Los jóvenes peruanos, atractivos, bronceados,
—casi personajes
de alguna literatura de tema homosexual
compuesta por un viejo—
de pecho inflado como la vela de una pequeña embarcación,
estaban en fila, balanceándose, formados
uno al lado del otro
en una paralela a la línea de la costa,
con el agua algo más arriba de la cintura,
las palmas de las manos extendidas en frente
apenas rozando la superficie del océano.
Nadie se había puesto de acuerdo con nadie.
Subían y bajaban con los pequeños cambios de la marea
esperando la ola ideal
para que los impulsara un poco al nadar,
y luego, satisfechos y triunfantes
de utilizar para un fin
tan egoísta
el poderío de Neptuno, volvían al lugar donde iniciaron:
Body Surfing
llaman a esta práctica.
Se mecían como espigas en un campo.
Eran un rebaño,
una aglomeración de corazones de la tierra
tan inconsciente de sí misma
que la luz roja del atardecer
se mezclaba con ellos
como el tinte del té
en el agua recién hervida.