El futbolista de Bilbao / Dacia Maraini

 

EN EL AVIÓN DE BARCELONA a Bilbao me encontré sentada al lado de un hombre pálido y de labios oscuros. El avión se movía tanto que yo no podía leer. El cielo estaba limpio, clarísimo. No se veía siquiera una nube. Pero justamente esta limpieza tenía que ser obra de vientos muy fuertes que sacudían el avión, lo arrojaban en el aire y después lo lanzaban hacia abajo, cual paja al viento.
    Poco antes la aeromoza nos había servido una taza de té. Pero no se podía llevar el líquido a los labios sin que se derramara en los dedos.
    Para soportar la incomodidad, mi vecino y yo nos pusimos a hablar. Pero sobre todo fue él quien me habló de sí mismo, de su viaje, o más bien de su regreso, puesto que era la primera vez después de 20 años que regresaba a Bilbao.
    Como peregrinos en un barco en medio de la tormenta, que se hacen confesiones en voz baja para engañar la espera de un evento decisivo, ya sea la muerte o el fin de la furia natural, así los dos, con los ojos fijos en el té que se movía en las tazas, nos hacíamos compañía. Hacía 20 años que el hombre de los labios oscuros había llegado a España de Brasil, «comprado» por el equipo de Bilbao. Sus propietarios brasileños habían negociado mucho para poder venderlo al precio más alto. Después, cuando parecía que el negocio no se concretaba, de pronto le dijeron que el traspaso se había cerrado y que se preparara para partir. Y él, que ya no contaba con eso, había tenido que hacer sus maletas de prisa y correr rumbo a Bilbao, su nueva ciudad.
    Era la primera vez que iba a España y todo le parecía extraño y nuevo, ligeramente amenazador. Los viejos tranvías con el frente de hierro labrado, los puentes ennegrecidos del Nervión, los policías en cada esquina, con aquel casco verde con negro tan característico de ellos, las torres góticas de la catedral. La Gran Vía que, presuntuosa y solemne, atraviesa toda la ciudad para terminar en la Plaza del Sagrado Corazón con aquella gigantesca estatua del Sagrado Corazón que pareciera estar ahí lista para condenarte.
    Había vivido seis meses en la infelicidad, sin lograr hacer amistad con sus compañeros de equipo, que entre ellos hablaban vasco; comiendo solo en el restaurante del Hotel Torrontegui, caminando a lo largo y ancho de la ciudad, y cansándose en los entrenamientos hasta la extenuación.
    Para Navidad, cuando ya pensaba en abandonarlo todo y regresarse a sus verandas de Aracaju, una tarde fue arrastrado al teatro por el entrenador, que era el único que se ocupaba de él.
    ¡Imposible de creer! Nunca antes en su vida había pisado un teatro. El cine le gustaba, pero sólo el de acción, con muchas balaceras y persecuciones a caballo.
    La ópera le alteraba los nervios con aquellas voces demasiado agudas. El cabaret lo vio una sola vez y no le convenció. En cuanto al teatro, para él era un mundo totalmente desconocido.
    Pero, una vez estando en la platea, en la oscuridad, hundido en una butaca de terciopelo viejo con las coderas raídas, sucedió lo que menos se esperaba: quedó fascinado, encantado por las palabras del texto. Nunca antes la lengua española le había parecido tan musical, tan cercana a los movimientos del agua, casi como un desbordamiento de arroyos, riachuelos y cascadas que le endulzaban el oído.
    Se trataba de Calderón de la Barca, que él recordaba haber escuchado nombrar alguna vez en la escuela. Pero que nunca le había interesado en lo más mínimo.
    «La vida es sueño», me dice el futbolista de los labios oscuros lanzando una mirada a la ventanilla. Estábamos cayendo en picada como si estuviéramos en la montaña rusa. Le digo que de vez en cuando yo también voy al teatro.
    El papel de Rosaura era interpretado por una actriz que de inmediato asombró su fantasía. El porqué no lo recordaba. No era bonita, por lo menos no era a lo que él estaba acostumbrado en su mundo: tenía los ojos muy oscuros y lejos el uno del otro, lo cual daba a su mirada una curiosa expresión de desorientación. Era pequeña, de cabello y piel negros, casi una india, con un cuerpo menudo y bien hecho.
    Amó de inmediato la voz tranquila, profunda, de esta mujer, y ese moverse tan suyo en escena, como si estuviera en su casa, con la perfecta naturaleza del más grande artificio.
