche en adelante, cuando mires al cielo, te verás ahí, justo sobre tu cabeza, a ti misma como la joya que el universo porta sobre la frente.
     Se quedó callada.
     Luego dijo: Esto no es lo que pedí.
     Pensó un poco más.
     Pero es mejor, dijo. De verdad eres el emperador del aire y de la tierra.
     Y tú eres mi emperatriz, le dijo él.
     Tomados de la mano subieron hasta la punta del gnomon del enorme reloj de sol y permanecieron bajo la pequeña cúpula, a veintidós metros por encima del suelo. Los espejos de los cielos los miraban, una pareja gemela, el uno para el otro.
     Quiero más, dijo ella.
     Tienes una corona sobre la cabeza, dijo el Rey. Hay cofres con tesoros que se estremecen de tan llenos en tus aposentos. Todo el reino obedece tus órdenes y te he dado más de lo que pediste al convertirte en el ornamento mismo de los cielos. ¿Qué más puedes querer?
     Si hay un dios allá arriba, dijo ella, quiero que se hinque ante mí. Si no hay un dios, entonces debo ser una diosa.
     Él se alejó un paso de ella. La cúpula era un espacio reducido y sintió un pilar contra su espalda. La codicia de la Reina llenaba el aire entre los dos, y se expandía hasta que parecía no haber espacio para la pareja real, únicamente para la codicia. Él se aferró al pilar más cercano, temeroso de lo que ella había dicho.
     Soy un hombre de ciencia, dijo. Creo en lo que puedo ver, medir y captar. Sí, es cierto que realicé el sacrificio del caballo como lo especifica el Yajurveda y como está descrito en el Rig Veda, pero es la astronomía ante quien de verdad me hinco. Las estrellas son mis dioses, incluso si son dioses cobardes, que se alejan cada vez más de nosotros, sus súbditos.
     Hombre vacío, dijo ella. Tan vacío como el círculo entre mi índice y mi pulgar. Te veo a través de este círculo y sólo veo espacio vacío. No me puedes dar lo que quiero. No existes. Eres una ficción, como el cielo. Ahora incluso te alejas de mí a la velocidad de la luz. Jamás dejaré que me vuelvas a poner un dedo encima.

 

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En una versión de esta historia, una vez que la Reina dijo eso, su codicia se hinchó tanto que llenó la cúpula y la empujó hacia afuera, y murió después de caer veintidós metros. En otra versión, la codicia creciente no se menciona, pero se dice que dejó al Rey allá arriba y, mientras bajaba, el gnomon mismo se volvió insubstancial, ondulante, peligroso, y que ella, mareada, perdió el piso y cayó por la larga y angosta escalera y murió. En una tercera versión, la Reina no aparece como codiciosa, y la pareja vive feliz por mucho tiempo. Es probable que ninguna de estas versiones sea verdad; que el hombre de ciencia, el Rey, y su Reina más supersticiosa y demandante, siguieran casados, tan contentos o tan infelices como la mayoría de las parejas casadas. Y, como eventualmente les sucede a todos, el Rey murió y la Reina continuó brillando en los cielos por sí sola, hasta que la gente olvidó que la estrella Polar había sido bautizada en su nombre por su marido complaciente, y regresó a ser el armadillo que siempre fue, y esa extinción, la que expurgó su nombre del registro debido a lo falible de la memoria humana, fue el momento de su verdadera muerte; y cayó en el olvido. Y el universo sigue acelerándose lejos de nosotros, cada vez más lejos, y nos deja cada vez más aislados, más solitarios, y más solos.

Traducción del inglés de Pablo Duarte

«Jantar Mantar» by Salman Rushdie.
Copyright © Salman Rushdie, used by permission of

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