El humorismo es una enfermedad y también un remedio; es una condena, a la par que un salvoconducto. Si bien no es una religión, sí es algo más que una ideología o un imperativo estético: es una forma de ser, sentir, pensar; una postura ante la vida, una forma de comprender la existencia. Jean Paul Richter afirmó en sus estudios sobre estética que el humorismo, a diferencia de otras estrategias cómicas, no se propone enfrentar un modelo ideal con otro imperfecto para rebajar al primero —como hace la parodia—, ni los une para enaltecer al segundo —como hace la ironía—, ni los contrapone para señalar la distancia que existe entre ambos —como hace la sátira. Por la acción divergente pero conjunta de la parodia, la ironía y la sátira, el humorismo busca rebajar lo ideal y enaltecer lo imperfecto en una operación cuyo residuo es cero: «Ante lo infinito del universo todo es lo mismo, o sea, nada». Este vacío cósmico es lo que preside la labor humorística; al situarse en un punto equidistante entre lo sublime y lo pedestre, revela lo inocuo de toda aspiración y la grandeza más humilde. Si el humorismo es una enfermedad que consiste en ver el mundo en su inmensa pequeñez cósmica —y su trascendencia en esa vastedad—, la época moderna se caracteriza por su padecimiento.
Me refiero a un capítulo tardío en la Historia de la Risa, es casi un paréntesis. El humorismo nace en Europa, después de que manifestaciones cómicas paganas maceraran durante siglos con la destilación de principios cristianos, y se extiende como una epidemia espiritual tras la consolidación de las lenguas vulgares. El primer parlamento de la literatura castellana —«¡Albriçia, Albar Ffañez, ca echados somos de tierra!»— es un redomado gesto de humorismo: Rodrigo Díaz de Vivar anuncia como buena nueva la noticia de su exilio. Es otra expulsión del Paraíso pero sin tragedia ni culpa, tal vez con una sonrisa amarga de resignación. La cultura helénica cristalizó en su mitología dos maneras de reír, dos naturalezas contrarias: Gelos y Momus, la risa despótica que humilla al inferior y el sarcasmo envidioso que reta al superior. Pero ni Atenas ni Roma lograron engendrar la representación de una risa que comprendiera el humor. Y es que se trata de un sentimiento complejo, intrínseco a la historia como devenir lineal y finito e indisociable del Apocalipsis: después de concebir el fin de los tiempos —y tras recordar el castigo divino que originó la historia— aparece el humorismo en forma de condena y perdón: es incapaz de absolvernos de la existencia pero resulta indispensable para sobrellevarla.
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En su acepción más arcaica, humor es líquido, fluido, sustancia acuosa que los griegos designaban como χυμòς y los latinos como umor —la h fue un añadido pseudoetimológico que emparienta al vocablo con la raíz humus, de donde proviene humano. Hipócrates fue el primero que estipuló, en Sobre la naturaleza del hombre (v-iv, a. C.), los principios de la teoría general de los cuatro humores, o humoralista, e integra la palabra a la jerga médica. Diseñó un sistema: el cuerpo humano alberga cuatro humores —sangre, flema, bilis negra y bilis amarilla— que residen en cuatro órganos diferentes —corazón, cerebro, bazo e hígado— y están asociados a diferentes temperaturas —caliente, húmedo, frío y seco—; al mismo tiempo, se corresponden con las cuatro estaciones del año —primavera, invierno, otoño y verano— y con los cuatro elementos naturales —aire, agua, tierra y fuego—, además de otras equivalencias similares que hacen del hombre la medida básica del universo. El sistema se resume en la imagen «Macrocosmos y microcosmos» que ilustra el volumen De natura rerum, de San Isidoro de Sevilla: cuatro hemiciclos enmarcados por una circunferencia que limita el mundo conocido y por conocer. A partir de esta estructura infalible, la correlación exacta y hermética de los humores determina nuestra salud o enfermedad, así como la de los elementos el equilibrio cósmico. Simultáneamente, esta dependencia posibilita la curación por «contrario»: por ejemplo, lo terráqueo, para sanar, requiere lo aéreo, la bilis negra necesita de la sangre, así como el enfriamiento del calor. Casi veinticinco siglos de ciencia médica parten de los principios de esta premisa, y mucho del humorismo moderno se encuentra cifrado ahí.
