Antes de dedicarme casi de lleno a hacer crónicas de viaje, hice algunas pocas que se perdieron. Dos o tres se publicaron; la que ahora voy a tratar de recordar, en una revista; la revista no salió más y entonces a mí me pareció que debía perder también la nota, como si nunca hubiera existido, la tiré en una mudanza. Por ese tiempo me gustaba mucho el chamamé y cuando escuchaba tocar «Kilómetro once» me paraba como si tocaran el himno nacional. Había comprado un disco de un paisano correntino, no recuerdo su nombre; en una canción explicaba a su hijo cómo hay que proceder en la vida, decía cosas como «Respetale bien a la autoridá
Pero no sea cosa que te vayan a arrear».
Y seguía una serie de consejos que, para mí, encerraba todo lo que es necesario para manejarse en este mundo. Un periodista amigo me dijo:
—Sí, hacé la nota, pero no te podemos pagar.
En realidad yo hubiera pagado de haber tenido tres veces más de lo que pagué por ir a Corrientes en ese micro cacharriento, pero debía reservar el dinero para el hotel y quería quedarme muchos días. Fui en verano porque no pude esperar hasta el invierno. «¡Esperá el invierno!», me decían, y «¿Qué te pasa con el chamamé, tenés algún pariente correntino?». No me importaba lo más mínimo el verano, yo quería ir. En el micro había un paisano, todo vestido de tal, con el sombrero puesto. Interpreté a esa figura como un signo del éxito de mi expedición y me senté a su lado. Empezamos a hablar y le pregunté:
—¿Y cómo es allá?
—Y allá —me dijo— no le van a tomar un fernet, un gancia —era ceceoso—. Allá mal y pronto una caña. Allá hay una crotera ahora, mija…
Registré la palabra que después usé y abusé de ella, porque vino la crotera a Buenos Aires. Después hablamos de Don Montiel y de Tránsito Cocomarola y no me paré en señal de homenaje porque el paisano era muy medido. Cuando llegó la noche me fui a dormir a los asientos de atrás que estaban vacíos y a la mañana me volví a sentar junto al paisano, como recuperando mi lugar. Pero se ve que se había ofendido porque yo había abandonado el sitio a su lado y me trataba con frialdad. Ahora pienso que un poco de razón tenía al ofenderse porque yo recorría ese cacharro como Pedro por su casa y tal vez él pensara que una persona debe guardar el lugar que el destino le asigna.
Cuando llegué a mi pieza del hotel (oscura y triste pero no me importaba eso), la mucama que hacía la cama me dijo:
—¿No se enteró del accidente de micro de ayer? Se murieron doce chicas de la comparsa Ará Berá. Yo soy de Copacabana, pero como una chica de Ará Berá era vecina, fui al velatorio igual —Copacabana era la eterna rival de Ará Berá.
Pensé que era un argumento singular y que me esperaban cosas insólitas.
No recuerdo haber llevado conexiones de Buenos Aires, pero alguna debí tener porque la primera persona con la que hablé era un psicoanalista de Buenos Aires radicado allá. Lo vi un mediodía y tomamos un whisky mientras me contaba cosas de sus pacientes. «La clase alta se analiza en Buenos Aires para que no haya filtraciones de información, acá se analiza la clase media, estudiantes, abogaditos». Y añadió: «Y sea lo que fuere mi paciente y venga por la causa que viniere, no puedo empezar la sesión sin preguntar si no le han hecho un payé».
—¿Cómo? —dije.
—Sí, el paciente está ovillado en un rincón del diván y no empieza a contar lo que le pasa hasta que yo le pregunte: «¿Te han hecho un payé?». Siempre dicen que sí, y entonces después empezamos tranquilamente con Edipo, Electra y todo lo usual.
Me despedí del psicoanalista y al salir a la calle (era mediodía) me acordé de lo que me habían dicho del verano y de todos mis antepasados por las dos líneas, el whisky se combinó con el sol para hacerme un payé y creí que me desintegraba en plena calle. Por suerte no sucedió y encontré sombra en mi triste hotel, y a la tarde, ya repuesta, me puse a recorrer la ciudad espiando en todos los patios de las casas; tienen limoneros, azahares, flores de colores, y me dio la sensación de que la zona íntima de la casa no estaba en las habitaciones, estaba en el patio. Mirando y mirando casas me perdí, hice lo que siempre hago: le pregunto a alguien para que me guíe. Vi a una señora con cara de entendida y le pregunté:
—Señora, ¿dónde queda el centro?
Me dijo, altiva:
—El centro es para allá —con ll reforzada—. Ahora, si quiere más centro…
Daba a entender que si quería más centro me volviera al lugar de donde venía. Yo no había leído en ese tiempo los motivos de la pica entre correntinos y porteños; esta pica venía desde antes de la guerra del Paraguay. Cuando ésta se declaró, los correntinos no querían ir a la guerra y decían: «Porteño y víbora de la cruz la misma cosa». Yo adjudiqué la respuesta de la señora a un carácter regional exótico.
Después entrevisté a un arquitecto que era organizador general de las comparsas de carnaval y me dijo: «¿En qué viniste? Ah, en micro. Sos una periodista pobre. Acá se organiza el carnaval con un año de anticipación y yo recibo recursos de la dirección de cultura. El director de cultura es mi cuñado; el año pasado fui, lo encaré y le dije: “Dame plata para el carnaval”. Él me dijo que no tenía y yo dele porfiar hasta que lo cansé. Él es petiso, pero se paró como si fuera alto y me dijo, muy solemne: “Ahora te estoy hablando como director de cultura”».
El cuñado director de cultura se tenía que ir a Buenos Aires para operarse de la cadera; entonces el arquitecto le dijo:
—Como no me des plata para el carnaval te voy a hacer un payé y no vas a caminar más.
«Y me dio el dinero. ¿Cómo organizo si no yo? Trajes, carrozas, luces».
Como me asombré de tanta pasión carnavalesca, me dijo: «Algunos, cuando pierde su comparsa favorita, le tiran un botellazo al televisor, o un chorro de sifón, y a los jurados, que son varios y los traen de Buenos Aires, los de baile del Colón, hay otro de la plástica para la parte visual y unos cuantos más, los ponen en hoteles distintos para que el voto no se contamine. Una vez al público no le gustó el voto del jurado y los corrieron a naranjazos hasta el aeropuerto».
Sí recuerdo que el arquitecto me dio la dirección de una señora que era la madre de la reina del carnaval anterior. Era una casa de clase media media, amueblada como tal, pero con la particularidad de que, en vez de haberla pintado un poco mejor, habían gastado dinero en construir una habitación para exhibir el vestido de la reina: una habitación para un vestido. La señora era consciente de su papel de madre de reina; le comenté la muerte de las chicas de Ará Berá: «Sí, nosotros somos de Copacabana». Y se condolió con un pesar prudente.
Todo eso recuerdo y siempre quise volver a Corrientes, pero como sólo podía hacerlo en verano, con los años mi prudencia se acentuó y no fui más.