La primera noción fue la historia de un equívoco: el almirante Cristóbal Colón llega a una isla del Caribe y supone que arriba a la India, la tierra de las especias y de los elefantes. Por ese error, del tamaño de un planeta, a los pueblos originarios del llamado nuevo continente se les designará indios, palabra que en el devenir de las centurias adquiere una significación racista y denigrante. Con un guión melodramático aprendí, en la escuela pública, el pasaje de las tres carabelas pagadas por los Reyes Católicos quienes anhelaban ganarle la carrera marítima a los portugueses en la búsqueda de una nueva ruta hacia el exótico Oriente. Por esos mismos años de infancia feroz, en un televisor en blanco y negro, acompañé a Don Gato y su Pandilla al hotel Sherry Plaza para recibir al Marajá de Pocajú, generoso príncipe indio que solía pagar las propinas con rubíes.
Entre la exageración del dispendio y el error geográfico, mi «idea» de la India poco a poco incorporó otros paisajes y mitos. Recuerdo haber leído en el Selecciones del Reader’s Digest la fascinante teoría de Pangea, ese rompecabezas de océanos y de continente armado y desarmado en la cuenta larga: hace ciento cincuenta millones de años, Madagascar e India estaban unidos a la Antártida y fueron desprendiéndose rumbo al norte paulatinamente; la primera ínsula quedó varada en la placa africana hace noventa millones de años, en tanto la segunda —a una velocidad de quince centímetros por año— ascendió hasta colisionar con el continente de Euroasia, formando la cordillera del Himalaya, las montañas más jóvenes y las más elevadas de la Tierra. Con esa disposición geológica, la India es nuestro exacto antípoda, y cavando un túnel vertical podríamos llegar al otro lado del mundo y tomar el té de las cinco en un jardín de Jaipur o de Calcuta.
Ahora bien, hablando en libros y en el abandono de corpo e anima, no sé cuál fue mi alfombra primera para viajar al país de los ríos sagrados y de los faquires hipnóticos. Parte de una educación sentimental, no sé si ineludible, imagino que mi acercamiento a las Rimas y leyendas de Gustavo Adolfo Bécquer me reveló otro itinerario para transitar las atmósferas y los escenarios de las culturas de la India, distinto obviamente del proporcionado por las películas de Walt Disney. Con la lectura de «El caudillo de las manos rojas» y «La creación», el poeta español me preparó, más allá de los clichés de exotismo, para otras lecturas que traerían también sus pinceladas de prodigiosos lugares comunes: pienso en el Siddhartha,de Herman Hesse, y en El libro de la selva,de Rudyard Kipling. Con esas incursiones de la imaginación y el desvarío en torno de la espiritualidad y del buen salvaje, ¿qué retrato mental podría haber construido de la India?
Pasaron los años y también pasaron otros libros y películas, danzas, fotografías y poemas sobre una nación que emergió al mundo el 15 de agosto de 1947, después de la larga marcha pacífica de Gandhi que concluyó, paradoja de paradojas, en un baño de sangre entre hindúes y musulmanes tras la partición de dos países del extinto virreinato británico: Pakistán e India. Durante el glacial e histórico invierno de 1994, perdido en las calles de Nueva York, buscando entre los peatones un rostro latino a quién preguntarle cómo llegar a Central Park, erré la puntería y abordé a una docena de indios que habría jurado que eran paisanos. ¿En verdad nos parecemos? Tan lejos y tan cerca en la historia y en la geografía, en los mismos paralelos del planeta, México e India se solazan de su diversidad cultural y de sus múltiples ecosistemas, de sus civilizaciones antiquísimas que leyeron con precisión la bóveda celeste, levantaron ciudades de arquitectura sublime y adivinaron pestes, invasiones y catástrofes.
Estuve en la India siete días y me sentí, por momentos, un extraterrestre caminando en el mercado de la Merced o en el de San Juan de Dios. Pero también, traspasando el umbral de los circuitos turísticos y sabiendo que mis rasgos físicos pasaban por los de un indio de Cachemira, me interné por calles y callejones de Delhi y de Agra reconociéndome en las faenas domésticas y en los gestos de cordialidad de la mujer que barría la calle con una escoba hecha de follajes o del hombre que arriaba sus vacas silbando una tonadilla alegre y pegajosa. Previo al viaje repasé Vislumbres de la India, El mono gramático y Ladera este,de Octavio Paz, referencias cardinales para asimilar —es un decir retórico— la avalancha sensorial a todas luces inédita; en el caso del primer título, el Premio Nobel mexicano traza un juego de correspondencia entre ambos países que acierta en la trama mestiza y barroca de algunos ámbitos culturales, la gastronomía entre otros. La experiencia india marcó a Paz de una forma iniciática que daría lugar a una visión complementaria a su mirada occidental, ampliando sus coordenadas para su ser y su estar en el mundo.
Ha pasado una semana desde que regresé de la India; por ahora me he resistido a mostrar las fotografías que tomé durante el viaje, muchas de ellas predecibles: el Taj Mahal y su hervidero de turistas, las familias de monos nadando entre niños en los estanques de Galta, los elefantes ascendiendo en fila india —no podría ser de otra manera—, la rampa del imponente fuerte de Amer… Sin embargo, hoy por la mañana, abrí un paquete de té de Darjeeling, herví un poco de agua y leche y las mezclé en un tazón de cerámica de Santa María Atzompa; en los vapores sutiles de mi bebida matinal encontré un camino más confiable y personal para reconstruir, con los ojos cerrados a toda guía de viaje, mi periplo a la India.