Nadie ha podido explicar enteramente cómo un término de la jerga médica antigua, que además mantuvo vigencia hasta hace muy poco, comenzó a designar durante el Renacimiento conceptos exógenos como personalidad, estado anímico y comicidad. Cierto que los dos primeros están muy cerca uno del otro, además de que emergen de una psicología primitiva que en ocasiones practicaba la escuela hipocrática. Pero el salto entre fluido corporal y un fenómeno risible es tan caprichoso como suele serlo la historia. Si bien estos humores producen padecimientos, ninguno de ellos provoca por sí solo un «temperamento humorista», aunque Alfonso Reyes así lo intuya y arriesgue: «El humorismo es sanguíneo, duerme la siesta, anda todo el día en pijama y pantuflas y, a veces, se muere de congestión». La imagen apela a los aspectos despreocupados, alegres y risibles del temperamento sanguíneo —cuyo arquetipo sería Don Carnal, del Arcipreste de Hita— para identificarlos con características malentendidas del temperamento humorista —cuya imagen sería más bien la de Don Quijote. Mucho hay del primero en el segundo, sí, pero en el personaje de Cervantes habita también Doña Cuaresma. En una primera tentativa de definición realizada en nuestra lengua, Ramón de Campoamor señala: «No hay duda de que el humorismo… es un Carnaval reentrante en la Cuaresma», y este espacio liminar entre la luz y la sombra se adecua mejor al temperamento humorista que el brillo aislado. En otras palabras, únicamente la muy inusual combinación de un temperamento sanguíneo con un temperamento melancólico podría producir las contradictorias reacciones que caracterizan a la complexión humorística.
Dije que hay dos maneras de reír que fueron relevantes para la cultura helénica (Gelos y Momus), pero omití una con alevosía: Demócrito, filósofo presocrático de la escuela atomista cuya obra se fue perdiendo de forma paralela al proceso de mitificación de su persona. Fue él quien estableció, en uno de los pocos fragmentos que le sobrevivieron, que «los principios de todas las cosas son los átomos y el vacío, todo lo demás es dudoso y opinable». Pero más que sus máximas filosóficas, hasta nosotros ha llegado la leyenda, el breve retrato que realizó la tradición oral y que Timón el Silógrafo ya cantaba en el siglo iii a. C.:
Cual Demócrito sabio,
autor del bello estilo y docta frase,
y sobre todo, del hablar festivo.
Demócrito es recordado no sólo por su inteligencia y dotes literarias sino también por haber sido «chistoso». Se convirtió para la posteridad en el filósofo de la risa, contraponiéndose y complementándose con Heráclito, filósofo al que ese mismo rumor popular asoció al llanto. Lo cómico y lo trágico fueron dos formas de representar la vida en tiempos antiguos, y también dos manifestaciones humoralísticas: la sangre y la bilis negra, también conocida como melancolía. Alfonso Martínez de Toledo definió el carácter sanguíneo como «alegre hombre, placentero, riente e jugante», mientras que los melancólicos «[s]on muy inicos, maldicientes, tristes, sospirantes, pensativos». Como las máscaras que coronaban los teatros griegos, Demócrito y Heráclito conformaban los extremos de una visión del mundo que parecía carecer de un matiz tragicómico. Pero poco a poco estas dos figuras comenzarán a unirse, pronto Demócrito se va a enfermar también de melancolía y se superará el maniqueísmo imperante.
