El fragmento que sigue forma parte de una novela que estoy escribiendo y que deberá salir en los próximos meses. La trama se desarrolla esencialmente en Trieste y se centra en la Risiera di San Sabba, un antiguo molino de arroz que, durante la ocupación nazi de Trieste, entre 1943 y 1945, fue transformado en un Lager y en un horno crematorio en el que fueron incineradas y murieron miles de personas. (Nota del autor).
Amor y migraña… El primero, a veces, podía ser difícil de percibir, con lo retraída y tosca que era su madre. La migraña sin duda era más evidente. Se abalanzaba sobre el rostro de su madre y lo acorralaba como una presa, estirándole hacia atrás la piel de la frente. A menudo, por ejemplo, sucedía cuando Luisa comenzaba a preguntarle, con la petulancia propia de los niños, que le contara acerca de la abuela Deborah, que —había escuchado decir—, con tal de esconderla, había arriesgado todo. Era el último año de la guerra, cuando los nazis, dueños y señores de Trieste, arreciaban cada vez más en la ciudad devotísima de los Habsburgo, italianísima y ahora transformada en el Adriatisches Küstenland. Se lo había dicho el tío Giorgio ––tío abuelo, para ser más exactos–– en una ocasión en que se encontraban a solas y él había comenzado con un extraño desasosiego y, a la vez, con unas evidentes e incisivas ganas de hablarle sobre esto, de contarle cómo la abuela Deborah —su cuñada, pero esto a la niña no le interesaba— había atravesado con su hija (Sara tenía catorce años) las líneas alemanas, y hasta había llegado, insolentemente, a refugiarse de la lluvia en un cobertizo de soldados de la Wehrmacht que vigilaban la calle, logrando llegar, de esta manera, hasta la campiña de Salvore, en la punta de Istria, para reunirse con esa familia que acogió y escondió a la niña. La familia de la vieja Anna, que había sido empleada doméstica en casa de ellos. Era ella, sólo ella, la que lograba hacerte comer y dormir cuando eras pequeña, le había dicho su abuela a Sara. Madre se nace, había agregado, como se nace poeta. Tu abuela salvó a tu madre, dijo el tío Giorgio y, por consiguiente, también a ella le debes la vida, no lo olvides. No, repitió con una extraña obstinación dolorosa, no lo olvides.
En esa casa de la vieja Anna en medio de las praderas y los bosques en la orilla del mar, no lejos de Salvore, del otro lado del golfo de Trieste, Sara —le habían dicho que desde ese momento ya no se llamaba Sara, sino Laura— lloró cuando su madre se marchó. Se había ido para siempre, pero en ese entonces no podía saberlo. Pero luego se sintió feliz. Se atrevería a decirlo, recordaba Luisa, sólo mucho más tarde, años después; había sido la única vez que había hablado sobre el asunto y se detuvo de improviso, mientras su rostro, al final de esa breve frase, se contraía y se apagaba, una piedra rosada por el sol cuando los rayos se retiran como lagartijas. Feliz hasta el día que permaneció allí, porque luego, cuando regresó a Trieste hacia finales de la guerra, era otra la que había continuado viviendo, otra con la que casi no tenía nada en común. Feliz, ¿pero por cuánto tiempo? Entre ese mar y ese cielo era difícil, imposible contar el tiempo; siempre había sólo un día, una hora de verano. Sí, feliz. Feliz e ignorante.
