Papá tenía la boca abierta y le caía la baba por el mentón. Mamá lo había convencido de bajar el volumen del televisor, por lo menos, porque papá se ponía a gritar «como si lo estarían fajando» si le cambiaba de canal, dijo mamá. La profesora se avergonzaba de que su mamá dijera «estarían». De eso y de muchas otras cosas que en una época la sacaban de quicio. Había madurado y estaba en paz, empezaba a darse cuenta de que estar mejor educada que mamá no le había servido de nada. Al contrario. Ya bastante papelón con que estemos comiendo y se escuchen esos gemidos, dijo mamá y retiró las sábanas. Te diste vuelta para no mirar, pero el olor a caca se te metió en la nariz. Sabías de memoria la secuencia: mamá levantando las piernas de papá, las piernas de papá abiertas, los huevos colgando, la toallita con perfume de limón sacando la caca. En el televisor dos rubias se tocaban, se pasaban aceite por el cuerpo, un negro las espiaba y se metía la mano en el pantalón.
—Ya está —dijo mamá.
Por lo general papá reconocía a la profesora, pero a veces no registraba nada. Mamá decía que era por la medicación. El negro por fin se había bajado los pantalones y las dos rubias se turnaban para chupársela. Una de las rubias se acostaba en el piso. Tenía zapatos con taco aguja.
—Vuelvo temprano —dijo mamá.
Dijiste que estaba bien. Le diste un beso a tu mamá y esperaste que saliera para sentarte al lado de tu papá y sonreírle. Te sentiste aliviada de alejarte un poco de Gonzalo. El horario era lo de menos. Al contrario: preferías estar muchas horas con tu papá. Pensabas pasar la noche esperando que Rabec apareciera en el celular. Además empezabas a acostumbrarte a que tus viernes hubieran cambiado tanto.
Papá no sacaba los ojos de la pantalla. Te dio vergüenza mirar: la punta del taco de otra rubia se clavaba en el hombro de otro negro que brillaba como una bola de cristal. La rubia gritaba. En esa posición (las piernas abiertas, los ojos cerrados, la mano acariciándose), había estado la profesora, un viernes, teniendo sexo en un viaje de éxtasis con Rabec.
—¿Podemos cambiar de canal? —preguntó la profesora.
Agarraste el control remoto y pusiste otra cosa. Tu papá se puso a gritar como loco. Está bien, dijiste, dejo la película. La rubia seguía en la misma posición. ¿En qué momento se había terminado todo? Tenía la sensación de que el cambio había sido repentino. Despertarse un día y ser un gusano. Como las mariposas, pero al revés. La habían criado como una princesa, igual que a mamá, a Lorena, a todas las nenas que sueñan con casarse de blanco. Habías elegido el camino de los excesos porque pensaste que así llegabas a la sabiduría. Error. Le estabas limpiando el culo a papá. Tu juventud terminaba como una película de John Waters, oliendo mierda, cambiándole los pañales a un bebé de setenta años. Lo único digno que te quedaba era Gonzalo, aunque eso había dejado de ser amor hacía rato, como te pasaba siempre que te ponías de novia. Apenas empezaba a sentirse cómoda construía ese personaje mezcla de mamita buena y diablo enjaulado. La mamita buena te hacía dejar de lado el sexo. El diablo enjaulado te hacía pensar en todo lo que te estabas perdiendo por estar en pareja. Cómo odiaba la profesora esa palabra. Le sonaba a viejo, de los ochenta, como «macanudo». «Pareja» y «macanudo» iban de la mano con todo lo que había vivido de chica: la República de los Niños, el Italpark, las películas de Olmedo y Porcel. Había algo de esa época que reconocías como parte tuya, pero era la parte que te estaba arruinando. Gonzalo era suficiente para cualquier mujer. ¿Por qué vos no podías? El típico pelotudazo que le cae bien a todo el mundo. El que las suegras aman. El problema era que habías tomado conciencia de que los años de tu infancia quedaban demasiado lejos, pero en un sentido literal, no como esas frases hechas que una nunca termina de entender. ¿Le habrá dado miedo enamorarse? Otra vez pensabas en él. La profesora tenía que acostumbrarse a que por un tiempo largo ese pendejo iba a aparecer a cada rato. Una calesita con Rabec en el medio, con esa cara de payaso de viernes 13 que pintaban en las calesitas. Viernes 13, había pensado. Encima eso. Estabas hecha una pelotuda cooptada por el imperialismo yanqui. Te habías pasado la vida levantando banderas que se quebraron como cubitos de hielo. Llegar a esta altura para ponerse