Mística y surrealismo

Victoria Cirlot

Barcelona, Cataluña, 1955. Su libro más reciente es Taüll. Liturgia y visión en los ábsides románicos catalanes (SD Edicions, 2023).

¿Qué tendrá que ver la mística con el surrealismo? Parece casi un oxímoron, porque si nos atenemos a nuestras ideas preconcebidas, la mística tiene que ver con la religión y, en principio, el surrealismo es esencialmente arreligioso, como en general las vanguardias del siglo XX. En los últimos años la investigación ha ido derrumbando esos prejuicios, o al menos haciéndolos mucho más sutiles. Para poner un ejemplo citaré Traces du sacré [Huellas de lo sagrado], una exposición del Centre Pompidou en 2008 con un magnífico catálogo en el que, como en una excavación arqueológica, se descubren estratos muy desconocidos, como el hecho de que la lingua ignota de Hildegard von Bingen fuera la fuente de los célebres poemas fónicos recitados en el Cabaret Voltaire, es decir, en pleno escenario dadaísta, allí donde sucedía el constante ataque a los valores imperantes en una sociedad burguesa, capitalista y cristiana, ya fuera protestante o católica. Todo aquel espíritu de revuelta parece converger y concentrarse en la maravillosa imagen de Hugo Ball recitando su poema fónico Karawane donde el aparente ridículo queda muy pronto aplastado por el desnudamiento escandaloso de lo que no puede ser sino el rumor del alma. No nos extrañemos de que este Ball, fundador del dadaísmo, escribiera sólo unos pocos años después, en 1923, el libro Cristianismo bizantino, en el que se ocupó de grandes personajes del ascetismo como Juan Clímaco, Dionisio Areopagita o Simeón el Estilita. Uno no se deshace tan fácilmente de la tradición. Las rupturas son más aparentes que reales. La novedad es más bien una nueva combinación de elementos pertenecientes al pasado. En realidad, cuando hablamos de la muerte de Dios, y parece que citamos a Nietzsche, no sabemos muy bien qué quería decir aquel hombre loco que con una lámpara al mediodía corría por el mercado buscando a Dios del que habla en La ciencia jovial. Así pues, es desde este lugar de incertidumbre desde donde quiero plantear la relación entre mística y surrealismo. Me centraré en un tema que me parece muy común: la experiencia visionaria. Según Henry Corbin, aunque en la cultura occidental la mística ha sido «eminentemente apofática, es decir, sin imágenes, también es cierto que existió, al igual que en la mística sufí, una “familia de visionarios”, desde Hildegard von Bingen hasta Emanuel Swedenborg, pasando por Jacob Böhme y William Blake». 

Ellos compartieron con el sufismo y la filosofía iraní una imaginación creadora que no tenía nada de imaginaria, en el sentido de ilusoria o irreal. ¿Y qué hay de la imaginación surreal? ¿Qué quedó en ella de la imaginación mística? Partiremos de una hipótesis: detrás de las imágenes surreales están las imágenes místicas. Para argumentarla nos aproximaremos a la experiencia visionaria en tres pasos: el primero es el reconocimiento de una tradición común tanto a la mística visionaria como al surrealismo y esa es la que nos encontramos en el Apocalipsis de Juan de Patmos; en un segundo paso, indagaremos acerca de la apertura del ojo interior, contrario y opuesto a los ojos físicos, órgano de la experiencia visionaria; finalmente, nos preguntaremos por el significado de la iluminación en el místico y en el artista surrealista.

1. Apocalipsis

En el texto titulado «Autodidactes dits “naïfs”» [Autodidactas denominados «naifs», ingenuos] de 1942, André Breton afirma que Henri Rousseau nos dice algo sorprendente acerca del carácter «total» que pueden tener algunas obras. En concreto se refiere a una tela de Rousseau, Rêve, de 1910 que compara con el Apocalipsis desde ese sentido de totalidad. Dice Breton: «Como se puede pensar que todo está contenido en el Apocalipsis de san Juan, puedo creer que en esta gran tela están incluídas toda la poesía y todas las misteriosas gestaciones de nuestro tiempo». Luego continúa al afirmar que en esta obra encontramos «el sentimiento de lo sagrado» debido a la «frescura inagotable de su descubrimiento», y que como antaño se hiciera con la Virgen de Cimabue en Roma, el Rêve de Rousseau debería ser llevado en procesión por las calles de la ciudad. 

