Óptica Concorde
A Luis, el óptico, solía verlo detrás del mostrador.
Ya no es así. Hoy es su padre, óptico también,
quien luego de ajustar su audífono al oído
me abre con su llave la puerta del negocio.
Corren tiempos duros. Ya no hay puerta sin cerrojo.
La calle se ha vuelto incierta;
abundan rejas, trabas, vidrios blindados.
Todo es miedo y prevención,
aliento en la nuca, algo oscuro.
Cuando pregunto por su hijo, el viejo,
tomado por sorpresa, me mira desvalido
como si yo hubiera franqueado
el umbral de lo indecible:
la boca entreabierta, los ojos sin norte,
una grieta súbita en los gestos.
Luego, encorvado y mudo,
se pierde detrás del mostrador.
¿Me oyó? ¿Responderá?
¿Abismo o deficiencia?
¿Sordera o lo innombrable?
No responde. Al rato,
alzando el tono, preguntó:
¿En qué puedo servirlo?
Esa fórmula bella, en desuso,
traída de tan lejos,
lo probó: estábamos de vuelta
al amparo de lo estable.
¿Simulaba el óptico?
¿Rearmó su corazón?
Importa poco.
Bastó para darme abrigo,
impulso para extenderle mis anteojos.
El arco… —me oí decir—.
Él los tomó en su mano ajada
y la tarde se rehízo, tibia y diáfana a la vez,
de espaldas a todo lo que excede las palabras
y hace de nosotros seres pobres,
inermes, desoídos.
Aparición
Dibujo, a los setenta, como un niño.
Mi trazo no maduró,
congelado en un saber
que se detuvo.
Cuando mi mano dibuja,
distraída,
me regala una huella
del que iba y venía por los sueños.
Resiste, espera, insiste el inocente.
No deja que me ahogue en mi ciencia y mi ceguera,
en la fatiga,
en el silencio,
en la inclemencia del espejo.
Lo guarda mi arte pobre
y brota de mi mano cuando quiere.
Toledo
Vuelvo, dos años después, al sitio que quise tanto.
Ocupo, dos años después, la mesa que fue mía.
Bebo con unción del mismo vino
y sueños que entonces tuve
y que luego se perdieron,
renacen de la mano que los acarició.
Algo, no obstante, opaca el goce del reencuentro.
Quizá sentir de pronto que me sobreimprimo,
que al volver aquí me usurpo un recuerdo,
me lo robo, lo violento y al forzarlo
a ser de nuevo realidad,
una pobre realidad,
calco mis pasos, me imito,
me repito como un perro que extraviado
sólo sabe ir y venir sobre su huella,
olfatear sin rumbo su recuerdo
buscando una señal
que avive lo perdido.
Jet-lag
Habitación 29 en un hotel de nombre impronunciable.
En el jardín, flores mínimas de extraños pétalos móviles
y en seis árboles vencidos
pájaros enjaulados cantan la última luz.
En el baño y en contraste,
calandrias de papel trinan libres en las ramas
pintadas en las paredes.
Mi cuerpo desabrido
que aún se arrastra en el invierno
decreta que ya son las dos de la mañana.
El reloj, sin embargo, da las siete de la tarde
de un día inconcebible de verano.
Mañana seré posible. Hoy no en este país
de quietas nubes rojas y hombres semicallados.
Hoy no puedo.
Agota estar aquí sin haber llegado.