¿Ignorante de qué? No sólo de la guerra —como más tarde lo entendería—, no sólo de la muerte en el aire, del feroz avasallamiento del mundo. El mar es azul, una luz deslumbrante; cuando reverbera en la llamarada del mediodía su resplandor enceguece, es una oscuridad en la que no se ve nada al igual que en la noche. Tres apóstoles siguen a Jesús hasta el monte —la vieja Anna había servido durante muchos años en una casa judía, pero no por esto había dejado de lado la fe católica y campesina, inextirpable como una raíz nudosa, y todos los domingos, excepto cuando las bombas y cañonazos eran demasiado cercanos, llevaba a Sara, no, Laura, a misa, a orar y a escuchar prédicas y lecturas—, siguen hasta el monte a Jesús que resplandece como el sol, una nube reluciente tan cándida y tan luminosa que ellos ya no ven nada. También Sara, en el centelleo del mar, ya no ve nada. No ve las cosas, no ve la muerte que madura en ese encandilamiento como un higo blando y sangriento; en ese fulgor, por un instante —por un muy prolongado instante— todo es perfecto y feliz. La niña corre por la playa, sola o con otros niños, gaviotas asustadas remontan el vuelo desde el agua y se dispersan en esa luz en la que todo desaparece, las olas se rompen blancas sobre los escollos y sólo se alcanza a divisar lo níveo de su quebranto. Una gran sonrisa feliz de todo, incluso del pez que se agita al ser desgarrado por otro más grande.
Más allá, detrás y sobre esa luz y esa agua fundidas en un solo tremor, se combate, se dispara, se asesina; se muere, se incinera a la gente en la ciudad más allá del golfo, se está solo en un inmenso miedo, niños en la noche bajo rayos y estruendos, pero en ese mar todo esto no se sabe, no se escucha, no existe. Solamente existe la felicidad de los pies desnudos en el agua en la orilla del mar, la marea que se retira dejando en la arena algunas cándidas conchas, maravillosas tumbas vacías; un pequeño cangrejo corre hacia el mar en retirada, un soldado que se quedó rezagado siguiendo a su regimiento en fuga y es acribillado en su carrera. Incluso jugar cruelmente con el pequeño cangrejo, aplastarlo, sólo es felicidad y placer; Sara también sabía abrir los erizos de mar todavía vivos sin herirse con sus aguijones para chupar su pulpa jugosa, que sabía tan rica en la boca, aunque a veces se mezclara con un poco de sangre de los labios, que se habían herido al morder una espina que había quedado escondida.
No, lo que había terminado con todo no solamente había sido la brusca conclusión de la infancia ignorante de la guerra y de la vida, es decir de la muerte, cuando al final de la guerra una tía vino a recogerla para llevársela a Trieste. Debió ser otra cosa la que surcaba con la transfixión imprevista de la migraña el rostro de la madre y lo esculpía con esa expresión melancólica y perdida, que la volvía una extraña para Luisa; ese tic de la piel en la frente que se estriaba hacia atrás descomponía el rostro, tal y como una piedra adultera un rostro reflejado en el agua.
Sería el fin de otra ignorancia la que extinguiría en el corazón de su madre el gran azul de esa bahía, donde había vivido sin poderse imaginar que existiesen en el mundo otras cosas más que ese azul, ese olor a sal y a pinos, esa felicidad. Cuando la tía Nora llegó por ella para llevársela —unos meses después del final de la guerra, cuando, con el establecimiento del Gobierno Militar Aliado en Trieste y la retirada del ejército yugoslavo, la situación en la ciudad, siempre tensa y a veces hasta violenta, se había por lo menos relativamente normalizado—, Sara había entendido que nunca volvería a ser feliz, nunca más; lo había sentido sin tristeza, como si se aceptara una ley, que ciertamente podía hacer daño, pero que era aceptada, como cuando había muerto Ciuki, el perro de la vieja Anna, que no había desaparecido y no era solamente eso que quedaba de él bajo la hierba del prado, cerca de la tapia. Yo me voy, pero la bahía, el faro y esas escolleras que emergen como creaturas marinas están aquí; están, para siempre, y entonces todo sigue en su lugar, acaso ni siquiera me voy de la bahía, como me lo parece, solamente me voy a otra parte de la bahía, todo es la bahía y todo está en la bahía.
