Preparatoria 4
A veces me desespero porque la puerta del jardín no se abre desde que creció la hierba. Papá nos prohibió hacerlo. Cuando llega la tarde y comienza a trazar planes, me exige que no la abra porque entre la maraña hay culebras venenosas que pueden meterse a casa. Ya habrá tiempo de matarlas a todas.
Ya ha pasado un tiempo desde que decidí acatar sus reglas, exceptuando ésta. En cuanto a mi madre, no era necesario que se lo prohibiera a ella, porque no entraría al jardín en estas condiciones. Yo, por otro lado, no me creía eso de las culebras venenosas, para mí que eran sólo un pretexto, todos sabíamos que no quería que nadie abriera la puerta porque se vería el roble, porque el jardín estaba muy descuidado y, de alguna manera, maldito.
La única razón por la que seguíamos viviendo en esa casa era que no teníamos dinero suficiente para mudarnos, pero mamá había conseguido un empleo y en un lapso de dos años nos iríamos de ahí. Al menos ése era el plan.
Había pasado un año y hasta hoy me atreví a salir durante la noche. Subí de alguna manera al roble, mis pies resbalaban, no había forma de treparlo sin que esto pasara, pero mis manos se asían muy bien a las ramas y hasta llegaba a recostarme entre ellas. La noche se veía mejor desde arriba. Los rosales que bordeaban el jardín aún lucían bonitos, la señora Santillán siempre los regaba por si acaso un día necesitaba una rosa, al fin que nadie se daría cuenta si la tomaba. La hierba estaba ya crecida y amarilla, pero no me molestó, el cielo oscuro con sus pequeñas lucecitas hacía que los rasguños valieran la pena.
Mis padres no iban al jardín, y yo los entendía. Yo simplemente era adicta a los sentimientos fuertes y el árbol los despertaba. Quizá era que no me importaba llorar a mares. Ellos intentaban mostrarse fuertes para mí, pero era una buena enseñanza que no me interesaba aprender, no le encontraba sentido a negar lo que era; yo sabía lo que había pasado, y salir al jardín no iba a cambiarlo.
Esa noche trataba de abrazar el roble recostada boca abajo en una gruesa rama que mis brazos no alcanzaban a rodear por completo. Me sentía incómoda y moví la cabeza, un rasguño marcó mi mejilla izquierda, pero no me importó, los sentimientos que me provocaba estar ahí eran más fuertes que el dolor físico.
Quizá me permití entrar al jardín simplemente porque había pasado un año desde ese día. Los recuerdos me nublaron la vista. Aquel precioso día del invierno pasado, Diego había reñido con mi padre. Eso se había hecho costumbre durante las últimas semanas. Nada importante, en realidad, pero fue la gota que colmó el vaso. Esa última disputa había sido porque Diego utilizó los cubiertos de manera inadecuada durante la cena. La pelea se volvió intensa, los gritos fueron siendo cada vez más fuertes e hirientes. Mi madre y yo observábamos enfadadas porque ahora todas las cenas transcurrían similares, pero ninguna de las dos nos atrevíamos a decir nada para calmar la situación. No hicimos nada, tampoco seguimos cenando.
Diego salió al jardín, exasperado. No me atreví a seguirlo, sabía que era mejor dejarlo solo, igual que lo sabían mamá y papá, así que mejor salieron a dar un paseo por ahí en lo que se calmaban los ánimos. Mamá intentaría hacer entrar en razón a mi padre, tenía que hacerlo, él no podía gritarle a Diego por cada opinión que discrepara de la suya, o ante cada cosa que hacía o porque sentía diferente. O quizá podía, pero no debía, esto creaba situaciones difíciles y un tanto incómodas entre todos nosotros.
Diego, con tan sólo quince años, sentía la tristeza diez veces más viva de lo que realmente ameritaba aquella pelea. Yo podía escuchar sus sollozos y gritos desde mi habitación, así que me puse los auriculares con la música a todo volumen, para que las peleas no afectaran mi tranquilidad.
Diego y yo teníamos como una especie de acuerdo no expresado con palabras, y ambos sabíamos en qué consistía. En estas situaciones de dolor teníamos que dejar que cada quien hiciese lo que podía, pero solo.
Me volví al presente.
Intenté reincorporarme. Me limpié las lágrimas con la manga de mi suéter, respiré profundo intentando ahuyentar los sollozos. Estaba enojada porque mi ignorancia sobre lo que el dolor era capaz de causar nos había llevado a esto. Naturalmente, también ellos se sentían culpables, por ignorar hasta qué punto las palabras podían haberlo herido. No quería hacer mucho ruido, aunque sabía que nadie podía escucharme. A pesar del frío gélido y de que se oía el estrépito de los carros y camiones al pasar por la carretera, comencé a quedarme dormida, pero antes de caer en un sueño infinito una imagen vino a mi mente, la misma que viene a mí desde hace un año aproximadamente: Diego colgado del roble, con una soga alrededor de su cuello.
*Cuento ganador del III Concurso Literario Luvina Joven, 2013 en la categoría Luvina Joven / Cuento breve.