Barcelona bajo la óptica extranjera: entre el deslumbramiento y el desencanto

Hugo Hernández Valdivia

Guadalajara, Jalisco, 1965. Es crítico de cine, profesor en el ITESO y colaborador de la revista Magis.

En la entrada que La ville au cinéma (libro a modo de diccionario publicado por Cahiers du Cinéma en 2005) dedica a Barcelona se hace mención especial de algunas cintas de directores extranjeros que dan protagonismo a la ciudad: El reportero (Professione: reporter, 1975) del italiano Michelangelo Antonioni y Una mariposa sobre el hombro (Un papillon sur l’épaule, 1978) y El albergue español (L’auberge espagnole, 2002), estas últimas dirigidas por los franceses Jacques Deray y Cédric Klapisch. En dichas películas, se anota, se hace hincapié en la belleza de la ciudad y «sus aires cosmopolitas y tolerantes». 

La ciudad no ha dejado de interesar a algunos cineastas extranjeros. Sobresale Vicky Cristina Barcelona (2008) de Woody Allen —la película más sensual de este realizador— y, a juzgar por ella, en la visión extranjera siguen predominando las características arriba mencionadas. O casi. Lo cierto es que hay un contraste entre la visión de los extranjeros y los cineastas locales, proclives a ver aspectos menos halagüeños de la ciudad. ¿Cuánto influye en el punto de vista («el cristal con que se mira», diría el cliché) sobre la ciudad el tiempo que ahí ha vivido el autor de la película, la calidad de vida que ha tenido, su «grado de inserción»? Mucho, al parecer. 

Con las ciudades pasa algo similar que con el consumo de drogas: terminan por exacerbar lo que uno ya es. Algunas ciudades ofrecen además pretextos ad hoc para hacer una prolongación del ego, en particular cuando la percepción de ella se quiere positiva. Como sucede a menudo con Nueva York, la ciudad por antonomasia de la modernidad a la que, al parecer, es obligatorio elogiar: los oriundos de esa ciudad —extranjeros, y sobre todo inmigrantes, absténganse y pasen a la ventanilla de autodeportación— se presumen orgullosos de su oriundez, como podemos constatar, por ejemplo, en la trilogía que Sam Raimi dedicó al Hombre Araña entre 2002 y 2007, en la que los newyorkers se quieren sensibles, solidarios y justicieros. Esta percepción forma parte del autoengaño norteamericano; y el orgullo además es un pecado…

Así, si el visitante goza con la arquitectura, es probable que experimente varios grados de emoción ante la inmensidad de los monumentos citadinos frente a los que se detiene, llegando tal vez al paroxismo en algún paraje en concreto del paisaje de concreto. Pero pasado el efecto turístico de la droga, digo, de la ciudad, y después de algunos días oscuros con cielos grises y llovizna interminable —pongamos que hablo de París— el gozo se va al pozo y no queda sino ponerse el impermeable para el malviaje que se insinúa. La experiencia puede revelar entonces toda la hostilidad que encierra una ciudad. De esto pueden dar cuenta los viajeros que, a diferencia de los turistas y como subraya Paul Bowles, no tienen fecha de regreso agendada.

Para ilustrar cómo la experiencia interviene en el alejamiento del punto de vista turístico y el acercamiento al desencanto, son ilustrativos los «testimonios» de tres viajeros mexicanos, los cuales van y vienen de la literatura al cine.

En El arte de la fuga, el memorioso y gozoso libro de Sergio Pitol, este describe una estancia agridulce —más agria que dulce— en Barcelona, a la que llegó con el propósito de pasar tres semanas y en la que terminó viviendo tres años. En su relato en forma de diario se entremezclan el desasosiego por las precariedades económicas y las crisis de salud que lo aquejaron, en particular a su llegada. Da cuenta además de la sordidez perceptible en algunos barrios. A más de un día el panorama luce «terrible»; sin embargo, también trabajó en su primera novela, lo cual aporta cierta luz al túnel.

No menos gris es la perspectiva de Alejandro González Iñárritu en Biutiful (2010), la primera película que realizó después de su «divorcio» de Guillermo Arriaga. El cineasta sigue en marcación personal por las calles de Barcelona a Uxbal (Javier Bardem), quien se entera de que padece un mal terminal y se hace a la idea de que su fin está más cerca de lo que pensaba (si es que lo pensaba). Entonces el susodicho se da a la tarea de redimir los males a los que contribuyó; y si llenó algunos calcetines con billetes mal habidos, producto de una mezquina labor intermediaria entre la policía (tan corrupta allá como acá) e inmigrantes asiáticos y africanos, ahora se empeña en hacer menos ardua la inhumana estancia de los últimos (que en el primer mundo nunca serán los primeros, a menos que pateen balones con eficacia). Al final, la ciudad resulta tan grandilocuente como el cineasta que la retrata.

Más recientemente vimos No voy a pedirle a nadie que me crea (2023) de Fernando Frías, que se inspira en la novela homónima del jalisciense Juan Pablo Villalobos. La historia da cuenta de las desventuras de Juan Pablo (Darío Yazbek Bernal), quien se apresta a realizar un doctorado en Barcelona. Pero antes de viajar es involucrado con una organización criminal de alcance internacional y es obligado a colaborar con ella. Entre otras cosas, en Barcelona es forzado a inscribirse en la facultad de estudios de género. Más gris es la existencia de Valentina (Natalia Solián), su novia, que viaja con él, vive en la irritación y resulta irritante (como casi todos los personajes secundarios: la fastidiosa madre de él, el abusivo casero argentino, el malhablado maleante mexicano, la estirada estudiante catalana): para ella la ciudad es triste, sucia, hostil, de lo cual queda constancia en la puesta en escena, con escenografías poco lucidoras y una luz pródiga en tonos fríos. Al final Barcelona luce pedante en buena medida por el registro que hace de la academia, un gremio de por sí bastante pedante here, there and everywhere.

EL REPORTERO (PROFESSIONE: REPORTER), MICHELANGELO ANTONIONI, 1975

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