El del medio / Selva Almada

  Estaba despidiendo al chofer del camión jaula que había venido a llevarse una carga de pollos cuando la vio a su mujer hablando con Tonio, su hermano menor.
     Verónica tenía a la criatura encajada en la cadera, la musculosa y el shorcito le dejaban medio cuerpo al aire. Habría llegado mientras él estaba en los galpones cazando pollos. ¿Ya se le habría pasado la bronca? Ayer los dos habían peleado y ella había agarrado el nene y la camioneta y se había mandado a mudar a lo de su madre. Cuando pasó a su lado le gritó que no pensaba ir a buscarla de nuevo y otras cuantas cosas que el ruido del motor le habrá impedido escuchar. Por suerte, porque se arrepintió enseguida. Él a Vero la quiere, pero ella lo saca de las casillas cada dos por tres.
    
     Su padre le advirtió que eran muy jóvenes para casarse. Pero la opinión de su viejo estaba contaminada por su propia experiencia. No confiaba en el matrimonio. O, mejor dicho, desconfiaba de la lealtad de las mujeres. No era para menos: la suya lo había dejado con tres hijos chicos y se había pirado con su mejor amigo. No había razón para que su padre creyera en la lealtad de nadie.
     Sin embargo él, pese a su corta edad, creía que las cosas podían ser distintas. Con Vero estaban enamorados y la noticia del nene en camino fue la excusa perfecta para estar juntos como Dios manda, sin que ella tuviera que escaparse para verlo.
     Si no la hubieses preñado, no entrabas nunca a mi familia, le había dicho el padre de Vero, pero ahora que me la echaste a perder, te casás. No voy a criar un nieto guacho.
    
     Le da mucha rabia ver a su mujer y a su hermano menor juntos, todo el día chucu-chucu, a las risas. Tonio no es como él y el Willy que se rompen el espinazo en los gallineros, de sol a sol enterrados en mierda de pollo, con olor a plumas, contagiándose piojillo, los brazos y las manos llenos de arañazos que se infectan y entonces a Vero le da impresión que la toque o agarre al nene. Tonio es distinto. Cuando el padre se enoja con él dice que es igual a la madre. Y por ahí eso es lo que le preocupa. Que Tonio sea como su madre. O que Vero tenga las mismas mañas que ella. Para el caso es lo mismo.
    
     Cuando la madre se fue con ese tipo, Denis, Tonio era un bebé más chico que su nene y el Willy y él tenían cinco y cuatro años. Guardaba algunas imágenes de esos primeros días. El padre enfurecido poniendo la casa patas arriba. Arriando con todas las pertenencias de la mujer y prendiéndoles fuego en el patio. Asustado y al mismo tiempo fascinado porque nunca había visto una fogata tan grande, se había quedado en cuclillas mirando las lenguas de fuego que se movían con el viento. Sin querer se había hecho pis encima y cuando se dio cuenta se puso a llorar, todo en silencio y sin cambiar de posición. Por suerte era de noche y el padre tenía la cabeza en otra cosa como para darse cuenta de algo. No paraba de decir que los iba a buscar y les iba a dar un escopetazo a cada uno. ¿Había llegado a agarrar la escopeta o eso se lo había inventado él? Sea como sea, el caso es que no salió a buscarlos ni mató a nadie. Aunque le dijo a todo el mundo que lo haría si volvían a cruzarse en su camino. Tal vez lo decía para que ellos se enterasen y no se les ocurriese volver. Tal vez tenía miedo de terminar perdonándolos si regresaban y se lo pedían.
     Con los años había comprendido que su viejo era incapaz de matar a nadie. Todavía no sabía si eso era una virtud o un defecto.
     Mientras, Tonio lloraba como un marrano. No había parado de llorar durante días más que en los cortos intervalos en que lo vencía el cansancio y dormía algunas horas. El Willy andaba para todos lados con el hermanito a upa. El nene berreaba y el Willy se lo llevaba lejos para que el padre no se pusiera peor de lo que estaba. Él tampoco aguantaba oír a la criatura, pero le daba miedo quedarse solo, así que no tenía más remedio que irse atrás del Willy. Caminaban por el campo, se iban hasta el arroyo o se metían en la arboleda: a Tonio le llamaba la atención el movimiento de las hojas y un poco se calmaba.
     Por suerte a los dos o tres días llegó la abuela para poner orden y encargarse de todos. De a poco las cosas se fueron reacomodando. La abuela, que había venido con un bolso chico y un par de mudas, mandó a traer el resto de sus cosas y se quedó a vivir en la casa. Con el paso de los días Tonio empezó a llorar cada vez menos. Hasta que agarró la mamadera, la abuela se mojaba el dedo en leche y se lo metía en la boca como a un gatito.
    