Incluso la vieja Anna lloró más que ella, porque al abrazarla sintió, aún más, que estaba en la bahía, aunque ya estaba marchándose de allí. Acaso también mamá, había pensado Sara al llegar a Trieste y recluida en casa por la tía Nora y el tío Giorgio, está en alguna parte en esa bahía; no pasa nada si no la veo, es como cuando jugamos a las escondidas y ni siquiera Ivan y Marco —ahora Marko— logran verme, al igual que yo no puedo verlos ahora; desaparecieron y, sin embargo, están. Sabía que mamá había muerto, aunque sólo vagamente; le dijeron que había muerto hacia el final de la guerra, todavía no sabía nada de las personas que se habían transformado en humo. Seguramente no se lo dijeron de inmediato para no asustarla, pero se habían equivocado. Se habría enterado y habría sentido lo mismo, que su mamá estaba en el aire, que era el aire en torno a ella, como una vez había sido el agua, el mar en el que ella nadaba. Solamente más tarde, cuando pidió información, algún detalle, esas aguas maternas habían comenzado a secarse y había comenzado ese dolor de cabeza. Ese que más tarde también fue el mío, pensaba Luisa.
En casa de la tía Nora y del tío Giorgio casi nunca se escuchaba hablar de la abuela Deborah. Apenas de vez en cuando unas cuantas palabras, cuando Sara lo preguntaba con insistencia y ya no se podía evitar hablar del asunto. Les había pedido una fotografía para ponerla sobre su mesita de noche o sobre la credenza, y luego de buscar y eludir la petición finalmente le dieron una; no un retrato, sino una fotografía de grupo en la montaña. Deborah con tres o cuatro amigas, una pequeña fotografía que se tenía que mirar con cuidado para distinguir un rostro del otro y reconocerlo. Acaso es normal, pensaba la niña ya casi una muchacha, que no se hable, que no se quiera hablar de la muerte, de ese humo que cada tanto salía de la chimenea de la Risiera, del que ya se había enterado de algo, porque si no se deja de hablar de él, se sigue respirando, se termina sólo por respirar ese humo y por morir, por lo menos al interior de sí, como se lee de vez en cuando de algún muerto por las emanaciones de una estufa.
También a Luisa le parecía que de vez en cuando le llegaba ese olor, una bocanada que no sabía desde dónde provenía —acaso de los altos hornos de la Ferrería, la antaño rutilante planta siderúrgica que se asoma al mar, hacia Muggia, que producía hierro fundido a partir de ese humo de la combustión de carbón de coque en contacto con los óxidos de hierro que, decían cada tanto los periódicos, había sido causa de muerte de más de un obrero. La Ferrería no quedaba lejos de la Risiera. Ciertamente, a diferencia de ésta última, esas muertes habían sido un efecto colateral, inevitable, por otra parte, como más tarde explicarían, en pro de la ocupación y el bienestar de la ciudad. Pero le parecía que ese tufo disperso alrededor provenía del interior de ella, un soplo dañino del corazón. Pero debía pensar en el trabajo. Una de las siguientes piezas que tenía que clasificar sería esa hacha de los chamacocos, poca cosa comparada con un cañón antitanque o un lanzallamas, pero cuando cercena una cabeza…
La tía Nora y el tío Giorgio —Gershom, cuando llegara su momento, en el cual se llama con su verdadero nombre a quien desciende a la fosa— no se relacionaban mucho, le había dicho su mamá. De vez en cuando una cena, una sobremesa con musizieren; sus dos hijas, sus primas, tocaban discretamente el violín. Oh, nada de yidl mitn fidl o cualquier otra cosa de gueto, precisaba el tío, música satírica e impetuosa ante la vida y a la muerte, de acuerdo, pero el Dudel-Dudel no es para nosotros, no somos gitanos y entre nosotros se toca la gran música clásica, como buen salón triestino de una época. Sara no sabía tocar, en Salvore el violín y el violonchelo no son propios de casa, acaso el acordeón; pero ella amaba la música que se tocaba durante esas veladas, es más, decía que en esa música se concentraba toda la vida.
