Stephen -fragmentos / Maitreyabandhu

Historia

Cuando la guerra fue un hecho, mi abuela
enterró tras la pocilga la mejor vajilla,
aunque en la leyenda familiar ya había olvidado
dónde para el armisticio. Como haya sido,
si escarbabas entre el seto y la cochera
encontrabas platos rotos, cuencos para el postre
hechos pedazos, calientacamas y cucharas de apóstol.
Cuando abuela murió tumbaron la pocilga.
Quedó un hueco que enseguida se llenó de llantas
de camión, chatarra — la vieja lavadora tumbada de
[costado.
Saliendo de la escuela nos íbamos ahí. Me deslizaba
entre las tablas inclinadas y colgaba mi abrigo,
él me seguía con algo parecido a una sonrisa.
De rodillas nos tocábamos, apenas sin hablar.

El desmonte
El desmonte al final de Crockets Lane
tenía a cada lado una pradera, una cima
bordeada de endrinos y pastando abajo
unos cuantos borregos en campos empapados.
Llevaba hasta Lapworth trenes de vapor, antes
de que cortara la hoz de Beeching las líneas tributarias;
ahora era una enzarzada «v» invadida de saúcos
y budelia adonde íbamos a cortar zarzamoras,
llenando escurridores, potes de plástico — quedaba
el desmonte a un buen trecho a pie desde la casa,
casi tan lejos como para que los perros se cansaran.
Recuerdo niños en el terraplén
con sus Union Jacks — alzadas contra el cielo
como soldaditos. Venían de todas las escuelas
locales porque habíamos oído que la Reina
visitaría Henley en el tren real.
Pero no puede ser cierto: esa línea corría
antes siquiera de que naciera yo y sólo papá
recordaba trenes de vapor resoplando de ida y vuelta.
Ahí llevé a Stephen un verano; pateábamos
dientes de león y hacía calor; se nos pegaban
a shorts y calcetines los abrojos tenaces.
Buscábamos un lugar dónde estar seguros
sin que nadie nos viera, un declive junto a una charca,
y mientras caminábamos salieron estrepitosamente dos
[palomas.
Vadeamos entre ortigas que nos daban hasta el pecho.
Logré levantarle la camisa y tocar su costado,
pero tenía miedo y también yo. Y de cualquier forma
el tren no se detuvo; nos quedamos nomás
en el andén mientras ella pasaba como un rayo.

 

La presa
Cuando llegamos a donde nos deteníamos siempre,
donde corría el arroyo sobre un tramo de escalones,
últimos restos de una vieja presa de ladrillo azul
que mucho antes de mis tiempos desviaba la corriente
hacia una rueda de molino, esperamos atentos
vigilando en la orilla. A cada lado del arroyo —
el lado de nosotros y la otra ribera
donde los árboles llegaban al camino — los muros
de la presa, o lo que de ellos quedaba, eran asiento
suficientemente ancho. La corriente doblaba
en ese lugar en un recodo y en la curva
brillaban guijarros blancos como una isla bajo
los árboles inclinados — con el pantalón
arremangado podías cruzar, pero era profundo
un poco más allá y corría a contracorriente
en remolinos. Stephen iba por delante un paso o dos
y yo escuchaba allende nuestras pisadas
y el tráfico de la noche temprana, no fuera a andar
alguien cerca, algún conocido de mis padres
que hubiera que saludar (nunca llevaba a los perros;
no podía soportar que nos miraran). Encontramos
un escondite, que ortigas y hiedra volvían privado,
y entonces extendimos nuestros abrigos en el suelo.

 

La feria
La feria venía una vez al año y bloqueaba la calle
principal. Pasando Station Road la ruta se volvía
una red de cables, bobinas y bidones; cruzaban
la calle alambres serpenteando o tendidos
de un puesto a otro. Gitanos en camiones de redilas
(un perro callejero en el regazo) y chicos de ojos huraños
pasaban casi todo el día armando el tiro al coco
y el tren fantasma. En bolsas de plástico colgaban
peces dorados entre las luces centelleantes — se hinchaban
y luego recobraban su tamaño natural.

De noche pendían entre los tilos cuerdas
con luces de colores. Sylvester llenaba el aire
junto al algodón de azúcar y humaradas de diésel;
unos carros te lanzaban de atrás para adelante,
y en el remolino gritabas dando vueltas
cogido de la barra — un hombre caminaba por el suelo
que subía y bajaba como si diera trancos sobre el mar,
aunque elegía a las chicas casi siempre. Nadaban juntos
patos de plástico amarillo en un círculo
girante cubierto con vidrio de espejo,