     El camión echa a andar y el chofer saca un brazo por la ventanilla diciéndole adiós. Él también levanta la mano devolviendo el saludo. Manejá con cuidado, grita y el otro le responde con un bocinazo.
     Vero dejó al nene en el suelo. Está fumando y sigue charlando animadamente con el cuñado. Amaga ir hacia la casa, pero enseguida se arrepiente y enfila hacia los gallineros. No tiene ganas de hablar con ella todavía. Se prende un pucho y camina rápido como si fuese a hacer alguna diligencia. No va a hacer nada. Sólo quiere parecer ocupado y poner distancia.
    
     Este año se juró trabajar el doble para que el año que viene Tonio pueda irse a estudiar veterinaria a Esperanza, en Santa Fe. Lo quiere lejos de su mujer. No lo quiere otro año dando vueltas por la granja, dándole charla a Verónica. Los dos ociosos haciendo Dios sabrá qué mientras el Willy y él andan en los galpones.
     Se queda el padre en la casa, pero el padre se mete en la pieza a tocar el acordeón o se va al boliche todo el día y después hay que ir a buscarlo porque llega la noche y él no vuelve. Apenas ellos pudieron arreglarse solos fue como que el padre dijo basta, hasta acá llegué. Con el Willy levantaron la granja y la hicieron funcionar. Los dos son muy trabajadores. No sabe de dónde les viene. No del padre que siempre fue bastante vago, de haber sido por él nomás se habría dedicado al acordeón.
    
     Técnicamente el invierno no ha terminado, pero la temperatura pasa los veinticinco grados, hay mucha humedad y viento norte. Algo así como el veranillo de San Juan, aunque eso es en junio, le parece. Como sea, el olor de los gallineros se espesa y los enjambres de moscas se posan en los troncos de los árboles y en las paredes formando manchas oscuras y zumbonas. Vero detesta las moscas y la peste de los pollos. Ella es una chica de pueblo y no se acostumbra a ser la mujer de un granjero. Por ahí tendría que haberse casado con alguien como Tonio que el día de mañana y si Dios los ayuda va a ser un profesional con chapa de bronce en la puerta.
    
     Cuando empezó la escuela, el Willy, que ya estaba en segundo, les venía diciendo a todos que la madre era muerta y él siguió con el cuento. Por no desmentir al hermano o porque le daba vergüenza, vaya a saber. Una mentira blanca, de niño, que a veces terminaba creyéndose. Fantaseaba con que su padre, sin que nadie lo sepa, había encontrado a la madre y le había disparado con la escopeta tal como le oyó jurar. El amante, sin embargo, había logrado escapar. El padre lo había dejado irse para que fuera él, el hijo del medio, quien cuando creciera lo matase.
     Apenas entrado en la adolescencia, dejó la escuela igual que el Willy y los dos se pusieron a trabajar a la par. Por esa época murió la abuela y con lo que le tocó de herencia al padre construyeron el primer galpón y arrancaron en el negocio de los pollos. El trabajo duro había aplacado su deseo de venganza. No tenía tiempo de pensar en ese hombre ni en su madre. No es que los hubiese perdonado, sólo que cada vez pensaba menos en el asunto. Se fue convenciendo de que nunca más vería a su madre; que era, en cierto modo, como si estuviese muerta.
    
     En la familia nunca se habla del tema. Debe ser de lo último que puede querer hablar el padre y, por supuesto, él lo comprende y respeta. Pero tampoco los hermanos hablan de eso.
     El Willy es callado como una piedra. De lo único que habla es de pollos y de números. Nunca tuvo novia. Sospecha que ni siquiera estuvo alguna vez con una mujer. Y con Tonio no se puede hablar en serio de nada. Según como se mire, tuvo más suerte que ellos: era tan chiquito cuando ella se fue que su memoria no guardó nada de la madre.
    
