Arriba del edificio se pueden distinguir tres figuras: una que representa a la Coatlicue, otra a la señora Ramírez —hecha con un maniquí—y, finalmente, un águila con las alas bajas, como impulsándose para tomar el vuelo. Da algo de miedo acercarse, sobre todo por el olor ácido, como a podrido, que desprende el conjunto. Al dejarte entrar, luego de obligarte a jalar un mecate azul varias veces, el portero te manda que te sientes en un sofá de plástico que está en un rincón del patio, junto a un lavadero. De su covacha sale con un huevo en la mano, ya negro. Te lo pasa varias veces por todo el cuerpo. No debes protestar, más bien te dejas. Si no nota nada raro, te dice que está bien y te rocía con un spray que huele a lavanda. Luego te indica las escaleras. Piso dos, dice, a la derecha. Subes y no debes dejar que te tiemblen las piernas porque es mala suerte. Subes y hay una rata muerta en el descanso, no la mires. Subes y llegas a un pasillo con el piso de mosaico nuevo, algo resbaloso.
A la derecha tan sólo hay una puerta, mitad metal y mitad vidrio. El vidrio está tapado por adentro con una cortina de tela burda y flores rosas. Una señora abre la puerta. Trae un trapeador en la mano y te indica que pases por un lado en lo que se seca el piso. Ahorita sale la señora Ramírez, contesta sin que le hayas preguntado nada. Te sientas en la silla de un comedor, el mantel lleno de migas y manchas de salsa. El platito de la salsa sigue ahí, con una cuchara de plástico blanco sumergida en su totalidad. Atiendes los murmullos al fondo de un corredor, distingues dos voces. Una será la señora Ramírez. Le preguntas a la que trapea si tardará mucho, pero no te contesta. Aunque tarde una eternidad, no te queda sino esperar, lo tuyo es así. La pared está llena de fotografías. La señora Ramírez figura en todas, vestida de mandil. Hay una foto con Raúl Velasco, varias con extranjeros a los que no reconoces, otra con Luis Aguilar, con Silvia Pinal, con políticos (¿o serán empresarios?) cuyos nombres se te revuelven en la memoria. No te preguntes qué vinieron a preguntar, todo México ha estado aquí. O sí, pregúntatelo, porque tarda mucho, allá al fondo no ha parado de hablar. Está dando indicaciones a alguien sobre un mandado. Los tienes que escoger bien, dice, si no, se pudren enseguida. Curiosamente todo lo que te rodea parece estar un poco podrido, pasado. También te sientes así, con el problema que vienes arrastrando. Pero pronto te lo sacarás de encima, no hay cosa imposible para la señora Ramírez, te dijeron.
La persona a la que le hablaba la señora sale de la habitación del fondo. Es un hombre horrible, grande, tosco, lleno de cicatrices. No se preocupa por disimular la pistola dorada entremetida en el pantalón. Tú preferirías no haber coincidido nunca con alguien así. Bajas la mirada para que no te vea verlo, eso es lo principal, y decides que si no te dice nada, tú tampoco, pero si te saluda, le debes corresponder. Ni siquiera te mira. Pasa junto a ti como una enfermedad peligrosa, mientras te observas cuidadosamente las manos juntas y piensas que tienes las manos gordas. ¿Y ése?, le pregunta a alguien la señora Ramírez. Levantas la vista, ese que dice debes de ser tú. Algo se cierra por encima de tu cabeza, algo que creíste un cuadro y es en realidad una pequeña ventana en la pared, un hueco por donde te estaban mirando y no te diste cuenta. Me dijeron que viniera con usted, murmuras. La señora Ramírez te dice Pasa, te apura, Ándale, rápido, no tengo todo el día. Entras a una especie de consultorio del imss, hay una camilla y una mesa metálica. Los tubos de los muebles fueron blancos alguna vez, pero en muchas partes se ha caído la pintura de aceite. Sobre la camilla hay unos periódicos extendidos, distingues el Esto, el Alarma con unas fotos espantosas. Te sientas encima de la foto de un niño atropellado. La señora Ramírez es muy chaparrita, su cabello tiene mechones de color. A ver, enséñamelo, te dice. Te levantas la camiseta, le enseñas la cuchillada debajo de la tetilla izquierda. La cuchillada profunda, un tajo por el que ya viste cosas: animales que se arrastraban e incluso escuchaste agua correr. La señora lo examina con atención, le pasa encima los dedos sucios, las uñas pintadas de verde lonchería, luego escarba en el interior y saca una foto. Ése es, dice estudiándola, le falta muy poco, ya casi viene, ni te afanes. Te pide que te acuestes. Vuelve a meter los dedos sucios por la herida, saca tus tripas y las echa en una palangana. Luego el corazón. Está morado, mustio, no se mueve. Así se pone, dice, como si te leyera el pensamiento. Luego de eso te cose con una aguja, unas puntadas grandes de estambre, y te maquilla bien, te peina. Mírate, dice, así te están mirando ahora. Oyes llorar a tus hijos y a tu mujer, lo ves también a él, que se persigna hipócrita y se escurre entre la gente. Ya le falta poco, dice la señora Ramírez, no tarda. Luego te pone emplastos de Jamaica por todo el pecho y sientes una felicidad picante, te lloran los ojos y te arde la garganta. Ahora sí ya estás, te dice, ya te puedes ir.
Sales del edificio y caminas por la enorme explanada, oyendo las campanas, los claxonazos, los disparos. Sin embargo, ya no sientes el miedo, ya no hueles nada y estás feliz. Eres casi puros ojos. Con ese sentimiento cruzas varias calles vacías, de persianas y cortinas cerradas y gatos que se escapan por las grietas. Hacia la derecha, hacia la derecha, te dijeron, como si fueras a tu casa, hasta que llegues a un parque donde hay unos árboles y unas piedras. Lo distingues atrás de otro edificio viejo y enorme, de piedra, en el que alguien dejó apoyada una bicicleta. Al fondo alcanzas a ver al barquero, la trajinera con flores secas que dicen tu nombre, el de la bicicleta sentado, como un pasajero más. El barquero no tiene rostro, pero sabes que debes hablarle. Me dijeron que viniera con usted, repites. Él no dice nada, eso también te lo imaginaste, y sólo zarandea un poco la trajinera para acercártela. Saltas adentro y te sientas a esperar, hasta que salga, con el de la bicicleta. Éste te dice ¿A ver? Y le enseñas la herida. Él te muestra la suya también, un hueco muy grande en el costado por el que asoma el hocico un mapache. Y así se quedan, serios y contentos, esperando a zarpar.