Preparatoria 3 / 2013A
Un soneto maldito y trágico en el que ella desea la muerte de alguien, de su amor. Está acostada en su cama, pálida de sueño e imaginando una historia trágica sobre un amor de su pasado, en esa transición del sonido y lo imaginado. ¿Quién quiso concluirlo? ¿Por qué optar por ese final? Sus dudas se llenaban de sueños, ya derribados.
Junto a la puerta, alguien la miraba fijo. Los ojos del observante casi siempre mostraban ideas, pero esa noche desbordaban dolor. Sin pedir permiso entra a la habitación, se acerca a un costado de la cama y al cuerpo inmóvil de ella. Aproxima su mano con un suave movimiento hacia el costado derecho del dorso, sube lentamente al hombro, hace una pausa y se aleja. El cuerpo parece cobrar vida y se reincorpora sutilmente, toma la mano del joven desconocido e inclinándose hacia ella desliza sus labios y le da un beso en forma de agradecimiento.
Él la mira por sobre el hombro y ella lo ve con dudas, inclinando la cabeza a la izquierda. El joven interrumpe el silencio.
–Disculpe las molestias, señorita, me he atrevido a traerle un poco de té –dice, acercándole a las manos la taza. Ella lo mira, toma la taza y sin poder acertar a decir palabra alguna lo ve a través de sus ojos cristalinos, en los que pueden verse muchas clases de dolor y humildad, como si un mundo sin luz fuera a morir.
El pecho de ella comienza a sentir una descarga de emociones que amenazan con romper su corazón y alimentarlo de dolor. Sus manos temblorosas aún sostienen la taza de té. Nuevamente el joven desconocido rompe el silencio
–Si la señorita no necesita algo más, me retiro.
Se inclina un poco hacia adelante, con la mano derecha tocando su corazón;
desciende hasta quedar hincado frente a esa mujer que lo mira ardorosamente pero con dudas.
Sale un sensual suspiro de la boca de la mujer, rompiendo el apacible susurro del viento adormilado, que a veces se interpreta como silencio, y le pregunta al joven mozo:
–¿Qué pudiera hacer yo para terminar tu desdicha?
Acerca la taza a sus labios y toma un sorbo. Él mira el enorme balcón adonde se dirigen los malaventurados, como Romeo y Cindirella. La luna llena ilumina como un farol las oscuras calles, llenas de transitorios recuerdos, y mancha con su pureza cada parte de aquella habitación.
Él se inclina sobre el rosal del balcón, corta una bella flor azul, la acaricia y juega con ella entre sus labios. La joven, que aún sigue en su cama, de un golpe reclina su cabeza en la almohada, dejando caer la taza de té, que se romper.
Sonriendo, él expresa para sí mismo: –Sólo hay una solución, mi dulce dama: que me deje morir.
Con un suave movimiento arroja la flor a su amada y salta por el balcón, desapareciendo entre suaves murmullos del viento adormilado y desiertas soledades eternas.