Preparatoria 4 /2012B
“¡Marcela, Marcela!”, escuché desde la sala. Era mi padre, reconocería su voz donde sea. Hacía unos años que él nos había abandonado, se había cambiado de ciudad y empezado una nueva vida, desde cero. No lo culpo, a todos nos gustaría irnos muy lejos y volver a empezar.
De vez en cuando nos visitaba, traía regalos y chocolates.
Yo estaba en mi habitación preparándome para ir a trabajar cuando escuché los gritos. No pude evitar sonreír. Bajé de inmediato, lo saludé y lo abracé. Debieron de pasar algunos minutos, no quería soltarlo. Recuerdo haberle ofrecido agua y que conversamos por un tiempo. Le conté sobre mi nuevo empleo de secretaria en la fábrica. Debió de pasar una hora, quizá un poco más, y se levantó, caminó hacia su maleta, la abrió y sacó un pequeño libro. Se acercó a mí y me dijo “Marce, toma”. Fue todo lo que pronunció, nunca fue un hombre de muchas palabras. Era un libro de pasta dura, no muy grande. Ese mismo día comencé a leerlo. Era muy bueno, no tardé mucho en terminarlo, quizá un par de días, buen récord si se considera que era el primer libro que leía por ocio.
En esos tiempos estaba alrededor de mis veinte años, empezando mi vida laboral, y a unos pasos de independizarme; la duda y el temor eran señores de mi mente. El libro disipó todo eso, trayéndome tranquilidad, momentánea quizá pero tranquilidad al fin.
Hoy, a unos años de la muerte de mi padre, aún disfruto tomar el libro y leerlo. Claro, no sin poder evitar derramar algunas lágrimas.