mal porque un pendejo no te da bola, como si yo no supiera que a la larga todo termina siendo una porquería, dijiste mientras tu papá miraba la película y te largaste a hablar porque tenías que sacarte toda esa porquería de adentro. La profesora ni siquiera sabía si papá la escuchaba. Por eso le contaste todo. Que al principio no estabas interesada porque Rabec era muy chico. Que habías aflojado porque te sentías honrada de tener esa edad y que un pendejo se fijara en vos. Que hasta la noche que habían tomado éxtasis era una diversión, pero ese viernes te habías enamorado de Rabec. Había sido una boluda, obvio, porque el éxtasis enamora a la gente. Vos misma se lo habías dicho cuando te dijo que quería probar: Tené cuidado que el éxtasis te enamora, pero no te lo creas, es una ilusión. Todo eso le habías dicho, por las dudas, para que Rabec no se pusiera pesado y te trajera problemas. Tenías ganas de llorar. Papá seguía perdido en la película. Eso fue lo más ridículo, dijo la profesora, que al final yo me terminé enamorando. El cazador cazado. Cuando se les pasó el efecto y pidieron un taxi para que Rabec volviera a su casa estabas convencida de que ibas a dejar a Gonzalo. Al otro día Gonzalo te hablaba y vos te acordabas de Rabec desnudo, mirándose el pito, tocándose, el momento en que el pito de Rabec se había bajado por el efecto de la pastilla y parecía un nene al que se le habían acabado las pilas de su auto a control remoto. Esa cara puso. Esa carita. Miraste la película de reojo: la rubia se frotaba las tetas contra una pija. No se veía de quién era, porque era un plano cerrado y la profesora tenía vergüenza de ver eso delante de papá y no quiso seguir mirando. Todo el sábado pensando en la noche que había pasado con Rabec, teniendo flashes de lo que habían hecho y con ese hormigueo en la espalda que te vuelve si escuchás la misma música, el tema «Run» de una banda francesa que se llama Air, le contaste a papá, y que la profesora puso esa tarde mientras Gonzalo dormía la siesta, bien bajo para no despertarlo, y al llegar a la parte que parece un coro de ángeles sintió que estaba con Rabec y le dio tanta nostalgia que no aguantó y le mandó un mensaje. ¿Qué hacés? ¿Nos vemos hoy?, le preguntó, y pasaron las horas y Rabec no contestaba. Así te enamoraste. Seguiste esperando los mensajes de Rabec y cuando por fin se dignaba a responder vivías en un paraíso. El problema era cuando no llegaba ningún mensaje. A tu papá le contaste que ese sábado, después de la noche que habías pasado con Rabec, Gonzalo y vos fueron a comer a la parrilla donde iban siempre. Que habías pedido ensalada porque la carne te hacía doler la mandíbula. Era un éxtasis con mucha anfetamina, no siempre son así, pero esa pastilla tenía mucha anfetamina y además la actividad física, en fin, dijo la profesora y papá con los ojos muertos sobre el culo de la rubia: que le había subido mucho y la mandíbula le quedó doliendo por tres días. La profesora comía la ensalada y a cada rato se fijaba si Rabec le había contestado. ¿Lo habían retado en la casa porque llegó demasiado tarde y encima estaba drogado? El éxtasis se puede caretear en la bajada. Es como si te hubiera cogido un negro, le dijiste a tu papá y te quedaste esperando a ver si por lo menos hacía alguna mueca. Una vez vos te diste cuenta de algo, siguió la profesora y miró rápido el televisor: la rubia se estaba cabalgando a un tipo que tenía los pelos del pubis como bigotes de Dalí. Yo llegué a la mañana, le dijo la profesora a papá, vos leías el diario, te saludé y era obvio que algo me viste en la cara, porque te quedaste mirándome y yo me metí en el cuarto rápido porque no aguanté que me miraras así. Ya lo sabés: iba a bailar todos los fines de semana y me drogaba con lo que me dieran, pero esa etapa terminó y nada más fumo porro, cultivo mi propia marihuana, al lado de la ventana, para que le dé el sol, y por lo menos estoy más tranquila y no tengo que fumar las porquerías que te venden los dealers, dijo la profesora. Le confesó que esa mañana, cuando papá se había quedado mirándola, estaba tan loca que se había acostado y había dado vueltas en la cama hasta el mediodía. Te sentías un pajarito recién nacido, con el pico abierto, puro hueso y con las plumas rotas. Tu mamá te fue a despertar y hacía media hora que por fin te habías podido dormir. Igual te levantaste.