    Siguió palabra por palabra toda la tragedia. Sufrió con Segismundo, se angustió con Rosaura, fue rey y peregrino, prisionero y jefe de ejércitos.
    Salió de ahí perturbado. Y algunas noches después, sin decir nada al entrenador, regresó al teatro, él solo, a ver una vez más La vida es sueño.
    Se sentó en la oscuridad, dudoso, convencido de que no experimentaría las mismas emociones de la noche anterior. En cambio, después de tan sólo dos minutos, quedó encantado. Como si no conociera la historia, sufrió de nuevo por Segismundo, se angustió de nuevo con Rosaura y regresó otra vez al Hotel Torrontegui cargado de voces amigas.
    La noche siguiente, muerto de cansancio por los entrenamientos, fue a sentarse de nuevo en la butaca de las coderas raídas del Teatro Arriaga, a beberse las palabras de los actores.
    Y así cada noche, mientras duró el espectáculo en Bilbao, así tuviera que levantarse temprano a la mañana siguiente, así estuviera cansado después de los saltos, las carreras, los ejercicios.
    Ya se sabía todos los diálogos de memoria. Pero esto, en vez de saciarlo, parecía darle más hambre. Todo el día pensaba en aquel atrio oscuro del primer acto, la prisión de Segismundo, y de cómo en el sueño era transportado a las lujosas salas de la corte, para después regresar a su guarida.
    Durante la noche soñaba a Rosaura en hábito de hombre, que subía por las rocas lamentando la traición de Astolfo. Quería hacer algo por ella, pero no lograba acercársele.
    Mientras tanto, en el teatro alguien había notado su asistencia tan asidua. Y ese alguien era justamente Rosaura, o más bien Concha Álvarez, la joven primera actriz de la compañía.
    A fuerza de verlo en primera fila, se había acostumbrado a aquellos ojos encendidos que la seguían en escena, a aquella cabeza atenta que bebía sus palabras. Ya lo esperaba. Y en la noche, antes de que empezara el espectáculo, iba a espiar por un agujero del telón para ver si él ya había llegado.
    El día de la última función el hombre de los labios oscuros se sintió perdido. ¿Qué haría sin Rosaura? Habría querido hablarle, pero ¿cómo podría hacerlo? Nunca antes le había pasado algo semejante y no sabía lo que se acostumbraba a hacer en ese mundo tan diferente al suyo. ¿Y si me despreciara? ¿Qué es un futbolista respecto a una actriz que siembra palabras tan fértiles y profundas en la oscuridad del escenario? De esta forma pensaba, atormentándose con la duda.
    Pero fue ella misma quien dio el primer paso. Al final del espectáculo, durante los agradecimientos, lo miró directo a los ojos y le sonrió con tal dulzura que él quedó pasmado. Después, con un dedo, le hizo señas de que la esperara ahí donde estaba.
    Y él así lo hizo, tronándose los dedos. Y cuando todos se habían ido, y las luces se apagaron, y cuando ya se imaginaba que lo tomarían del cuello y lo lanzarían fuera como a un ladrón, escuchó el frufrú de un vestido junto a él.
    Todos los días el hombre de los labios oscuros y Concha caminaron por la ciudad. Ella hablaba y hablaba. Se había propuesto que se enamorara de Bilbao, pues él detestaba dicha ciudad. De esta manera lo llevaba a lo largo del río, por algunas calles estrechas, donde se vendía pasa perfumada envuelta en hojas de vid. Y después a pequeños restaurantes del Campo Volantín, donde comían bacalao con aceitunas y bebían leche en tazones de barro. Y lo había llevado a Begoña a ver la fiesta de los toros, y al parque de Las Tres Naciones, además del mercado de artesanías de la Tendería.
Ambos eran tímidos e indecisos y no habían osado besarse hasta no haberse tenido confianza. Pasaban la noche caminando y hablando.
No se necesitó mucho para que el hombre de los labios oscuros se enamorara de Bilbao. Al final no sabía si le gustaba la ciudad por culpa de Concha o si le gustaba Concha por culpa de la ciudad.
    Concha terminaba los ensayos como a las ocho. Y él, después de una ducha rápida, que lo liberaba del sudor de los entrenamientos, corría por ella, con el cabello aún mojado y una bufanda caliente de alpaca alrededor del cuello.
    Sin embargo, al terminar el año deportivo, el futbolista fue llamado, contra su voluntad, a la selección brasileña. Y tuvo que regresar a las verandas ya olvidadas de Aracaju.