Para el estudio del término humorismo es fundamental la falsa correspondencia de Hipócrates. Esos documentos, poco leídos, conforman un testimonio de la transformación cultural que —tras pasar por el filtro de la escuela cínica— sufrió la imagen de Demócrito y la risa que lo caracteriza. Entre las misivas aparece una breve novela epistolar que probablemente haya sido redactada en el siglo i o ii d. C. En ella Demócrito parece heraclitarse, por decirlo así, y las dos máscaras teatrales empiezan a fundirse para mostrar una sola mueca, agridulce. La historia es sencilla: los amigos del filósofo escriben preocupados a Hipócrates para que viaje a su tierra y sane de locura a Demócrito: el viejo abandonó sus estudios, perdió la razón y no hace otra cosa más que reír. El médico acepta y se desplaza a Abdera para encontrarse con su paciente. Al llegar entablan un diálogo en el que Demócrito convence a Hipócrates de que su risa —ahora triste y resignada— tiene un origen lógico: la estupidez del hombre y el sinsentido de las cosas. Nada tiene un motivo, todo es absurdo, y la conciencia de ello sólo puede tolerarse a través de la carcajada. Más allá de la anécdota, subrayo la transformación de Demócrito: en un puñado de siglos pasó de ser un filósofo atomista presocrático al filósofo de la risa, y de ahí a padecer una inusual melancolía sanguínea. Esta enfermedad «se origina por un exceso de sangre que provoca una demencia feliz, justo como la alegre locura de Demócrito, quien solía reírse de la tontería humana», tal como la diagnosticó Philipp Melanchthon en el siglo xvi. Esa particular combinación de temperamentos es lo que forja la figura del «humorista»: aquel que ríe por aquello que a los demás produce llanto.
Aunque varios autores habían intuido la conexión entre melancolía y humorismo, el hallazgo se lo debemos a R. Klibansky, E. Panofsky y F. Saxl, quienes rastrearon diferentes representaciones plásticas de esa enfermedad en Saturno y la melancolía (1964). Con evidentes resonancias del pensamiento de Jean Paul Richter, en una digresión fundamental advierten que tanto el melancólico como el humorista gozan y sufren al darse cuenta de lo que denominan «la contradicción metafísica entre lo finito y lo infinito», es decir, experimentan placer y dolor al tomar conciencia de la brevedad de la vida y de lo improbable que resulta la eternidad:
El melancólico primordialmente sufre de la contradicción entre tiempo e infinitud, a la vez que da un valor positivo a su propia pena porque siente que en virtud de su misma melancolía participa en la eternidad. El humorista, sin embargo, se divierte primordialmente por esta misma contradicción, al mismo tiempo que menosprecia su propia diversión porque reconoce que él mismo está apresado sin remedio en lo temporal.
Esta fragmentación entre el ser y el universo, nuestra disociación del todo o nuestra incapacidad para vincularnos con él, ¿no podría provenir en un inicio de la dicotomía entre átomo y vacío que postuló Demócrito? Su concepción de la creación del universo como un absurdo en el que el vacío es el origen de las cosas y el hueco la única certeza, ¿no pone en duda el mundo y su relación con el cosmos?, ¿no revela esa carencia que aflige desde siempre al melancólico y al humorista? Es una hipótesis descabellada pero seminal: detrás de todo acto de humorismo hay un intento siempre frustrado por ocupar un hueco, un vacío astronómico cuyo fracaso sistemático produce una sonrisa ambigua: es gracias a esa satisfacción pasajera que el vacío no succiona todo lo que tiene a su paso.
