El mundo subterráneo de Athanasius Kircher / Claudio Magris

 

HACE ALGUNOS AÑOS, en 1973, a un escritor y cineasta holandés, ante el obelisco que se encontraba frente a Santa Maria sopra Minerva en Roma, le surge una idea; y, por cierto, no puede imaginarse en ese momento el enredo de ficciones y dobleces a que su proyecto lo llevaría.
    Ese obelisco contiene, entre otros, algunos jeroglíficos falsos, inventados por un genial y extravagante espíritu enciclopédico, perteneciente más bien a la historia del conocimiento, y no a la del engaño y la falsificación; es decir, el jesuita alemán Athanasius Kircher.
    Nacido en 1602 y fallecido en 1680, después de una vida pasada sobre todo en Roma, Kircher estaba dominado por el demonio barroco de la curiosidad insaciable por las cosas del mundo, especialmente por aquellas fugitivas, por el deseo de catalogarlas, liberándolas así de la fugacidad y del opaco misterio que las rodeaba; y transformando finalmente la realidad en un extravagante pero sistemático y sobre todo completo museo de maravillas que pusiera orden en la diversidad de la creación. Si para el jesuita barroco el mundo era un teatro destinado a la mayor glorificación de Dios, era necesario captar, detrás de sus incesantes representaciones de comedias y tragedias, detrás de los constantes espectáculos montados por la naturaleza, por la vida y por la historia, el bosquejo de lo Eterno, las tramas del autor divino, uno e inmutable, aunque propenso a esconderse y a mimetizarse en los personajes y en las historias de su repertorio.
    La curiosidad barroca es omnívora, acumula conocimientos como se acumulan objetos preciosos y bienes sensuales, persigue la totalidad en todas las cosas y en todas las apariencias, omnia in omnibus, según el lema del mismo Kircher. El jesuita alemán se ocupa, en efecto, de ética y matemáticas, enseña física y lenguas orientales en el Collegio Romano, estudia el magnetismo y la astronomía, la historia y la criptografía; en el Mundus subterraneus, su extravagante obra maestra, describe todo lo que encuentra escondido debajo de la superficie terrestre, desde las rocas hasta las aguas y las grutas cársicas; en el Ars magna indaga sobre la luz; en la Phonurgia nova sobre el sonido y en la Musurgia universalis sobre la música. En sus volúmenes, unos cuarenta, trata fervorosamente de encerrar el mundo y al mismo tiempo de agregar este compendio a la realidad, de por sí tan precisa; se ocupa de sinología y de cartografía de las corrientes marinas, de medicina y de arqueología; inventa máquinas calculadoras y máquinas para componer música; proyecta un complicado mecanismo que permita a las autoridades, al soberano barroco representante del orden divino, vigilar desde lejos lo que la gente dice por las calles, previniendo de este modo posibles rebeliones y la difusión de las herejías.
    Es una figura excéntrica, pero también un verdadero erudito de formación universal, hoy muy conocido por los estudiosos. No es casual que mantenga correspondencia con Leibniz, pues quiere descubrir el arte combinatorio que mantiene unida la dispersa multiplicidad del mundo, la llave para penetrar en el mecanismo del universo. La realidad es un libro escrito por Dios y se trata, como en los jeroglíficos, de descifrarla, de descubrir la lengua. Cada intérprete, aun el más honesto crítico literario, reescribe, al menos mentalmente, el texto que él examina, y lo violenta con el mismo acto de la interpretación, atribuyéndole significados e intenciones a menudo ignorados por el autor; los poetas a veces se sorprenden ante las ingeniosas interpretaciones de sus poemas, donde se encuentran tantas cosas que no creían haber puesto. Probablemente también el autor del universo tiene que quedar análogamente impedido cuando los exégetas de su obra descubren en ella significados, finalidades y valores que él mismo ignoraba.