También el amor no correspondido, como el mío por la música, habría dicho una vez. Sí, al principio, cuando vino a quedarse con nosotros, era melancólica, había dicho —pero mucho más tarde— la tía Nora, pero había tanta vida en esa melancolía, en cambio luego… En esa música, agregaba Sara, se encuentra la ley más profunda de la vida. Quizá también del amor, tío Giorgio, el amor es todo eso que no se tiene, es más l’amour c’est tout ce qu’on n’a pas, me lo dio a leer en un libro la mademoiselle que me imparte lecciones de francés. Sus tíos también habían pensado en esto, como era tradición, sin renunciar, por otra parte, a las clases de alemán de la Fräulein; entiéndase, en la familia siempre se había sabido a la perfección el alemán y ciertamente no sería un Hitler cualquiera quien vendría a cambiar sus tradiciones, predilecciones y costumbres. La música que ella nunca aprendería a tocar expresaba la esencia misma de la vida, o bien enunciaba que ésta última nunca sería, en ese futuro palpitante y fluctuante como el centelleo del mar, realmente su vida, y que vivir para ella habría significado evocar dentro de sí esa esencia.
De cualquier modo, aparte de la musizieren, a las muchachas, tanto a ella como a sus primas, también les gustaban cosas más amables y divertidas, salir con amigos y amigas, conocer personas, bailar, lo que es posible y agradable incluso para quienes no saben tocar la música de ese baile. Así, cuando la señora Preston —la esposa del mayor Preston, un oficial norteamericano del Gobierno Militar Aliado que regía desde finales de la guerra el Territorio Libre de Trieste reclamado por la Madre Patria, sobre el cual el mariscal Tito alargaba ávidas manos que las viñetas de los periódicos italianos mostraban como pies con dedos regordetes y sucios— los invitó a una de las veladas en su villa de Scorcola, sus tíos le agradecieron pero declinaron la invitación, acaso porque no tenían muchas ganas de ver a otros invitados que presumiblemente habían frecuentado unos años antes otras veladas y a oficiales de otros ejércitos, pero sus primas, con cierta amable prepotencia filial, consiguieron el permiso de sus padres para aceptar la invitación de la gentil y salerosa señora y comenzaron, de vez en cuando, a frecuentar las hermosas villas con vista al mar y a un par de meseros con chaquetilla blanca, agradable murmullo de palabras confusas en el viento en la terraza con el tintinear de las copas y, a veces, para los más jóvenes, algunos giros de baile. No es que esas veladas fuesen lo máximo, pero en el mar que se veía desde las terrazas se encendían brazos violetas y llegaba un viento que, Sara lo sentía, debió haber pasado por Salvore.
En esas veladas no se habla de la guerra. No de la que acaba de terminar, si se pudiera decir así. Se hablaba un poco de ésas de África o de Asia, que están lejanas y no tienen nada que ver ni con los alemanes ni con los italianos ni con los eslavos. Tienen que ver con los comunistas, que hay por todos lados, en todo el mundo. Se habla un poco de política, especialmente de la local —dado que los invitados son, más o menos, los que realmente cuentan en la ciudad—, del Territorio Libre, de las pretensiones de Tito, de las heridas de la ciudad mutilada. Pero en esa terraza no hay fanáticos. Ni siquiera en la terraza de la villa del coronel Lerch, un tiempo después, una hermosa villa que el coronel rentó por un par de años en el Carso porque Trieste se le había metido en el corazón; y hacia esos oficiales aliados, aun si hasta hace poco eran enemigos, siente una sincera fraternidad de armas. Bastan pocos, poquísimos años, para que ya no cuente si a esa trinchera se la defendió o se la conquistó, pero tanto de un bando como del otro, siempre con bravura y valentía. ¿Quién es el tal Lerch?, le inquirió Sara a sus tíos, preguntándose también por qué encontraba vagamente repelente a ese señor cortés, de rostro insignificante y de labios rígidos y soeces. Un austriaco, le respondió su tío sin levantar los ojos del periódico, el presidente de la Asociación de Comerciantes de Klagenfurt, donde también es dueño de un café. Y cambió de tema.