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Resulta imposible precisarlo, pero aun así Pedro Sainz Rodríguez sugiere que es a mediados del siglo xvi, en las retóricas de los humanistas italianos Antonio Sebastián Minturno y Julio César Scalígero, cuando aparece por primera vez el término humor aplicado a la literatura. Su acepción se distancia del uso que busco, pero alumbra sus transformaciones posteriores. Según la preceptiva de estos autores renacentistas, el humor debe constituir la unidad de la obra dramática, de manera que un personaje mantenga un mismo temperamento humoral de principio a fin para otorgarle coherencia. Sainz Rodríguez concluye que «humor es, pues, aquí lo característico de personalidad». Me parece más atinado decir temperamento o, al hablar de literatura, tipo. La personalidad es compleja y contradictoria, no puede reducirse a un humor. Lo supo el dramaturgo que siguió cual dogma el humoralismo literario del cinquecento y descubrió su dote para la elaboración de Celestinas, Don Juanes y Tartufos. El recurso literario abonó para la creación de caricaturas, geniales monigotes cuyos rasgos humorísticos eran exacerbados, pero que por lo general no fueron más que parodias de psiques reales y concretas. Estos personajes, al entrar en contacto unos con otros, produjeron un efecto cómico casi inevitable: maniáticos interactuando entre sí, un diálogo de sordos, el reino del absurdo en escena. El humorismo ingresa al campo semántico de la comicidad de esa forma, es el humor de los personajes lo que nos hace reír y el humor se convierte en un recurso cómico de los dramaturgos renacentistas.
Pero el comediógrafo sabe que las excentricidades, manías y aficiones de sus personajes en muchas ocasiones trascienden el chiste y la ridiculez. A medio siglo de publicadas las retóricas de Minturno y Scalígero, Ben Jonson tuvo la necesidad de matizar y tal vez haya sido el primero en concebir el humorismo como una postura filosófica ante la vida. Debido a la popularidad que adquirió el término humour en Inglaterra a principios del xvii, el dramaturgo isabelino denunció como degradación del humorismo toda «singularidad en el discurso o excentricidad en las costumbres, en el vestido o en la forma de arreglarse la barba». Y es que, en sus propias palabras, el humor sólo aparece:
cuando cierta cualidad particular
de un hombre se apodera hasta arrastrar
todo su afecto, su ardor y su poder
por un mismo camino:
a esto llamaríamos, con verdad, un humor.
Al menos para Jonson, más que un recurso cómico, el humor es la capacidad que tiene un hombre de dirigir sus obsesiones en una sola dirección, hacia un solo objetivo. Si esto provoca risa o no, parece ser secundario. La risa es, hasta cierto punto, fácil de producir por otros medios. Para Jonson el humor es una suerte de locura, otra vez esa enfermedad, que en España ya había hecho que Calisto muriera de forma por demás ridícula por el amor de Melibea, y será la misma obsesión que un siglo después haga vagar a Alonso Quijano por los territorios de La Mancha. Para estos autores el humorismo es un conjunto de obsesiones particulares y descabelladas que, sólo desde una perspectiva muy superficial, pueden verse como excentricidades. Las obsesiones reflejan, más bien, la necesidad de compensar una carencia, de ocupar un vacío que nunca termina por llenarse. Los personajes están en crisis y optan de forma natural por su faceta cómica y festiva antes que por su arista feroz y melancólica. En ese sentido, lo chistoso y lo grotesco del humorismo se matizan, al grado de que podemos llegar a considerar su ridiculez como algo delicado, incluso tierno.
La Reforma y la Contrarreforma tienen aquí connotaciones trascendentales. Mientras las naciones católicas viven un macabro retorno a los orígenes imaginarios de la Iglesia romana, las naciones protestantes, con Inglaterra a la cabeza, comienzan a experimentar algo que, a riesgo de parecer superfluo, designaré como libertad. Es en esta bifurcación del destino de Europa que el humor diverge y surgen, al menos, dos tradiciones humorísticas: la de España y la de Inglaterra. El concepto de tradición, y el gesto casi gratuito de nombrarlas con el título de naciones, tienen una explicación. Desde la separación religiosa del continente europeo, los humoristas afrontan su labor de formas dispares, y tal vez las dos vertientes más radicales sean las que separa el Canal de La Mancha: el humor casi místico y estoico de la Contrarreforma en España, y el humor más lúdico y excéntrico que, debido a su desapego a un credo unívoco, floreció en Inglaterra. Estas tradiciones se unen y se separan alternativamente, además de que existe una veta humorística en Carlyle tan castellana como la de Quevedo, y aspectos humorísticos en Borges que no pueden ser más que sajones. Al hablar de «tradiciones» no quiero decir que exista entelequia alguna como humorismo español o humorismo inglés: me refiero a dos formas radicalmente contrapuestas de asumir el acto humorista y que en otros países se manifestarán con distintas gradaciones.
