A salvo de las piedras, exhaustos e iracundos,
hedor de ovejas los fugitivos exudaban
todavía horas después,
al percatarse de cuán lejos la corriente los había alojado:
de nuevo estaban en el mar,
sobre los tablones que unos marinos tenían a modo
de cubierta.
El pan disperso algo les decía:
no estaba allí para que descendieran las palomas.
Una celada no era porque el señuelo
—se dijeron— distante de ellos debería encontrarse.
¿Adónde hemos llegado sin que el sueño
hubiera impuesto sus augurios
en árboles colmados de coleópteros?
¿Fueron las niñas que, distantes de las cámaras,
sellaron con un beso
el camino polvoriento
que arroparía su amor en sangre y humo
ante la indiferencia de todos en el Metro?
Corrientes marinas los hicieron detenerse,
previas las votaciones de unos cuantos,
en garitos de brujas
y en desembocaduras de ríos
donde las novias lavaban sus corpiños
antes de que anunciara la madre
las delicias del ceviche con manos de cangrejo.
Ya entrados en la magnificencia de las viandas,
algunos en sus ropas distinguieron
indubitable fetidez de las ovejas,
aquéllas acreedoras de sus vidas,
y se miraron entre sí
aunque tras ellos advirtieran un fantasma.
Al ser requeridos los servidores más locuaces,
con guiños dejaron entrever
que, en las porquerizas,
los cerdos en verdad vetustos,
aquéllos de infinita tristeza irreprimible,
eran el manjar señalado en los banquetes.
Como atleta al que el aire se le agota
y, por sorpresa, sin que hubiese demandado auxilio,
ángeles poderosos la vista le nublan un instante
y hacia dentro, hacia una burbuja
de silencio palpable
––luz agostada en el volumen,
luz de gestos plasmados en azogue––,
algodones pretéritos exhiben
insuficiencia respiratoria o renal.
Así me figuro que avistaba la planicie:
por un momento el hipnótico resplandor
del horizonte
y, antes de que el minuto concluyera,
cuando obraba el titubeo,
el agua desértica,
el continente más árido del yo en su insurgencia.
Al acercarme a la ventana,
el aire viciado reinaba aún en el paisaje.
Cualquier leve movimiento que ocurriera
oscurecía los planos posibles para el ojo:
el guardia de turno advertía el váguido inminente
y abría la boca para que el visitante no cayera.
«Cuidado». Pero enseguida: «¿Está usted bien?».
Más de una vez, seguro, sucedió,
porque surgía la voz carente de sorpresas.
(Imposible encontrar ese dato en los libros de registro,
por más que uno interrogue en diferentes ventanillas.
Adolecerán de insuficiencia las explicaciones).
No desperté yo de pronto sin saber en dónde estaba
ni solicité auxilio ante los síntomas sabidos:
me senté sin preguntarme si podía
y contemplé entonces, sin pausa, la planicie.