No, ni siquiera Lerch había sido la causa de la migraña. Ni siquiera cuando Sara, repentinamente ávida de saber —todavía no sabía qué, un sabueso que olfatea un olor todavía confuso pero irresistible que ordena ser seguido—, se puso a indagar quién era ese hombre, ese presidente de los Comerciantes que el mayor Preston y también otros oficiales norteamericanos e ingleses llamaban coronel. Esperaba que dejara el asunto en paz, habría dicho más tarde el tío Giorgio, pero… No era que muchos tuviesen ganas de hablar sobre esto. Es más, ni siquiera sus tíos. Hasta que Sami Goldfaden, el sastre que se escapó de la Risiera y salvó su vida —y que, a diferencia de otros sobrevivientes, también salvó la lengua y las ganas de hablar—, se descosió hablando. El coronel Ernst Lerch, ayudante de campo de Globočnik, Höherer ss und Polizeiführer para el Litoral Adriático o mejor dicho verdugo en jefe en la Risiera, encargado de enviar a los prisioneros de la Risiera a la pequeña cámara de gas local o a los campos de exterminio en Alemania o de eliminarlos personalmente y ahora anfitrión e invitado participe de la dulce vida triestina. Nada de especial, modesta y pequeña pero igualmente seguía siendo una dulce vida de provincia, de una provincia atravesada por una Cortina de Hierro y que intenta distraerse mientras espera que el telón se levante o incluso que no se levante, después de todo, afortunadamente, se está en el lugar correcto del teatro, sentados en hermosas butacas frente al telón cerrado, conversando, saludándose, encontrándose con conocidos, como precisamente sucede en los espectáculos; felicitaciones, dicen aún, siguiendo el uso triestino de un tiempo, algunos señores ya entrados en años.
No, no habían sido esos apretones de mano y esas formalidades entre el asesino y tantas otras personas de bien lo que hinchaba esa vena que a veces se asomaba imprevista bajo la sien de Sara. Descubrir que esas hermosas terrazas iluminadas eran la otra fachada de la Risiera —el salón bueno, de representación, de ése como de todos los mataderos— no le provocó el vómito; su estómago no había reaccionado al mal con esa debilidad de los movimientos peristálticos que, al igual que las lágrimas demasiado fáciles, son propios de las almas demasiado delicadas para mirar y tocar el mal, para limpiar si es necesario, incluso con las uñas, el estiércol sangriento que sube de todas partes. Vomitar sería demasiado fácil, sin embargo, también es fácil impedirlo, las pastillas contra el mareo también son eficaces para combatir la náusea de las conciencias sensibles. Ella había escupido cuando se enteró de que un sádico y obtuso verdugo, un imbécil burócrata del asesino, es una persona como se debe, bien acogido entre personas de bien que no le harían daño ni a una mosca, digamos, por prudencia, que nunca le han hecho daño a una mosca, porque habría que ver qué hubieran hecho si se hubiesen encontrado en una situación en la cual es normal rociar insecticidas y no solamente sobre las moscas.
Había escupido; un escupitajo fuerte y cargado de saliva, algo que no todos pueden hacer en ciertos momentos. Ninguna contracción forzada que sube del estómago ácido y estrecho, sino un escupitajo áspero, jugoso, deseado y consciente, por el momento sobre el piso, sobre unos azulejos en los que se reflejaban las caras a las que pertenecían los pies que bailaban sobre esos mismos azulejos, luego ya se vería. Menos mal que existía la muerte y que todas esas caras bien acicaladas y sonrientes también desaparecerían, carne que se pudre bajo tierra y no es mejor que el humo que se disuelve en el aire. Cierto, era injusto que víctimas y carniceros terminasen todos en el mismo abono, en poco tiempo amalgamados y ya sin poder distinguirse unos de otros; esta igualdad en el absoluto era terrible, era falsa, los hombres no son iguales, aquel que le extirpa los genitales al prisionero no es igual al prisionero que le son extirpados, y si también él está hecho a imagen y semejanza de Dios, lo siento por mis antepasados, pero Abraham hizo mal en destrozar a esos simpáticos ídolos de madera de su padre que no le hacían daño a nadie, para aliarse con el Señor sólo porque era un padre autoritario más poderoso.
