En la sección oficial del Festival de Venecia de 2013 participó un invitado habitual: el japonés Hayao Miyazaki. Fiel a su costumbre, se hizo presente con una película que dejó una impresión memorable: El viento se levanta (Kaze tachinu). Pero a diferencia de las ocasiones anteriores, ahora no asistió; sin embargo ahí hizo un triste anuncio por medio de Koji Hoshino, presidente de los estudios Ghibli (fundados por Miyazaki e Isao Takahata en 1985): su decisión de retirarse. En la misiva no daba detalles de los motivos que lo llevaron a terminar su brillante carrera, pero en una conferencia de prensa posterior el nipón precisó sus razones: el deterioro de su vista y el cansancio. No hay secretos: como él confesó, necesita descansar. Dejó entrever que pretende seguir trabajando por algunos años, pero no en la producción de películas de animación, a las que ha dedicado cincuenta años de su vida (cumplió setenta y tres años el 5 de enero). Apenas se hizo público su retiro y ya comenzamos a sentir nostalgia. Y vaya que Miyazaki sabe algo de estos asuntos, pues pronto comprendió que uno de los elementos constitutivos de la humana condición es, justamente, la nostalgia.
De ello queda constancia en las páginas del libro Starting Point, que reúne textos redactados por él y entrevistas que aparecieron en diversos medios entre 1979 y 1996. Explica que la atracción de los adolescentes por la animación obedece a que, si bien transitan por una edad en la que viven la experiencia de la libertad, también están bastante presionados. Y la animación es algo que «pueden incorporar a su mundo privado»: si pudieran liberarse de las restricciones que el mundo les ofrece, podrían «hacer toda clase de cosas». La palabra que le viene a la mente, entonces, «es nostalgia». Enseguida añade que ésta es experimentada en todas las edades, y que incluso los niños de cuatro y cinco años tienen un sentimiento similar. Conforme se crece, «la amplitud —o la profundidad— definitivamente se incrementa». Concluye: «De hecho creo que la nostalgia es uno de los puntos de inicio fundamentales para la mayor parte de las personas involucradas en la animación».
Un aspecto derivado de la nostalgia ayuda a completar el paisaje de la importancia que puede tener la animación. Miyazaki anota que en la vida es habitual abrazar algunas oportunidades y dejar pasar otras, y que estas posibilidades perdidas también pueden ser un gran motivador para la gente que, como él, trabaja en la industria. El nipón apunta que la mayor parte de las personas se sienten insatisfechas «por algo en sus vidas, aun si no consideran que viven en un medio particularmente infeliz». Y la animación permite vivir esas experiencias que la realidad —mezquina ella— no provee. Cuando los jóvenes se sienten atraídos por el heroísmo, el drama o la tragedia que habitan el anime (como lo llaman los orientales) y otros medios, está involucrado el narcisismo. «Esta atracción que sienten», remata Miyazaki, «es un emoción sustituta de algo que perdieron».
De cara a este paisaje antropológico que plantea —un diagnóstico riguroso e iluminador—, Miyazaki dio forma a esos mundos fantásticos que, como todos los adolescentes, añoraba. (Takahata hace en Ghibli un contrapeso fundamental, pues en sus películas se impone un realismo a veces abrumador —como en La tumba de las luciérnagas—, y cuando se sale de esta vía es con el afán de hacer analogías o metáforas). Desde Lupín, la serie de televisión con la que debutó como realizador en 1971, hasta su más reciente entrega, ha concebido universos fantásticos habitados a menudo por seres que escapan a las leyes de la física —y de la economía y la gastronomía— pero cuya irrupción contribuye a explorar aristas demasiado humanas. Es lo que sucede con el rollizo Totoro (cuya silueta sirve de emblema a Ghibli) y con todas las divinidades que residen en la naturaleza y se manifiestan ante la fe o responden a la agresión humana (situaciones que condensa La princesa Mononoke, acaso su película más crítica). La fantasía está entre nosotros, y tiene un potencial educativo (como ilustra El viaje de Chihiro). Miyazaki, por otra parte, trasciende los límites de la tierra y reta constantemente a la gravedad con artefactos voladores insólitos que por lo general respetan las reglas de la aeronáutica. Porco Rosso, el genial piloto de porcina facha, solitario y autosuficiente, vuelve a dar vida, en las aventuras en las que se involucra en la cinta epónima, a aquello que ya se perdió: encarna las virtudes que no tienen sentido en un mundo de mercenarios y mercachifles. Es la nostalgia, porcina, vestida en mono color caqui, volando sobre las nubes. El mapa de la nostalgia no estaría completo sin las maravillosas músicas de Joe Hisaishi, colaborador de cabecera del animador.
Contrario a lo que pudiera pensarse, lo de Miyazaki no es la evasión —el escape— ni la vana ilusión. Aquí no hay espacio para las princesas al estilo de Disney e invariablemente sus películas nos remiten a lo vivido. Nos conmueven —incluso nos sacuden— porque nos hacen ver, o recordar, situaciones que también vivimos, ambiciones que también tuvimos, emociones que creíamos enterradas. Y siempre está el impulso del amor, la presencia de lo invisible que se hace tangible, como el viento. En sus películas volvemos a creer en ese universo insondable y lleno de prodigios que se fue desvaneciendo a golpes de realidad, año tras año. Su cine tiene los pies en la tierra y la imaginación en Laputa, ese universo que flota en los cielos en El castillo en el cielo (Tenkû no shiro Rapyuta, 1986), y vuela con Kiki, la brujita que se transporta en una escoba (como le corresponde a una bruja que se respete) en Kiki, entregas a domicilio (Majo no takkyûbin, 1989). No es extraño que sus colegas —que por lo general también son sus admiradores— le reconozcan su maestría para remitirnos a los paisajes terrenales y un bagaje de vivencias que resulta familiar. Uno de sus seguidores incondicionales es John Lasseter, jefe de Pixar y Disney, quien en el prólogo del libro citado celebra particularmente el manejo de las proporciones y el movimiento de sus películas, pero también el ritmo que imprime, mismo que se acerca más a los tiempos de la vida que a ese frenesí que ha impuesto el cine norteamericano.
Con sus artefactos y su agudeza, Miyazaki no ha dejado de extender un abanico emocional sensacional y ha contribuido de manera significativa a llevar la animación a alturas que provocan vértigo: su cine ha conseguido derrumbar prejuicios y replantear paradigmas. Los grandes festivales (Berlín, Cannes, San Sebastián), que sólo excepcionalmente acogen animaciones —y es aún más raro que les concedan un espacio en la competencia oficial—, tuvieron que bajar la guardia con sus películas. Su habitual presencia en Venecia es una muestra irrefutable de ello (y, como un gesto de aprecio, el japonés eligió ese evento para hacer el anuncio de su retiro). El mundo sin las películas de Miyazaki será, sin duda, más miserable. Ya las extrañamos.