Le achaco a la Contrarreforma el hecho de que en España y sus colonias americanas no se haya discutido teóricamente el tema del humorismo. Si bien se practicó con astucia, y tenemos obras literarias que así lo confirman, su reflexión parece clandestina: no se conocen testimonios. Es real el menosprecio que nuestra tradición ha demostrado hacia la risa, lo cómico, lo humorístico y todo lo que tenga que ver con el lado hedónico de la literatura: es hasta 1914 que la Real Academia Española incluyó los términos humorismo y humorista en su diccionario, y todavía hoy resulta inútil buscar bajo humor una definición que coincida con la acepción que me interesa. La tradición inglesa se caracteriza por lo contrario: la generosidad de su humor y su obsesiva contemplación.
Después de los reparos que realizara Ben Jonson al divulgado y malentendido concepto de humor en los mentideros isabelinos, Sir William Temple termina de afinar el matiz. En su ensayo «Acerca de la poesía» (1690), el autor asegura que, mientras la comedia es un retrato de la vida en general, el humour «es en cambio un retrato de la vida en particular», debido a que «representa disposiciones y hábitos menos comunes». Su lectura es más incisiva de lo que a primera vista podríamos interpretar. Temple cree que, gracias a la generosidad del suelo inglés, su clima caprichoso y la liberalidad de un gobierno que permite proferir opiniones, es que se ha desarrollado mejor que en ninguna otra nación lo que denomina como poesía humorística, y cuyo mejor representante es Shakespeare. Basado en este determinismo geográfico —muy en boga en el siglo xvii—, Temple asegura que en Inglaterra abundan los imprudentes y los orgullosos —«la imprudencia es apta para la inventiva, y el orgullo desdeña la imitación»— y por eso mismo hay «más gente original», dice, «y más gente que aparenta ser quien es: tenemos más humor porque cada hombre sigue el suyo, y al hacerlo se siente bien, incluso tal vez se enorgullece de mostrarlo».
Jonson afirmaba que en el humorismo había algo más que caracteres sui generis. Sir William Temple también: el humor implica diversidad, originalidad, necesidad de diferencia, así como una serie de opiniones particulares. Wittgenstein dijo que los límites de nuestro lenguaje son los límites de nuestro mundo, de la misma manera en que Temple pudo haber dicho que la multiplicidad de nuestras opiniones es el espectro de nuestro humor. ¿Y qué es una opinión? Cuando un hombre tiene una forma particular de entender la existencia, antes que estar frente a un demócrata, estamos frente a un hereje. Que un individuo mantenga una postura ante la vida basada solamente en un yo que disiente y juzga desde la misma autoridad de su ego es una blasfemia, pero también un fenómeno humorístico en su sentido más profundo. La opinión surge, por ejemplo, cuando la tradición y las instituciones no ofrecen explicaciones satisfactorias de lo que nos rodea, cuando resultan insuficientes. Se convierte así en la única manera de mantener el control sobre un caos que se subleva, es la única posibilidad de dar coherencia y sujeción a una serie de pequeñísimas partículas que ni siquiera entre todas dan cuenta cabal del universo. La opinión es entonces un síntoma de anarquía axiológica, una manifestación ontológica de la nada. «Los principios de todas las cosas son los átomos y el vacío; todo lo demás es dudoso y opinable», decía Demócrito, y para Temple incluso la dicotomía átomo-vacío no provee de certidumbre, todo termina por ser «dudoso y opinable». La opinión no es humorística en sí misma, lo es cuando se convierte en el recurso que intenta explicarnos, cuando intenta poblar un vacío metafísico aunque sea de forma relativa. En eso radica el encanto de La vida y opiniones de Tristram Shandy (1767), la obra de Sterne donde la opinión trata de asir la visión humorística de su personaje.