Luego de ese horrible descubrimiento, Sara se había sentido extrañamente libre. Salvajemente libre, en una ausencia de pertenencia absoluta; no pertenecía a nada y a nadie, sólo a ese deslumbramiento de las olas sobre los escollos de Salvore y a ese montoncito de cenizas dispersas que era, ahora y para siempre, por los siglos de los siglos, su madre. Sus raíces se asentaban en aquella nada, en la nada de un azul de agua trémula en el rayo que lo atraviesa y de un polvillo que no existía, que es como si nunca hubiese sido, en ese aire que muda de color con el pasar de las horas. Ciertamente había algo de doloroso en esa libertad vertiginosa, lejana de todo y de todos; la herida de un grito que surca el aire vacío, de un ala que la corta y precipita. Oh, si se pudiese ser todavía más libres, más vacíos más suspendidos en el aire más deslumbrados por ese azul al rojo vivo, quemados y consumidos en el corazón hasta terminar reducidos a un montón de brasas que se volatizan velozmente, los pensamientos bajo la caja craneana son sólo moluscos en el vientre de una concha que los protege de los depredadores. Se sufriría menos, en esa libertad vacía y vertiginosa en la que todavía no se era nadie, sólo una pizca de vida todavía inconsciente.
Para Sara, el dolor, el verdadero dolor, llegaría después y de golpe. ¿Pero ése era el nombre justo para la roca que se desgajó bruscamente de la montaña y le cayó encima, un meteorito caído del cielo que horada la tierra y destruye no a unos pobres dinosaurios sino a seres más bien aguerridos, con un cerebro más grande y pesado que el de aquellos reptiles gigantescos y remotos? Esa roca que le cayó dentro del cerebro lo hace todavía más desastrosamente pesado, una carga que la desequilibra, que la derrumba por todas partes.
Fue breve la vida feliz por escupir sobre el descubrimiento de que los asesinos no incomodan a los buenos cuando saben comportarse tan bien como ellos. Y terminó cuando Sara pudo encontrar a Ester, su prima —prima segunda— y amiga de la infancia, a la que no había visto desde que su madre también a ella la había llevado y escondido en una casa no lejos de Salvore. De Ester, que se había ido y regresado a Trieste un poco antes que ella, extrañamente sin despedirse, sólo sabía que sus padres, el doctor Simeoni, su esposa Gabriella y su hermano mayor, Ettore, habían muerto en la Risiera, arrestados de improviso en una casa donde se habían escondido y donde —como se enteraría, pero casi por casualidad, el tono con el que sus tíos habían mencionado el tema había sido particularmente apresurado— también había estado escondida su madre, la abuela Deborah, que luego, temeraria e imprudente como era, un día salió y fue arrestada en la calle, evidentemente, denunciada a los alemanes por algún miserable que la había reconocido.
La casa en la que la familia Simeoni se había escondido y había sido arrestada de improviso era un refugio seguro y fuera de toda sospecha, la casa del abogado Martinolich —posteriormente mudaría a Martinoli—, viejo amigo de la familia, desde cuando al inicio del fascismo pactaron un simpático acuerdo con el régimen, por lo demás, como muchos judíos triestinos, masones e irrendentistas enamorados de la Italietta anticlerical y de la italianísima Trieste administrada por el mejor de sus alcaldes o mejor dicho Podestà, Paolo Salem, siempre añorado por cómo mantenía limpia la ciudad; añorado incluso por muchos de esos que en 1938, con las leyes raciales proclamadas por el Duce precisamente en Trieste, tuvieron que olvidarlo o fingir que lo olvidaban.