     Hace unos años, un conocido del pueblo llamó por radio y él recibió el mensaje. Decía que su madre iba para allá en un remís, que quería verlos y que los esperaba en la tranquera.
     Nunca le dijo a nadie, pero fue.
     En la entrada a la granja hay un grupo de árboles frondosos. Se trepó a uno y esperó oculto entre las ramas y las hojas de la copa tupida. Al rato vio el Renault blanco salirse de la ruta y estacionar en la tranquera. Bajó una mujer delgada, vestida con jeans y remera, el cabello rojizo, teñido, ni corto ni largo. Joven todavía. Con buena figura. De habérsela cruzado en la calle, él, que ya empezaba a prestar atención al sexo opuesto, se habría dado vuelta para relojearle el trasero.
     Ella se apoyó en el capot del auto y encendió un cigarrillo. A éste primero le siguieron unos cuantos en la hora larga que estuvo esperando, sin moverse, a pesar del calor que rajaba la tierra. No se acordaba que su madre fumara. Aunque tal vez había agarrado el vicio después de dejarlos.
     El conductor se quedó sentado frente al volante y puso la radio. La música, una canción de moda, llamó su atención y entonces vio que en el asiento trasero había dos criaturas. Una sacó la cabeza rubia por la ventanilla y llamó: Má. Tendría seis o siete años. Má, gritó, me hago pis. La mujer se dio vuelta, pero se quedó en el lugar. Bajate y hacé atrás del auto: en mi cartera hay papel. No, dijo la nena, me van a ver. Decile a tu hermana que te tape; dale que acá no hay baño.
     Bajó una por cada puerta. Las dos rubias y con poca diferencia de edad. Se escondieron atrás del parachoques y se agacharon para mear. Después anduvieron correteando por ahí. La madre, sin mirarlas, les pidió que no se alejaran y que se quedaran quietas.
     Pasó un montón de tiempo. Empezaba a acalambrase de estar inmóvil arriba del árbol, cuando el remisero se asomó y le dijo a la mujer que tenían que ir volviendo, que tenía una reserva para las cinco. Ella le pidió que esperasen un poco más. El hombre dijo que no, que no podía, que la reserva estaba hecha desde la mañana y que no le podía fallar a su cliente. Si no aparecieron todavía, no van a venir, le dijo. Las nenas se quejaron que tenían sed y estaban aburridas. Tenían tonada porteña.
     La mujer se alejó del auto y se subió a la tranquera. Se puso una mano en la frente y miró lejos, seguramente con la esperanza de verlos venir o algo, pero la casa estaba demasiado retirada como para ver nada desde allí.
     Está bien, dijo volviendo al coche, vamos.
     El chofer dio marcha atrás, giró y agarró la ruta de nuevo. Él bajó del árbol, pasó entre los hilos del alambrado y corrió hasta la banquina. El auto era un punto blanco que fue tragado enseguida por el asfalto brillante.
    
     Cuando se acerca a la casa, le llega el olor a comida. Churrascos a la plancha. Sonríe. Vero no sabe cocinar otra cosa.
     Se detiene en la pileta de lavar ropa y mete los brazos bajo el chorro de agua fría, se enjabona y friega con fuerza y luego se enjuaga y seca con una toalla que saca de la soga.
     Vero sale de la cocina y agarra al nene, que trataba de sacarle un hueso a uno de los perros.
     Tonio, reprocha, fijate lo que hace tu sobrino, mirá si el perro lo muerde.
     Este perro es más bueno que Lassie, dice Tonio riéndose, si se crió con nosotros.
     Sos un tiro al aire: no se te puede encargar nada, dice ella más divertida que enojada. Sin embargo cuando lo ve entrar en el patio se pone seria.
     Hola, dice él, volviste.
     El nene se ríe y le tira los bracitos. Ella lo agarra por debajo de las axilas y se lo tiende. El crío pega varias pataditas en el aire como si así fuera a llegar más rápido a los brazos del padre. Alza a su hijo y lo aprieta contra el pecho. Es tan blando y frágil. ¿Qué harían si Vero los abandonara?
     Ella regresa a la cocina. Él se queda en la galería haciéndole unas monerías a la criatura. Tonio deja la revista que estaba hojeando y le dice que le dé al nene si quiere. Pero él se lo niega y entra en la casa.
     Vero está poniendo la mesa.
     Qué suerte que volviste, le dice él.

     Ella no responde, pero sonríe, le da un beso y los abraza a los dos, al esposo y al hijo, en el mismo abrazo. Él cierra los ojos y siente la respiración cálida de su mujer contra el cuello y las babas del nene que le empapan el hombro de la camisa. Piensa que si ella los deja, la mata.

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