Cuando el universo pierde su centro —y el perfecto sistema de correspondencias entre el cuerpo humano y el cosmos se desdibuja—, emerge con decisión el humorismo, y con él las opiniones, aquello que también podemos entender como relatividad. Lo relativo actúa por asociación, por contagio, y elabora un tejido similar al de una red: en su vastedad el orden relativo interactúa y funciona a través de huecos que unen, de ausencias que dan sentido. En cambio lo unívoco, de tener una imagen, sería una estela o un monolito. La aguda mirada de Demócrito encontró la porosidad de la piedra, supo que su densidad nunca logra ser total; los humoristas entienden la lección del filósofo de Abdera: no hay humor sin ausencia. Pero estar conscientes de ello resulta intolerable y, por lo mismo, su labor es un intento siempre vano por llenar el gran hueco que es la muerte y que se manifiesta claramente en el entierro y la tumba. La perspicacia de Ramón de Campoamor lo lleva a decir que «César, tapando con sus cenizas el hueco de una pared, y Don Quijote volviendo a su casa molido a palos por defender sus ideales… son dos rasgos de humorismo que, además de hacer reír, llenan los ojos de lágrimas». Coincido con el primer ejemplo, alude a la emblemática escena del entierro de Ofelia en Hamlet, cuando el príncipe de Dinamarca encuentra el cráneo de Yorik, pero creo que Cervantes tiene uno más preciso, un momento donde es el hueco lo que da sentido a su humor. Don Quijote, sin duda el personaje humorístico más memorable que genio alguno haya concebido, resiste con catadura estoica su soledad, el maltrato de los arrieros, las atrocidades de los yangüeses, así como la burla de la aristocracia. Pero en un pasaje tan tierno como desgarrador, mientras está solo en su aposento en el Palacio de los Duques, se desviste y al descalzarse perfora su media. Ahí el espejo de la caballería andante, nos dice Cervantes, se afligió. El pasaje es uno de los pocos momentos en que Don Quijote entra en contacto con esa realidad que sus quimeras medievales y literarias no pueden recubrir completamente. Al ver ese agujero en su calceta parece que todo el dolor y sufrimiento de Alonso Quijano —la ausencia de una familia, de una mujer, la cercanía de la muerte— se le presentan irrefutables y ni siquiera está Sancho para consolarlo. En ese momento Don Quijote, como cualquiera de nosotros, sólo es dueño de una miserable media con un hoyo en el centro.
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El lenguaje es una convención que sirve para comunicar y las palabras son lo que significan. Humor es lo que todos sabemos, y sólo un necio como yo insistiría en utilizar esta palabra en su acepción dieciochesca. Ésta última no es «más correcta» que la original —líquido— ni mejor que su sentido renacentista —temperamento, índole, condición—, aunque sin duda es más compleja. La marea del lenguaje parece esculpir vocablos sólo para erosionarlos después: debido a un uso indiscriminado, el humor derivó en significar nada, al mismo tiempo que todo ha terminado por ser humorístico. En otras palabras, si bien entre los entendidos el humor es un fenómeno distante de la comicidad, para el neófito estas palabras no dejan de ser sinónimos y designan todo acto risible.
La ambigüedad y posterior auge del término humor surge de un fenómeno simultáneo cuyo origen podría encontrarse en las vanguardias artísticas de principios del siglo xx. La política de desplantes festivos y gestos irreverentes con la que estos grupos desvelaron la conciencia burguesa fue una reacción contra un espíritu de época que parecía aprisionar al individuo y su producción artística. No dudo que este gesto haya tenido raíces humorísticas en sus inicios, de alguna manera procuraba hacer evidente el vacío axiológico que produjo una sociedad capitalista emergente. Pero después de este estallido de inconformidad el recurso de «vanguardia» se convirtió en manierismo, el acto de rebeldía perdió validez al repetirse, y su sistematización evaporó el poco humorismo que ahí germinaba. La risa militante nada tiene que ver con el humor, un humorista que hace proselitismo para algún programa político o estético deja de serlo en ese instante, pues para lograr esto último se requiere certeza, convicción, y esto es lo más contrario a la tradición de Demócrito.