    La desenvoltura de Kircher, que pretende entender los jeroglíficos y algunos los inventa tratando de hacerlos pasar por auténticos, no es acaso mucho más censurable que tantas otras mixtificaciones realizadas con mayor rigor científico y mayor buena fe, porque cualquiera que se ponga a ordenar el mundo, a leer mensajes y significados en las cosas que ocurren, fatalmente —aunque sea noblemente— está trucando las cartas, poniendo en circulación textos apócrifos. Considerado ya en su época un sabio que tendía al embrollo, Kircher se defiende de las acusaciones llenando su autobiografía de milagros que tenían que convencer, según su parecer, incluso a sus más empecinados difamadores.
    En 1973 esos jeroglíficos falsos atrajeron el interés sobre su autor de parte de un escritor holandés. Narrador y poeta, crítico literario y hombre de cine, refinado traductor (especialmente del italiano), Anton Haakman es un hombre reservado y discreto, uno de esos tímidos que siempre parecen detenerse, dudosos e irónicos, en la puerta de entrada de la realidad para captar, en ése su apartado silencio, el elusivo rumor de la vida. A él le interesa ese jesuita experto en linternas mágicas, ese hombre que ha sido uno de los últimos eruditos en poseer una cultura universal y a la vez un maestro de ilusionismo capaz de convencer a príncipes, papas y emperadores de la realidad de sus sombras coloridas, y de hacerles desembolsar conspicuas sumas para financiar proyectos impetuosos y grandiosos. Haakman decide rodar una película sobre el Padre Kircher, quien a su vez sabía usar tan bien la linterna mágica, y empieza los trabajos preparatorios.
    En la República Democrática Alemana, donde se halla Geisa, ciudad natal del jesuita, encuentra a un extraño albergador, quien ha fundado un Museo Kircher, casi compitiendo con el que se encuentra en Roma —museo inaccesible, porque está situado en una zona prohibida por razones políticas y militares. Haakman insiste en sus búsquedas, con el único resultado de provocar sospechas en la policía y la huida del albergador, quien desaparece en la zona prohibida perdiéndose en la nada.
    Desde ese momento, la historia del rodaje y de lo que pasa cuando éste se concluye es un laberinto de continuas mixtificaciones, un ensamblaje cada vez más viscoso de verdad y ficción, que más se enreda mientras más se trata de desenredar. Se descubre la existencia de una Sociedad de Investigaciones Científicas Athanasius Kircher, con sedes en Wiesbaden y en Roma, la cual ha obtenido fondos colosales para una edición de la opera omnia, convenciendo a personalidades como Otto Henkell, el cardenal Villot, Haile Selassie y el alcalde de Roma para que hagan generosas aportaciones. Según el plano de la obra, cada uno de los 50 tomos deberá costar 3 mil 850 marcos, junto a una edición de lujo por el precio de 50 mil marcos cada volumen.
    De esta sociedad, Haakman logra conocer solamente al presidente, Arno Beck, y al vicepresidente, Herbert Franzl, quienes se presentan como los «Comendadores de la Orden Ecuestre del Santo Sepulcro de Jerusalén», aunque luego la secretaria de la orden precisará que nunca han formado parte de ella; y hasta la sede indicada en el papel membretado resultará falsa. Para convencer a Haakman de la existencia de la Sociedad, el comendador Beck promete una gran conferencia, que se resuelve en una velada en casa de un general romano admirador de la falange española y con la única presencia de la mujer de este último. De todos modos, los dos comendadores tienen entrevistas cordiales con Haakman y recitan su parte con tal exagerada prosopopeya que los revela inmediatamente como farsantes, con una evidencia sospechosa. Tan sospechosa que, cuando la filmación concluye y la película es exhibida al público holandés, algunos críticos acusan al director de haber engañado a todos, de haber contratado a dos actores haciéndolos pasar por personajes reales. La película documental es considerada una ficción y alguien acusa al autor hasta de haber inventado a Kircher, puesto que la más importante enciclopedia holandesa no lo nombra —tal vez por un viejo resentimiento protestante hacia el jesuita campeón de la Contrarreforma.