Almorcé con ustedes, dijo la profesora, los tres como una familia normal, como seguro habrá almorzado Rabec, porque eso es lo más triste de todo, que la profesora había vivido lo mismo que Rabec: acostarse con alguien y pensar que se volvía loca y darse cuenta de que no, que era una ilusión. No responder ningún llamado, hacer como que todo estaba bien. ¿En tu época era igual? Ustedes no tenían las drogas, dijo la profesora, o no éstas, por lo menos. No una droga que te hace ver a tu chico como si fuera parte tuyo y cuando no lo tenés es como si te hubieran robado un pedazo de vos, aunque sepas que es mentira, como todo lo que pasa de noche. Y hace semanas que el pendejo no aparece, dijiste, pero el jueves lo veo en la Uni. Tu papá había cerrado los ojos. Te diste cuenta de que le habías contado que el jueves lo veías porque no querías que se pusiera triste sabiendo que eras una loser. Pero papá había cerrado los ojos y la profesora estaba segura de que no la había escuchado. Le dio lástima que además se perdiera el final de la película: la rubia lavándose el pelo con el semen del pito con bigote de Dalí.
Cuando tu mamá volvió de la cena le preguntaste cómo le había ido. No te contestó. Tendrías que haber sospechado que le pasaba algo. Estabas tan metida en tu historia con Rabec que lo único que te importaba era pensar en que el jueves tenías una última chance. Faltaba casi una semana. Tenías tiempo para tomar aire y pensar. Decidiste que ibas a desaparecer para hacerte rogar un poco. Si Rabec se conectaba, que no te encontrara disponible. Mientras pasaban los días hasta que llegara el jueves la profesora se dedicó a perfeccionar el plan para reconquistarlo. Regaste tus plantas de marihuana, esperaste a Gonzalo con la comida lista y hasta tuviste sexo con él.
El jueves la profesora se despertó dos horas antes y ya no se pudo volver a dormir. Habías tomado medio Clonazepam, pero ni siquiera con eso parabas el matete que tenías en la cabeza. Lamentaste no haber tomado un Alplax, que te voltea de golpe. Con el Clonazepam te habías pasado la noche repitiéndote cada una de las cosas que te había dicho Rabec, lo que habías vivido, lo que te acordabas y lo que te habías imaginado, y por momentos caías en un pozo y te olvidabas de todo lo que estabas pensando, y entonces volvías a empezar. Se te cruzó por la cabeza lo que te había dicho el meditante, que el amor es demasiado grande y demasiado abstracto, y que si pudieras entender que el amor no se puede contener en ninguna forma conocida no sufrirías. Dormiste tan mal que te levantaste antes de que amaneciera. En realidad fue una suerte, porque te pusiste la camisa con tachas en el cuello y te diste cuenta de que era demasiado rocker para dar clases, así que perdiste tiempo decidiendo qué ponerte, y como la camisa blanca que elegiste te pareció demasiado boba te maquillaste para darte un touch de locura. La profesora quería parecer una muñequita mala, una que acercás a la mejilla y, en lugar de decirte «Te quiero», te muerde. Te cepillaste los dientes dos veces. Te pusiste perfume. Gonzalo no se despertó, pero saber que estabas maquillándote para reconquistar a Rabec, y que al mismo tiempo tenías un flaco muerto por vos durmiendo en tu cama, eso sólo te hacía sentir invencible. Gonzalo servía para eso: para poder saltar al vacío segura de que abajo había agua. Llegaste a la Uni media hora antes. Tomaste un café en la sala de profesores. Desde ahí, la profesora miraba a los alumnos que llegaban. Te levantaste y tomaste un vaso de agua del dispenser. Pasaste por el baño y te miraste al espejo antes de entrar al aula. Tomaste lista despacio, esperando que la puerta se abriera y Rabec entrara con cara de dormido. Pronunciaste el apellido de la rubia. La rubia dijo presente. Terminaste de pasar lista. Empezaste con la clase, les diste para que hicieran un ejercicio. Como Rabec no llegaba, la profesora pensó en mandarle un mensaje, pero no, iba a quedar cargosa. No se podía equivocar cuando se estaba jugando la última oportunidad. Decidiste ir por otro lado: les preguntaste a los alumnos si sabían qué había pasado con otro compañero que tenía tres ausentes seguidos. Te dijeron que estaba de viaje, pero que seguía cursando. ¿Y de Rabec saben algo?, preguntaste, como al pasar. La rubia levantó la mano y con su voz de pito dijo seis palabras que para la profesora fueron seis tiros:
—No viene más —dijo la rubia—. Dejó la carrera.