cada uno tenía bajo el pico un aro de alambre
y si lograbas enganchar alguno un gitano leía
el número en la base escrito con plumón,
y luego te pasaba un par de bailarinas españolas
o un pescado plano y blanco de escayola
terroso por detrás. Con la máquina tragamonedas
yo no jugaba nunca, pero la fruta me gustaba —
fresas, limones y peras puestos a girar, el tirón
de la palanca y las monedas
regurgitadas. Stephen estaba a la entrada de la carpa
con un grupo de amigos. Yo desviaba
la mirada aunque algo debió doler; sin sumarse
a las pullas se apartó. Debe haber sido el año
que prometí llevar a mi abuelita a la feria,
pero cuando llegó Pauline, o Penny, lo olvidé
y ella esperó toda la tarde sentada en la casa.
Me parece verlo de pie junto a las gradas
de los carros chocones, las manos en los bolsillos,
su rostro centelleando rojo, verde y ámbar. Las chicas
se iban bajando, las piernas temblorosas,

y se tenían que sentar mientras que un hombre
corría a ayudar cada vez que chocaban demasiados
carros. La feria ya se había ido en la mañana,
las calles estaban de nuevo sin brillo y silenciosas,
incluso habían barrido y recogido la basura.
Estaban las hojas cambiando de color y tenía el aire
la repentina suavidad de inicios del otoño —
había estado esperando hacer algo con su vida
cuando alguien gritó y una mujer que ambos conocíamos
dio vuelta a la derecha y lo tumbó de la moto.

Periódicos
Mi padre guardaba rimeros de periódicos
en el viejo camión verde. Se enmohecían en el calor
del verano — la chica en la página tres, Snoopy
en la contraportada del Daily Mail, ovnis y la máscara
de Tutankamon. Los guardaba junto con corcholatas
de botellas, oro y plata, para los boy scouts.
Estaba el camión cerca del seto
donde perdí el cuchillo de mi madre para el pan.

Mis hermanos saltaban sobre pacas de paja
desde el techo del camión; Robert iba el primero,
pero al llegar mi turno me golpeé en la quijada
contra la rodilla y me fui a la carrera llorando
por el jardín. El jardín de al lado estaba cubierto
de mala hierba. Decía mi padre que cuando murió
el vecino dejó instrucciones sobre en qué pila de composta
debían dejar su cuerpo. Una vez fuimos ahí.

Había frambuesas y grosellas enredadas
entre zarzales y seguían las habichuelas creciendo
en sus estacas asfixiadas de ortigas. Stephen logró
forzar la puerta de atrás. Subimos por la escalera
retorcida y angosta que llevaba a un tabuco
forrado de periódicos, restos de donde antes
estaba la capa de refuerzo. Una sola
ventana asomaba al jardín en ruinas.

Sentíamos que todos nos veían, así que trepó
por la trampilla del ático hasta que sus piernas
desaparecieron en la oscuridad. Eso debe haber sido
un año antes de que lo mataran en la intersección
entre Beaudesert Lane y la calle principal,
su cuerpo tendido en la calle bajo un cobertor,
la ambulancia parando el tráfico, y yo de camino
a la escuela, la mañana de mi examen de arte.

Retrospección
En mi historia, ese día fuiste a la escuela andando,
dejaste la moto en la cochera, tus guantes
en el asiento, me alcanzaste y sugeriste
vernos en tu casa; tu hermano estaba en el trabajo.
Me digo que todo sigue desde ahí, de vez en cuando
hasta que yo me voy. Ahora tú tienes veinticinco años
y has aprendido el arte de sonreír. Hablamos de la vez
que esperaste en la tina al salir de la escuela,
junto a la cocina de tus padres. Pero la historia
no tiene sentido, los hechos que dejaste
son muy nimios para darles trascendencia.
No puedo poner explicaciones en tu boca.
Sólo estás ahí, de pie en el umbral
de la cocina, delgado como un lápiz,
pálido y con un casco en la mano.

Versiones del inglés de Adriana Díaz Enciso

 

History 
When war was certain, my grandmother buried / the best crockery behind the pigsty, / although family legend has it that by armistice / she’d forgotten where. Either way, / if you dug between the garage and the hedge, / you found broken dinner plates, smashed-up / pudding bowls, apostle spoons and bed warmers. / The sty came down the year my grandma died. / It left a gap that soon filled up with lorry tyres / and scrap — a twin-tub lying on its side. / We’d meet and go there after school. I’d slip / between the leaning planks and snag my coat, / he’d follow me in with something like a smile. / We knelt and touched but hardly ever spoke.

The Cutting
The cutting at the end of Crockets Lane / had a meadow on either side, a brow / fringed with blackthorn and a few sheep grazing / in sodden fields below. It carried steam trains / up to Lapworth, before the Beeching Axe / cut the branch lines down; now it was / a brambled ‘v’ overrun with elderflowers / and buddleia. We’d go there blackberrying, / filling colanders and plastic tubs — / the cutting was a good walk from the house, / almost far enough to tire the dogs. / I remember children on the embankment / carrying Union Jacks — up against / the sky like little soldiers. They came from all / the local schools because we’d heard the Queen / would visit Henley in the royal train. / But that can’t be right: that line came up / before I was even born and only dad / remembered steam trains huffing up and down it. / I took Stephen there one summer; we kicked up / dandelions and it was hot; we got those / sticky burrs stuck to our shorts and socks. / We were looking for somewhere we’d be safe / and out of sight, a cleft beside a pond, / and as we walked two pigeons clattered out. / We waded nettles that reached up to our chest. / I managed to lift his shirt and touch his side, / but he was scared and so was I. And anyway / the train didn’t stop; we just stood there / on the platform while she thundered past.