Por lo tanto, era un refugio seguro la casa del abogado Martinolich Martinoli, de rancia familia irrredentista y ario al cien por ciento amén de, en su tiempo, fascista —para ser precisos, filofascista pero sincero— de la primera hora. Y en cambio, esa noche, un par de días después de que la abuela Deborah hubiese sido rastreada, los tres Simeoni habían desaparecido; ni siquiera había pasado media hora de la llegada de las ss cuando fueron arrojados a un camión y transferidos a la Risiera. Incluso el abogado la había pagado de manera definitiva. Es peligroso cuando los casi buenos, como tantos de sus colegas y amigos colocados nada mal en las compañías de seguros, en las sociedades de navegación o en las industrias, se ponen a hacerse los buenos en serio, como en su caso. Se termina mal. Ester se había escapado milagrosamente, aterrorizada, se había escondido en un trastero que se les había pasado revisar a los saqueadores.
Sara se asombró de que Ester la eludiera antes de encontrarla y de que, cuando finalmente se vieron, se comportara tan extraña, casi hostil, sin duda alguna contrariada. A lo mejor era normal, era obvio; no es bueno que aquellos que regresan del reino de los muertos se pongan a conversar entre ellos, resulta impensable. ¿Acaso uno se podría imaginar a Lázaro encontrándose por casualidad a alguien que conoció en la ultratumba, con una piel que allá abajo se le puso lívida y violácea como la suya y que le quedó así incluso después del retorno, y que los dos se saluden, se cuenten cómo les ha ido? No, no existe ningún «después» de la Risiera; no hay nadie que salga incólume del arca, que se mece ligera después del diluvio sobre un mar que se ha vuelto a calmar, y desembarque en una hermosa tierra. Nadie ha sobrevivido al diluvio, de todas maneras se cuentan cómo les ha ido, porque el diluvio nunca ha cesado y el mar siempre está encrespado. Sólo los peces se han salvado, indiferentes a las aguas en tempestad.
Por lo tanto, Sara aceptó como una cosa acaso inevitable ese silencio árido, casi agresivo, entre ella y Ester. Sólo una vez, al saludarla, asaltada por una conmoción desbordante que le subía al corazón como un río crecido que ya fluía de sus ojos sin ningún control, la abrazó y le dijo entre sollozos algo acerca de sus madres, a las que se las habían llevado de esa casa y las habían asesinado a pocos días de distancia, pero Ester la había rechazado con violencia, el rostro imprevistamente endurecido, feroz. Deja en paz a mi madre, había dicho, echando el rostro hacia adelante, contra el suyo, y no te atrevas a nombrarla junto a la tuya. Quería agregar algo más, pero luego se dio la media vuelta y se marchó. Unos días o semanas después, cuando por casualidad se cruzaron en la calle, Ester giró el rostro hacia otro lado; un rostro que era como si, en un instante, hubiese flaqueado, ojos que se abren de par en par en un susto, rasgos que reciben la orden de romper filas. Y apresuró el paso, en una verdadera fuga.
Sí, seguro, debe de ser también por esto, respondió el tío Giorgio, cambiando luego de tema cuando Sara le había dicho que Ester todavía debería de estar perturbada por la muerte de sus padres y de su hermano, por la obsesión de esa noche en la que vio cómo se los llevaban, transportados hacia la muerte. Me hubiera gustado preguntarle algo acerca de mi mamá, había continuado Sara; en el fondo Ester la vio, habló con ella, vivió con ella hasta su fin, mientras yo, después de ese día de la llegada a Salvore, cuando mamá me dejó en brazos de Anna apretándome hasta casi hacerme daño y luego se dio la vuelta y se fue de allí, no la volví a ver nunca más. Desapareció en ese sol flamígero del final de la tarde que enceguecía y disolvía las cosas y las figuras. Quisiera poder verla, por lo menos imaginar ese último periodo de su vida que ignoro… A lo mejor, en un momento de sosiego, quizá Ester me contará algo… El tío Giorgio siguió leyendo el periódico, mientras que la tía Nora, sin decir nada, se había ido a la cocina y se puso a lavar ruidosamente unas tazas y unos platos. También allí, en la casa de sus tíos que ahora también era la suya, ya era de noche, como esa vez en Salvore; pero la luz cálida que entraba por la ventana no enceguecía, se posaba serena sobre los macizos muebles de madera oscura, los iluminaba y los hacía resplandecer con una tranquila majestuosidad sabática. Bueno, ya veremos, espera, a lo mejor tienes que dejar que ella te hable sobre el asunto, cuando le plazca, había dicho el tío Giorgio, concentrado en el periódico, y se encendió un habano, pero no como siempre, con el gesto calmado y satisfecho de quien disfruta un placer, sino con mano agitada, de dedos que se agitan sólo por hacer algo.
