Libros / Del asombro al espanto: un juego de azar / Luis Armenta Malpica

Porque todo y nada pueden explicarse en la poesía, en medio del sendero de la vida me he encontrado con algunos libros con los cuales, sin que lo mencionen en portada, uno, como lector, abandona toda esperanza de salir con la misma mirada con la que empezó el trayecto. En esta tónica, hay autores para quienes publicar es todo un drama. Para otros, su divina comedia. Así, Era un juego lo que trazó el camino, el tercero, de manera formal, en la vida literaria de Gustavo Íñiguez. Pero No le llamen poesía a nuestro lamento, nos inquiere el autor de Espantapáramos. «Soldaditos» lo juegan en las «Islas» que Paz comunicara como puentes y que desde el inicio se leen como poemas. Al principio no me gustaba el título: parecía predecir más juegos de palabras que discurso: Palabredas volátiles, contradicción del tiempo. Sin embargo, el poema que da título al libro y aparece al inicio (es el tercero), antes de la presentación de los cinco apartados que estructuran el libro, maneja con soltura una voz en plural (la tercera persona) y cuatro demarcaciones: Sur, Oriente, Poniente y Norte. Esto es arquitectura sin grandes pretensiones y, por lo tanto, enorme como el espacio entero, mensurable. Salieron a espantar todos los páramos, endecasílabo que muestra filiación por la eufonía española clásica, es un verso de consistencia bífida: los páramos salieron a espantar o son los espantados. Este juego de espejos, rosa de los vientos, señala y desubica al mismo tiempo el tensor del poema: la venganza. Pertinente al iniciar el ciclo y en el vértice final: fluida como el río mencionado varias veces en el libro y arteria principal de un corazón dividido que en seguida se nombra. Hasta aquí, sin esfuerzo, Gustavo ha traído a mi memoria los rastros (a él debidos) de Girondo y de Huerta. Por mi parte, me encontré con Cavafis en el momento Norte de este poema, y con Merwin en el justo tratamiento de la brújula cardiaca. Sístoles en el riesgo. Diástoles, el arraigo.

Y Cuando digo río, quiero decir Heráclito. Si nunca nos bañamos dos veces en el mismo sueño (de la memoria), el Páramo primero acude, como en los cuatro páramos, a otro poeta: Pessoa, que no fue sino un niño que jugaba. En «El río astillero», otro de los grandes momentos de este libro, aparece el otro, la primera persona, la que ríe cuando digo lo que dije. Para entonces confirmo que los primeros poemas, antes del primer apartado, se van desarrollando lentamente. Aquí aparecen los poemas «Barcos de papel», «Hormiguero», el trompo (uno de los «Juguetes»), las morusas del pan (en «Tragicómicos»): cuatro versos continuos en el Sur. «Puerta que se abre y cierra» rompe con este ritmo, aunque es la consecuencia lógica de este modo aritmético y astral de concebir el mundo. Y qué más puede hacerse luego de una venganza: Quisimos ser irremplazables y nos prendimos fuego. Ni la madre es capaz de conseguir la salvación para quien El tiempo encontró [su] cuerpo y lo ha crecido. Este páramo es la «Puerta que se cierra» con espanto.

Devuélvanme la muerte que yo tenía al nacer, son las palabras que Gustavo consigna de Eduardo Lizalde en el epígrafe de su segundo páramo: un apartado en el cual el Azar es un dios y es el asombro, una «Intuición de luces» con sesgo espiritual y religioso. Un Cantar casi bíblico, «Oscura geografía» de un niño de los Altos de Jalisco, castigado en la fe, y quien predica en vano el «Sermón del cerro», ya no me extraña, en otros cuatro tiempos. Páramo que remite al desierto de cuya tentación se librará Jesús y que tan bien retrata Saramago en El evangelio según Jesucristo. Puesta en escena actual, como lo fuera Dogville de Von Trier hace unos años, con su diálogo entre el Azar y el hombre: el asombro… el espanto.

El Páramo tercero es consecuente: una Espina de Luz, con el Eclesiastés por referencia y una serie de cuadros (gobelinos) desmienten la ceguera del momento anterior. Aquí la luz se esfuerza por resolverlo todo, no obstante que piedra y palabra no pueden ocupar el mismo espacio. Nos acercamos de más, tan cerca y tan lejos, diría Wenders, a esas cosas que no son [pero] levantan su imagen con palabras. Nada es lo que parece en este páramo: las palabras, su polvo de sentencias en voz baja, sobreviven al hombre, lo rebasan, transustancian y crean y en cada nueva fruta de este árbol prodigioso de saber ser poeta. Del saberse poeta. No creerse poeta, que son otros terrenos.

El páramo cuarto da seña de la muerte también desde su epígrafe. Me parece muy cercano a Raúl Bañuelos en «Algo dondequiera» y tal vez lo «Trashumante» de su hechura. Versos muy bien cortados, si bien, lo señalamos antes, Nadie se baña dos veces en el mismo río, por largo, ancho y tremendo que resulte. Conectado con Un páramo de tierra estéril (salvada la obviedad), aparece el único poema, «David», con tres momentos, que pudo formar parte inicial del Vinagre de la vida. No es la parte más intensa del poemario porque, si Con sólo decir ventana apareció el naranjo, el final de un libro así de hospitalario debiera ser, supongo, el cerrar con silencio la ventana.

Después de la plaquette Dromedario (2008) y su incursión en un libro colectivo, puedo señalar, entusiasmado, que Espantapáramos es uno de los mejores primeros libros que he leído en los años recientes. Lo que ocurra con Gustavo Íñiguez de ahora en adelante será fruto, impertinente, del Azar más divino.

 

Espantapáramos, de Gustavo Íñiguez. Consejo Estatal para la Cultura y las Artes de Jalisco, col. Becarios, Guadalajara, 2013.

 

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