EN LA TIPOLOGÍA de las relaciones de colaboración entre poesía y música, existen dos polaridades fundamentales: por un lado, se da el caso de un escritor que, sin pensar en lo absoluto en la música, escribe un texto, que un músico utiliza porque juzga que lo puede emplear para sus fines expresivos, estimulado, aparte del aspecto temático, por el de la organización lingüística; por el otro, se presenta el caso de una colaboración que nace porque el músico le pide expresamente un texto a un autor; luego, se dan los casos intermedios, en los que el autor propone materiales ya escritos, que el músico selecciona a su libre albedrío. Mi trabajo sobre el rap —con Andrea Liberovici— pertenece a esta especie de tercer camino: no se me pidió permiso para musicalizar textos determinados y mucho menos que escribiera uno para la ocasión; sino, más bien, colaborar en un proyecto. Yo propuse varios materiales ya existentes; otros los seleccionó el propio Liberovici de entre mis escritos, y nos pusimos de acuerdo sobre una relativa libertad para usarlos. Creo que este modelo de colaboración puede ser interesante, ya que no se trata ni de una idea nacida de un encargo de trabajo, ni de la utilización de un texto concebido fuera de la música, sino del trabajo de un músico sobre materiales poéticos que fueron puestos a su disposición y que él puede reorganizar de acuerdo a sus propias exigencias.
En realidad, mi curiosidad por las experimentaciones que implican música y literatura no es nueva. Empecé a colaborar con músicos a principios de los años sesenta, fundamentalmente con Luciano Berio. Berio es, acaso, el músico que mejor encarna mi idea de colaboración, que se ha prolongado hasta hoy; aunque a veces hemos dejado períodos prolongados entre una colaboración y otra, nunca se rompió una línea de continuidad, entre otras cosas porque aunque se modificaran nuestras poéticas y las formas de nuestro lenguaje —como es natural en una investigación—, siempre nos movimos con cierta simetría: los problemas, tanto de lenguaje poético como de lenguaje musical que se planteaban, a menudo presentaban analogías, incluso en la obvia diferencia de dos modalidades comunicativas más bien heterogéneas. Con Berio y con otros músicos el trabajo era, de vez en cuando, cambiante, pero conservaba la constante de pertenecer siempre a ese género de música que consideramos grave, seria, ligada al teatro, a la sala de concierto, o incluso a soluciones de cámara, pero lejana de la así llamada pop music, es decir, de una música de más amplio consumo, que utiliza modalidades de comunicación popular nacidas —o que se transformaron— como tales. Este ámbito siempre me ha apasionado, primero a través de las sugestiones del jazz, luego con el desarrollo del rock y de otras formas más recientes. Aparte de este interés específico, cuando le presenté a Liberovici algunos de mis materiales, a mí me movía la idea —que él, por otra parte, compartía— de que el rap es, ante todo, una técnica evidentemente rítmica y musical, pero también una técnica del discurso verbal, una manera paradójica para «recitar cantando», en la que la importancia del texto es muy fuerte y que incluso permite utilizar componentes que no poseen una preordenada estructura rítmica pero que se construyen a través de juegos verbales. Yo he utilizado, por lo menos en muchos de mis textos, aliteraciones, rimas remarcadas, y esto se prestaba muy bien para ser transformado en rap, con pocas modificaciones de réplica, de iteración, de variación. Después de aceptar la propuesta para un rap, le sugerí a Liberovici que nos aventuráramos más allá, que pensáramos en un espectáculo en el que el rap mantuviese su estructura esencial, pero que junto con éste se usaran textos musicales tradicionales —para violonchelo, por ejemplo— que luego fueran grabados de tal manera que se creara, tanto desde un punto de vista escénico y gestual como desde un punto de vista verbal, una gran posibilidad de movimientos diversos en las direcciones más variadas. Satisfecho por el resultado obtenido, el propio Liberovici ahora piensa en trabajar y ampliar esta forma de rap y crear un espectáculo todavía más desarrollado, injertándole otros elementos (como la canción u otras modalidades) igualmente heterogéneas respecto al material preordenado. Este trabajo tiene, por lo tanto, su estructura ya organizada, pero también es un trabajo in progress porque es susceptible, en las intenciones del músico, de continuos perfeccionamientos.