The Dam
When we came to our usual stopping place, / where the brook ran over a flight of steps, / the last remains of an ancient, blue-brick dam / that long before my time had turned the current / toward a millwheel, we waited at the edge / and kept a look-out. Either side the brook —  / the side we stood on and the further bank / where trees ran right up to the road — the walls / of the dam, or what was left of them, / were wide enough to sit on. The current turned / an elbow at that point and in the crook / white pebbles shone like an island below / the leaning trees — you could get across / with your trousers rolled, but it was deep / a little further off and ran in eddies / and whirlpools. Stephen walked a step or two / ahead while I listened beyond our footfalls / and the early evening traffic in case someone / was walking nearby, someone my parents / would’ve known and I should say hello to / (I never took the dogs; I couldn’t bear / for them to watch). We found a place to hide, / made private with ivy belts and stingers, / then we spread our coats out on the ground.

The Mop
The Mop came once a year and blocked the High Street. / The route past Station Road became a web / of cables, spools and drums, with wires snaking / across the road or slung from stall to stall. / Gypsies in high-sided lorries with mongrels / on their laps and boys with sullen eyes / spent most of the day erecting the ghost train / and the coconut shy. Goldfish hung / in plastic bags between the flashing lights — / they’d swell up then go back to normal size. // By evening, ropes of coloured lights hung / between the limes. Sylvester filled the air / along with candyfloss and diesel fumes; / cars flung you back and forth and waltzers / spun you round while you held the bar / and screamed — a man would walk the rising-falling / floor like he was striding across the sea, / although he nearly always chose the girls. / Yellow plastic ducks swam together / in a revolving circle backed by mirror glass, // each one had a wire hoop under its bill / so if you managed to hook one out a gypsy / would read the number felt-tipped on the base, / then pass across a pair of Spanish dancers / or a plaster-of-paris fish — flat and white / and chalky from behind. I never played  / the one-armed bandits, but I liked the fruit — / spinning lemons, strawberries and pears, / the handle-pull, the regurgitated money.  / Stephen was standing with a group of friends // just inside the tent. I kept my eyes / averted although something must have ached; / he turned away but didn’t join the taunts. / That must have been the year I said I’d take / my Nana to the Mop, but when Penny came / or Pauline, I forgot and she sat all evening / waiting in the house. I think I see him / standing by the dodgem steps, hands / inside his pockets, his face flashing amber, / red and green. Girls were getting off, // feeling wobbly and having to sit down / while a man would run across to help each time / too many cars collided. The Mop had gone / by morning, the streets were quiet again and dull, / they’d even swept and cleared away the litter. / It was around the start of autumn, the air / had that sudden softness, leaves were turning — / he’d been waiting to do something with his life / when someone screamed as a woman we both knew / turned right and knocked him off his bike.
Newspapers
My father kept the bailed-up newspapers / inside the old green lorry. They mouldered / in the summer heat — the page three girl, / Snoopy at the back of the Daily Mail, / ufos and the mask of Tutankhamen. / He kept them for the scouts, along with gold / and silver bottle tops. The lorry was near / the hedge where I lost my mother’s breadknife. // My brothers jumped off the lorry roof / onto bales of hay, Robert going first, / but when it came to my turn I hit my jaw / against my knee and ran down the garden crying. / Next door’s garden was overgrown with weeds. / When the neighbour died, my father said, / he left instructions which compost heap / his body should be left on. We went there once. // Raspberries and redcurrants were tangled up / in briars and there were runner beans / choked with nettles still growing on their sticks. / Stephen managed to force the back door open. / We climbed the narrow buckled stair that led / up to a box room lined with newspapers / leftover from where the underlay had been. / A single window overlooked the ruined garden. // It felt like everyone could see, so he climbed / up through the attic hatch until his legs / disappeared into the dark. That must have been / a year before he was killed at the intersection / between Beaudesert Lane and the High Street, / his body lying under a blanket in the road, / the ambulance stopping the traffic and me walking / to school, the morning of my art exam.

Retrospect
In my story, you walked to school that day, / left the moped in the garage with your / gauntlets on the seat, caught up with me, / suggested we should meet back at your house, / your brother still at work. I tell myself / we carry on from there, off and on / until I move away. Now you’re twenty-five / and have learnt the art of smiling. We talk / about that time you waited in the bath / next to your parents’ kitchen after school. / But the story won’t make sense, the facts / you left too small to be given consequence. / I can’t put explanations in your mouth. / You just stand there in the kitchen doorway, / pencil-slim and pale and carrying a helmet.

    «Beeching Axe» en el original, que literalmente se traduciría como «el hacha de Beeching», se refiere a la clausura de líneas y estaciones que redujo la red de servicios ferroviarios en Gran Bretaña en la década de 1960, a iniciativa de Richard Beeching, entonces presidente de British Railways. (N. de la T.).

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