Sara no se había preguntado, al inicio, por qué nadie, especialmente entre los parientes y los conocidos judíos, nunca recordaba a su mamá. Salían a relucir nombres conocidos vagamente pero también desconocidos, lejanos, seguidos por un participio pasado pasivo más o menos igual, quemado en Maidanek, incinerada en Treblinka… Por otra parte, esos nombres no se mencionaban en las recepciones de los Preston o de los Müllerbrunn, grandes anfitriones de veladas en las cuales era claro que nadie de los presentes quería escuchar hablar acerca de terribles y tristes cosas del pasado que pudiesen arruinar la fiesta. Ya todo es tan difícil y ya es suficiente con el mañana para sentir angustia, que no es necesario agregar las canalladas de ayer. Cuando, por el contrario, no en encantadoras veladas en las terrazas de las villas sino en tranquilos salones, uno se encontraba entre familias de sobrevivientes, por lo menos en parte, o que habían regresado, se estaba como, hablando con calma y modestia, entre parientes unidos pero que no se tratan con tanta familiaridad y hablan de todo con placidez, serenidad, no dicha pero audible, el rezo de un Kaddish y entonces los nombres salían fuera, siempre con medida. El horror no había sido más fuerte que la Kinderstube, por lo menos no al punto de borrarla.
Los nombres salían fuera, pero no el de su madre, pensaba y se asombraba Sara. Hasta que un día, ese día… Sara le había preguntado a su tío acerca de Grini, el judío delator, junto a su esposa Maria, de muchos judíos que terminaron como se puede imaginar gracias a su denuncia, aunque no por esto Grini y su esposa se escaparon de la muerte, fusilados por los alemanes cuando todo estaba derrumbándose.
Bendito sea el Altísimo, había dicho Sara, me da más placer su muerte de perros que la que padecieron sus verdugos. Pero eran los únicos, digo aquí en Trieste, que… ¿había algún otro infame como ellos? Sí, alguno, dijo su tía apresuradamente, pero su tío la interrumpió, preguntándole a qué hora estaría lista la cena. También a mí, dijo Ester, que hasta ese momento había permanecido callada en la penumbra, mirándola con rencor, también a mí me da gusto que carroñas como ésas hayan terminado de ese modo, aunque me da horror que las cenizas de los justos se mezclen con la de los cómplices de los asesinos, que son todavía más asesinos… Quién sabe, dijo Sara, casi para sus adentros, si mi madre, cuando salió de esa casa en la que estaba escondida con ustedes, también fue detenida así, a lo mejor reconocida por alguien que corrió a denunciarla… ¡Por lo menos quédate callada! Tu madre… gritó Ester, y luego se echó a correr llorando, alejándose de esa habitación, no, llorando no, el suyo era un ronco y vago gruñido, un perro que quiere devorar pero se detiene porque sabe que no debe, no puede, y huye porque sabe que no podría detenerse. Pero su madre, recordaba Luisa, se abstenía de hablar de esa furia repentina de Ester. Sí, de vez en cuando comenzaba a decir algo pero luego se callaba de golpe l
Traducción del italiano de
María Teresa Meneses
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