Además, desde el punto de vista temático, Liberovici partió de un tema que podía ofrecer mucho material: el argumento del sueño; por eso le facilité plena libertad para que montara mis textos y para jugar —como yo esperaba que lo pudiese hacer— con la conjunción de partes heterogéneas entre sí, pero que en una lógica onírica encontraban su sentido de montaje. Por otra parte, mucho del pop art —entendido no solamente en el sentido pictórico, sino como arte pop, en el sentido en que se emplea esta palabra cuando hoy se habla del folclor de masas— es digno de gran atención; y existe un intercambio continuo, unas veces consciente, otras no, entre las expresiones tradicionales de arte y las expresiones de masa ligadas al consumo y a la cultura de los jóvenes. En el fondo, en esta relación se encuentra algo que la tradición siempre conoció y que luego perdió un poco: si se observa la manera en la que la música del pasado maniobró con chaconas o gallardas o minuetos o valses, uno se puede percatar de que toda la música más seria, algunas veces incluso grave, utilizó formas de danza que eran consumidas, simultáneamente, por la cultura «popular» de la época. Luego se verificó una escisión o, por lo menos, una mayor dificultad de relación entre estos elementos, incluso si la influencia del jazz en la música seria, por ejemplo, alcanzó a músicos como Debussy y Stravinsky; y creo que esta forma de contaminación no sólo puede continuar, sino puede volverse más explícita y consciente, y más programática de cuanto lo fue en el siglo XX.
También la escritura literaria y el trabajo en la palabra podrían encontrar en esta especie de hibridación un impulso ulterior para romper con el poetese en sentido negativo, es decir, la jerga lírica, la selección verbal hacia realidades superiores dotadas de aura, y estimular principalmente para un empleo poético del lenguaje cotidiano, de todo lo que es el mundo de la prosa moderna, de la tecnología, de las fecundas mezcolanzas de lenguas diversas. Por otra parte, es importante recordar que en una cierta literatura estadounidense en la época de la cultura beat, hubo autores, como Keroauc y Ginsberg, que declaraban que se habían inspirado mucho en el ritmo del jazz o en la música pop, precisamente como ritmo de escritura; existen ejemplos, tanto en poesía como en prosa, de una literatura que tuvo esta influencia de la rítmica musical, en el terreno de la novela y de la narrativa, así como en el poético, y creo que, en esta dirección, se pueden alcanzar progresos todavía más ricos.
Al evaluar la situación italiana, es necesario, sin embargo, hacer las debidas diferencias. Los experimentos de los años cincuenta y sesenta para crear una canción de autor, o el desarrollo de los así llamados cantautores, arrojaron resultados absolutamente discutibles. Lo característico de la canción italiana parece muy aprisionado dentro de los límites de la melodía tradicional, por lo cual o se vuelve tardo melodrama reciclado o, en el mejor de los casos, tarda romanza de cámara. Esto no quita que no se hayan verificado resultados positivos entre los autores (porque Paoli o Conte, acaso, abrieron brecha) y los intérpretes, que eran, más bien, extraordinarios, incluso desde el punto de vista de la indumentaria, como Mina o Patty Pravo. Sin embargo, siempre ha sido un límite la preponderancia de la melodía o de lo poético; incluso los intentos de escribir textos para canciones realizados por Pasolini, Calvino, Fortini, e incluso por Moravia y Soldati, aunque muy rara vez, no encontraron validación ni continuidad, porque en el fondo la verdadera música popular iba en otras direcciones. La intervención del jazz y del rock fue, por el contrario, un hecho irrevocable en el desarrollo del lenguaje musical, el único que puede encontrar equivalentes en la experimentación literaria. Junto con el poetese, hubo un canzonettese: Italia, desgraciadamente, es el país de Sanremo, para decirlo todo en una fórmula, y esto ha representado y representa una limitación muy fuerte.
Incluso desde el punto de vista de los contenidos y de las ideas, aunque la canción haya tenido un público muy amplio, en sustancia siempre se quedó prisionera en actitudes, por así decirlo, pequeñoburguesas. Mucha de la protesta orientada en ese sentido no se puede comparar con la ruptura expresiva propuesta por mucha música anglosajona, desde los Rolling Stones hasta los Sex Pistols, por ejemplo, en la que el radicalismo y el anarquismo alcanzaron una violencia que en Italia fue prácticamente desconocida o verdaderamente accidental y excepcional. El límite de la canción italiana es, en verdad, también un límite ideológico y de clase. Intentar el experimento del rap significaba, para mí, salir realmente de estos límites, traspasar realmente otra frontera: realizar un trabajo, con un músico, en una dirección que posteriormente tampoco se quedara prisionera en la forma del rap, sino que la utilizase como una suerte de referencia fundamental, en la organización de la estructura de una experiencia espectacular, sin renunciar a ninguno de los elementos que hoy tanto la palabra como el sonido pueden proponer.
Cada vez más, tiendo a insistir en el momento anarquista como un momento de pulsión del gran arte crítico del siglo XX. Si este momento encontró encarnación, no fue tanto en la forma de la canción «a la italiana», sino más bien en las experiencias de cierto rock violento y hoy, acaso, del rap y de otras expresiones de este género.
Rap y poesía / Edoardo Sanguineti
TRADUCCIÓN DE MARÍA TERESA MENESES