Pero la juventud es osada, disfruta con el cambio por el cambio mismo, cree que el mundo nació con ella y, antes de razonar, actúa, no se detiene ante el error. No hay movimiento artístico más juvenil que las vanguardias, y la apropiación que éstas hacen del término humor linda con la pataleta: lo priva de su acepción filosófica, al mismo tiempo que nos hereda un vocablo hueco. Ramón Gómez de la Serna, por ejemplo, escribe con ese beligerante tono de manifiesto: «En el cubismo, en el dadaísmo, en el superrealismo y en casi todos los ismos modernos hay un espantoso humorismo que no es burla, ¡cuidado!, ni estafa, ni es malicia callada, sino franca poesía, franca imposición, franco resultado». Éste ya es otro humorismo. No el temperamental de Jonson, ni el subjetivo de Temple, mucho menos la melancolía sanguínea de Demócrito. Este humor consustancial a las vanguardias es algo poético, impositivo y eficaz: algo más parecido a una técnica, una suerte de estilo. Pero más que las reflexiones del vanguardista español —que seguramente lideraban las discusiones del Café Pombo y de algunos cenáculos artísticos en España e Hispanoamérica, pero nada más—, el vuelco semántico de lo humorístico fue provocado por André Breton, cuyas reflexiones sí tenían un impacto global. Me refiero de forma específica a «Pararrayos», el texto que prologa la Antología del humor negro (1939).
Se requiere una lectura sosegada de ese ensayo para entender la nueva acepción del término humor, así como la de humor negro. Es probable que ambas definiciones fueran moneda corriente en los debates estéticos del periodo, pero sin duda la firma de Breton fue la que les otorgó carta de naturalización en la República de las Letras. Sus ideas básicamente coinciden con Gómez de la Serna: «Es cada día más evidente, viendo las exigencias específicas de la sensibilidad moderna, que las obras poéticas, artísticas, científicas, los sistemas filosóficos y sociales, desprovistos de este tipo de humor, no nos producen un fuerte deseo, son condenados más o menos rápido a la muerte». Más que una postura ante la vida, más que una forma de entender la existencia, para los vanguardistas el humor es un recurso lingüístico que vuelve eficaz el pensamiento y la creatividad contemporáneas, es la gracejada que asegura el impacto. Pero «Pararrayos», en su prisa y despreocupación, devela algunas minucias en el sistema deductivo de Breton que tal vez nos conduzcan al origen de esta nueva forma de entender el humorismo.
A Breton, como probablemente a todo surrealista, le tenían sin cuidado las inconsistencias lógicas de sus textos. A fin de cuentas era en contra de la lógica y de la razón que había que manifestarse, utilizando las herramientas de lo onírico y lo instintivo. Aun así no deja de ser superficial, por decir lo menos, su estrategia argumentativa. Comienza con un epígrafe de Charles Baudelaire: «Para que exista comicidad, es decir emanación, explosión, emisión de lo cómico, hace falta…»; hasta ahí. A pesar de que Baudelaire está hablando de un fenómeno muy concreto como es la comicidad —comique se repite dos veces en dos líneas—, Breton señala que esa «emanación» y esa «explosión» a las que alude el poeta son utilizadas por Rimbaud en un poema que se caracteriza por su «humor negro». En un mismo párrafo, Breton elimina una larga tradición de connotaciones históricas y asimila dos términos distantes entre sí: comicidad es también humor (negro). No humor, «humor negro», es decir, ¿melancolía? Aunque ahora todos hablamos con naturalidad del «humor negro» —que, desde mi perspectiva, es una forma particular de sátira—, ¿a qué se refería Breton con su alusión al concepto hipocrático? Nunca lo sabré con certeza. Con la maña de un mago que oculta un conejo para sacar un pañuelo, el francés ha transmutado un término habitual —comique— por un anglicismo —humour— que también resulta un arcaísmo —humour noir—, todo lo cual no es otra cosa que un barbarismo.