    En este punto, vista la telaraña de falsedades y equívocos que lo atrapa, una red tan espesa que a cada intento de desentrañarla se vuelve una maraña todavía más enredada, a Haakman no le queda más que una última posibilidad: contar la historia de este enredo. Nace así la novela El mundo subterráneo de Athanasius Kircher, un libro fascinante que narra la odisea del autor persiguiendo las huellas de Kircher, la historia de la película y sus malentendidos, la ulterior odisea que es su consecuencia, el destino grotesco y trágico de aquellos personajes verdaderos del filme trocados en figuras imaginarias, de aquellos estafadores auténticos y considerados inventados. Después de la caída de la RDA, en 1989, Haakman puede visitar el misterioso Museo Kircher en Geisa. Durante el viaje tiene un accidente de auto y un tal Hunfeld, un fanático admirador de Kircher, quiere convencerlo de que ese accidente es voluntad divina, un milagro semejante a aquellos de los que se jactaba el jesuita. Hunfeld, además, lo pone en guardia contra la Comunidad Europea, según él una aviesa conspiración católica, como revela el emblema azul con las estrellas: el manto de la Virgen María.
    La novela se vuelve una especie de descenso en el mundus subterraneus del saber del siglo XVII, en los remolinos de maquinaciones y catástrofes que se vuelven el símbolo del lodazal del vivir. Se descubre mientras tanto que el comendador Beck, quien se proclamaba la reencarnación de Kircher, había sido procesado y encarcelado por una gigantesca estafa con daños a diversos entes privados y bancos, montada sobre una sociedad para el estudio y la restauración de antiguos obeliscos. Por ironía de la suerte, casi contemporáneamente se desarrolla en Roma un serio y riguroso encuentro científico sobre Kircher, respecto al cual estudiosos eminentes iluminan, junto a su funambulismo esotérico, la objetiva grandeza intelectual, la amplitud del saber y su papel en la cultura de su tiempo.
    El protagonista de la novela no es Kircher, en realidad apenas pretexto y panel de fondo. Kircher es un vencedor, en la realidad y en la historia; es un personaje contradictorio, pero con un lugar legítimamente sólido en los registros del saber, en las conferencias y en las enciclopedias. Su benévolo destino le ha confirmado que el mundo es un teatro ad maiorem Dei gloriam, donde las vicisitudes terminan bien. Tal vez por eso el héroe de la novela de Haakman es Beck, el estafador que sucumbe a sus propios enredos, la víctima de sus mismas mentiras, cuyo delirio confuta la fácil admiración hacia los bribones divinos, con la retórica convicción de que los tramposos pasan por la vida con los pies ligeros. La mentira es pesada, quien abusa de ella puede encontrársela en el pie como una bola de plomo. Cuando el autor lo encuentra, libre, en Wiesbaden, el comendador desvaría y está destruido, dice que ya no existe y que jamás ha existido, habla de intentos de asesinatos y de una conjura universal en su contra, y sobre todo en contra de Kircher puesto que —según él— jueces y tribunales quieren negar que el jesuita haya alguna vez existido y que ellos lo han condenado, no por estafa sino acusándolo de haber insertado abusivamente el nombre de Kircher en las enciclopedias, incluso en las del pasado.
    Pero cuando, después de escuchar este delirio, el autor le pregunta si, en su opinión, Kircher habría sido también un estafador, Beck, en vez de negar con desdén, se enreda, contesta confusamente, no se entiende si habla del antiguo jesuita o de sí mismo. Tal vez también para él el mundo es un libro, lleno de cizañas y de errores a los cuales él mismo ha contribuido bastante, aunque para él, contrariamente al polígrafo barroco, no existe un corrector de pruebas que vuelva a colocar las cosas en su lugar.

TRADUCCIÓN DE MARTHA CANFIELD

 

 

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