    Allí intentó, desesperadamente, que Concha lo alcanzara para casarse con ella. Quería tener hijos con ella. Pero Concha estaba ligada a su compañía con un contrato y no podía moverse. De esta forma él se limitaba a llamarla por teléfono. Largas conversaciones de una parte a la otra del océano, que lo agotaban y lo aligeraban de buena parte de sus ganancias.
    Para sentirse cerca de ella, iba frecuentemente al teatro, él solo. Ninguno de su equipo amaba la prosa. Más bien lo consideraban un poco loco por sus gustos y se reían a sus espaldas. Pero a él no le importaba. Siempre esperaba asistir a otra representación de La vida es sueño. Pero en Río de Janeiro, donde jugaba, en vez de Calderón de la Barca representaban a Valle Inclán.
    Cuando tenía algunos días de descanso tomaba el avión y se lanzaba a Bilbao. Concha lo esperaba paciente y enamorada. Pasaban el día caminando por la ciudad, como hacían en aquellos tiempos en que él vivía aún en Bilbao. Después se acostaban juntos y dormían abrazados, luego de haber hecho el amor toda la noche.
    Un día, mientras el hombre de los labios oscuros se dirigía de Aracaju a Río para un partido importante, fue alcanzado por un empleado del telégrafo que le entregó un telegrama. Venía de Bilbao. «Me caso. Te amo. Concha».
    El hombre se quedó con la hoja en la mano, con la mente en blanco. Después, empujado por sus compañeros, hizo lo que tenía que hacer. Pero jugó muy mal y se ganó las rechiflas de los aficionados.
    Apenas tuvo dos días de descanso, partió hacia Bilbao. Pero ahí no encontró a su Concha. «Está de luna de miel», le dijo la amiga con la que compartía la casa. «¿Y a dónde fue?», insistió él de una manera terca. «No sé, tal vez a Río».
    ¿Cómo que a Río? El futbolista se sobresaltó, aturdido por una duda terrible: ¿y si ella hubiera ido a buscarlo mientras él estaba aquí? Tomó inmediatamente otro avión y regresó a Río. Se encerró en el hotel esperando una llamada suya. En la espera no podía ni comer ni beber. Iba de un lado para otro de la habitación desnudo, pateando los muebles. Cada vez que sonaba el teléfono, se precipitaba, y cuando escuchaba que no era ella colgaba sin siquiera contestar.
    Desde entonces no volvió a saber más de Concha. Pasaron los años. Y él se resignó a la pérdida. «Ya casi no pienso en eso», dice con una voz que hace pensar lo contrario. Se casó con una hermosa brasileña con la cual tuvo dos niños. Dejó de ser futbolista. Ahora dirige un gimnasio en el centro de Aracaju. Gana bien. Se considera en paz con el mundo y consigo mismo.
    Pero hace algunos meses su esposa murió, y él decidió ir de nuevo a Bilbao para resolver, después de muchos años, el misterio de Concha.
    Mientras tanto, nuestro avión, después de tantos sobresaltos y piruetas y resbalones, por fin había llegado a su destino. Bajamos en muy mal estado, pálidos y con náuseas.
    Me despedí del hombre de los labios oscuros. Me fui al hotel. Vendí las telas italianas por las cuales había ido a Bilbao. Y después de tres días regresé al aeropuerto para tomar un DC9 rumbo a Barcelona, para luego proseguir hacia Roma.
    En la calma de un día húmedo y bochornoso, sin viento, en el avión volví a encontrarme con el futbolista de los labios oscuros. Con el cabello corto, el cuello robusto, los ojos azules melancólicos. Me sonrió. Le sonreí.
    «¿Descubrió el misterio de Concha?», le pregunté, sentándome cerca de él.
    «Nadie sabe nada de ella, ni en el teatro, ni en su casa. Parece que desapareció así nada más, de la nada», me dijo con voz apagada.
    Llegó la aeromoza con el té. Puso las tacitas sobre las mesitas plegadizas y se fue. Miré al hombre de los labios oscuros, que arrancaba una de las puntas del sobrecito de azúcar y vaciaba el polvo en la taza. Ambos parecíamos sorprendidos y fascinados de la total inmovilidad del líquido en el recipiente de plástico.
«Supuesto que sueño fue, no diré lo que soñé… Sí, hora es ya de despertar…», lo escuché repetir junto a mí las palabras de Segismundo mientras el avión volaba suavemente como si fuera sobre un tapete de aire, sin siquiera una sacudida.

TRADUCCIÓN DE MARCELA TAVERA SORIA

 

 

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