Rosario, Argentina, 1951. Su libro más reciente es La idea natural (Acantilado, 2024).
Es un hijo de la literatura gótica, un lector de los Pensamientos nocturnos de Edward Young, y un tenaz admirador de la poesía de los cementerios. Tan es así que, a pesar de ser francés y de llamarse Étienne-Gaspard Robert (Lieja, 1763-Batignolles, 1837), adopta el nombre «Robertson» para fingirse hijo de la tradición inglesa.
De todas las múltiples y complejas actividades que desplegó en su vida (fue físico, mago, pintor, mecánico, óptico, diseñador y pionero de viajes en globos aerostáticos), quizá la más importante sea la de haber inventado el fantascopio.
Fantasmagorías, así llamaba él a las sesiones nocturnas que organizaba, primero en el Pavillon de l’Échiquier, y después cerca de la Place Vendôme, en el antiguo Convento de las Religiosas Capuchinas. Ominoso lugar: para llegar a la «Sala de proyección», el público debía atravesar claustros escalofriantes, cruzar una puerta cubierta de jeroglíficos que parecían anunciar la entrada a los Misterios de Isis, y penetrar, por fin, a un sótano débilmente iluminado por una lámpara votiva.
Esas noches, para deleite y terror de los presentes, aparecían en el aire, proyectadas sobre una pantalla de tela o gasa, envueltas en humo, las cabezas cortadas de Danton, Robespierre y otras celebrities de la Revolución Francesa (estamos en 1799). O bien, se veían escenas macabras, tomadas de la mitología o de la Biblia (Medusa, Proserpina y Plutón, David y Goliat), e incluso, de la literatura (la monja ensangrentada o Petrarca y Laura en la fuente de Vaucluse). Lo importante, decía Robertson, era traer a la conciencia la vacuidad de los bienes y placeres mundanos.
Lejos de Cagliostro y de Mesmer, que trabajaban por entonces con pacientes individuales y empezaban a ser tildados de charlatanes e impostores, Robertson preparaba sus horror shows para audiencias masivas.
Sus fantasmagorías son el preámbulo más antiguo del cine. Es cierto que ya en 1640, Athanasius Kircher había inventado la linterna mágica y que el fantascopio fue casi contemporáneo del zootropo, el praxinoscopio, el fenaquistiscopio o el taumatropo, esos juguetes que Baudelaire llamaría más tarde «joujoux philosophiques». El problema es que, en el primer caso, las imágenes eran desesperadamente fijas y, en el segundo, si bien lograban simular el movimiento mediante efectos ópticos (no mecánicos), el aparato sólo podía ser accionado por una persona y, por ende, la función quedaba confinada al ámbito del hogar.
Para todas esas limitaciones, Robertson encontró un remedio. Pensó el concepto de sala —podría decirse que es el padre de la platea—, se paró detrás de una pantalla para que nadie lo viera, y montó la linterna mágica sobre una suerte de furgón movible que le permitía modificar el tamaño de las figuras. A ese descubrimiento, que patentó en 1799 como «linterna mágica sobre ruedas», agregó enseguida otros gags: lentes ajustables, espejos, velas, ventrílocuos y unos músicos siniestros que tocaban armónicas de vidrio, logrando que el poder hipnótico de las visiones resultara irresistible. Stendhal, que presumiblemente asistió a varias de las representaciones, no pudo sino reconocer en él a un «verdadero ilusionista».