El neologismo es siempre una irrupción y una revelación. Alumbra con su anomalía un aspecto hasta entonces oculto de la vida, posee una violencia ortográfica que lo hace reconocible. Alfonso Reyes toma de Mariano Brull un término —jitanjáfora— y, al otorgarle sentido, toda una cala de la literatura adquiere coherencia, realidad. Algo similar sucede con los préstamos lingüísticos, pero no todos resultan afortunados. Si alguna justificación tuvieron los vanguardistas fue su desbordado anhelo por reinventar el mundo, esa necesidad de volver a nombrarlo. Pero la reinvención no es positiva per se. Me puedo imaginar la suspicacia de Breton por términos como comique o satire, que le habrán recordado una obra de Beaumarchais el primero, y un poema de Boileau el segundo. Tal vez por eso recurrió al anglicismo. Su intento por renovar terminó en amputación, su innovación en erosión. Y el calificativo de noir tampoco deja de ser un capricho. Aunque el humorismo tiene una de sus fuentes en la melancolía, la comicidad satírica de Breton no la contempla.
La influencia vanguardista en el humor no se limita a su ambigüedad semántica. Además, transmutó en técnica y estilo lo que era una forma de entender el mundo, lo convirtió en condición artística: es lo que requiere lo moderno para serlo. Los vanguardistas democratizaron el humor y, al edulcorarlo, comenzaron a producirlo masivamente. Alfonso Reyes se quejaba en 1956: «¡Ay! Cuando aún era cubista Diego Rivera y cuando aún había que romper lanzas por el cubismo, hará cuarenta años, ya gritaba yo pidiendo que se reconociera el derecho a la locura, y me preguntaba, entre desconcertado y burlón: —¿Qué hay, pues, en el fondo de la vida humana, que sólo se deja empuñar por el humorista?—. Estamos viviendo, sin remedio, en la época de las burlas veras»; y es que la nuestra es una época donde el humor se institucionalizó y se convirtió en norma. Sufrió el destino inevitable del chiste repetido: deja de hacer gracia, aburre, comienza a hartar. Aún así mantiene vigencia el diagnóstico que hace casi un siglo realizaron Breton y Gómez de la Serna: creación artística que carezca de «humor» —aunque con este término, he tratado de hacerlo evidente, no sepamos a ciencia cierta a qué nos referimos— no capta nuestra atención, se enfrenta al desinterés. A eso se debe la abundancia de ocurrentes, ingeniosos, ligeros y superficiales que, más que establecer una relación profunda con el humorismo de ley, parecen manifestar un espíritu que se niega a la seriedad, otro valor sospechosamente vanguardista.
El humorismo verdadero puede no ser solemne pero siempre será serio. Su gran preocupación es la ausencia, el vacío, la muerte que, con su pulsión tanática, coquetea con la desesperación. Macedonio Fernández es uno de los pocos vanguardistas que lo entienden bien y postula: el humorismo intenta, a través de la risa, hacer evidente un «vacío mental», un absurdo, que al manifestarse libera «al espíritu del hombre, por un instante, de la dogmática abrumadora de una ley universal de racionalidad». Es el acto de bromear sobre ese vacío lo que nos hace inmunes a la mayor angustia de todas, a esa «lógica que nos dice todos los días: “puesto que todos mueren tú has de morir”». Gómez de la Serna, por su parte —y casi sin darse cuenta—, acuñó una de las definiciones más agudas y atinadas del término al decir: «El humorismo entreabre una raja en la bóveda del cielo que deja transparente el piélago inmenso del vacío, que se sonríe por la hendidura». El vacío que sonríe, eso es el humor: la capacidad que tiene el hombre para reír frente a la oquedad de la vida.