El Apocalipsis de Juan de Patmos parece contener todas las imágenes posibles florecidas de la imaginación, que responden a otra lógica que nada tiene que ver con la del mundo circundante por lo que, en El Señor. Meditaciones sobre la persona y la vida de Jesucristo, el teólogo Romano Guardini reclamaba una lectura que aceptara las reglas del sueño. Por ello al ver el retrato que le hizo Man Ray con «El enigma del día» de Giorgio de Chirico invertido, colocando a la derecha lo que en el original está a la izquierda, detrás de un Breton inundado por la oscuridad y una rara luz, medio echado y con unos ojos abiertos que parecen mirarnos aunque en realidad están soñando con la estatua en medio de la plaza, me pareció ver a Juan de Patmos tal y como fue representado en los Beatos, esos manuscritos de los siglos X y XI que recogieron en el siglo VIII el comentario de Beato de Liébana al Apocalipsis. Igual que Breton, Juan de Patmos está echado, con los ojos cerrados en este caso, y conectado por un hilo con un mundo otro, encerrado en un círculo, figura que muestra, como la mandorla, a la teofanía según las normas iconográficas de la época. En ese estado, entre el sueño y la vigilia, ascienden o descienden las imágenes, aquellas que Breton entendió procedentes del inconsciente y Juan de Patmos, como las recibidas de Dios. En la Edad Media fueron identificados como una única persona el Juan, discípulo amado de Cristo recostado en su pecho en la Última Cena, el Juan del cuarto evangelio, y el Juan que se fue a Patmos para allí recibir las imágenes apocalípticas. Juan de Patmos fue el modelo perfecto para una visionaria como santa Hildegard von Bingen, que necesitó fundamentar en las Sagradas Escrituras sus experiencias. El Apocalipsis era considerado desde san Agustín hasta Ricardo de san Víctor, testimonio ejemplar de las imágenes no creadas por la fantasía humana, sino de seguro origen divino. Por su parte, André Breton también tiene que recurrir al Apocalipsis para distinguir imágenes, como la de la tela de Rousseau con respecto a otras carentes de las «gestaciones misteriosas», justamente esas que despiertan «el sentimiento de lo sagrado». Breton no habla de Dios, sino de algo mucho más ambiguo como es «el sentimiento de lo sagrado» y se acerca a la blasfemia y con ella a la provocación, al comparar a la mujer desnuda en la selva con la Virgen de Cimabue, pero es claro que está jugando en el terreno de la religión. 

Las imágenes que deberán alimentar el arte surrealista tendrán que referirse a un «modelo interior», manifestó Breton en su Le surréalisme et la peinture [El surrealismo y la pintura], publicado por vez primera en 1928. A lo que luego agrega: «queda por saber qué hay que entender por “modelo interior”». Volvamos ahora a formular las preguntas: ¿qué es lo que hay que ver? y ¿cuál es el órgano que ve lo que hay que ver? A ambas preguntas responden las frases iniciales que abren su libro donde dice que «el ojo existe en estado salvaje» y que este puede ver «maravillas de la tierra a treinta metros de altura, maravillas del mar a treinta metros de profundidad»: esto es, todo aquello que no se puede ver con los ojos físicos. Y ahora no se trata de recurrir a procedimientos técnicos, sino que se trata de otra cosa, por mucho que aquellos nos hayan abierto a mundos ignotos. De lo que se trata ahora es de un ojo que pueda ver esas maravillas. Ese ojo es también l’oeil hagard siendo hagard un adjetivo que pertenece al lenguaje de la halconería y califica al pájaro «reacio a ser domesticado»; de ahí que hable también de «ojo salvaje», nos aclara la nota al texto de Étienne-Alain Hubert, añadiendo que Breton aprendió de Victor Hugo a asociarlo con la experiencia visionaria. Ese es el ojo al que los visionarios medievales se refirieron como «ojo del corazón», «ojo de la mente», «ojo interior» para distinguirlo de los ojos físicos. Es el ojo que alcanza a traspasar los muros, o que puede ver a treinta metros de altura o a treinta metros de profundidad. Es el ojo capacitado para ver lo invisible. 

2. El ojo interior

En la Edad Media se pensó en la existencia de sentidos interiores, distintos de los exteriores pero en perfecta correspondencia con ellos, es decir que a los cinco sentidos exteriores correspondían cinco sentidos interiores, siendo la vista el más privilegiado de todos. Algunas imágenes resultan muy aclaradoras de esta teoría que se impuso desde el siglo III con Orígenes. Me refiero a la miniatura del salterio de san Luis en que la inicial B genera dos espacios opuestos por los distintos modos de percepción. En la parte superior encontramos al rey David que desde una ventana mira el cuerpo desnudo de Betsabé, mientras dos doncellas la ayudan en su baño, algo que planteo en mi libro La visión abierta. Del mito del Grial al surrealismo. El célebre pasaje bíblico sirve aquí para ilustrar la mirada con los ojos físicos: el objeto de la mirada es un cuerpo de una mujer que despierta la concupiscencia del voyeur. En el registro inferior, el paisaje naturalista se ha transformado en un fondo ornamental. Sobre una roca está arrodillado el rey santo, san Luis, cuyas manos están unidas en posición de rezo. Con los ojos abiertos, mira sin embargo lo que no puede ser visto con los ojos físicos, tal y como nos indica la figura geométrica de la mandorla que separa lo que hay en su interior del resto. La mandorla, tal y como ha explicado la simbología, es la intersección de dos círculos, habitualmente identificados como tierra y cielo. Es un espacio intermedio en el que para hablar con Henry Corbin, los espíritus se corporeizan y los cuerpos se espiritualizan, es decir, que en ese espacio híbrido pues en él se encuentran la tierra y el cielo, lo inteligible adquiera forma sensible y la forma sensible se espiritualiza. Ese es, propiamente hablando, el lugar del símbolo. En el interior de la mandorla vemos a Cristo-majestad, sentado en un arco y sosteniendo la esfera del mundo en su mano izquierda. Esta teofanía fue así resuelta desde el siglo V, aunque se expandió con el arte románico para ocupar el ábside de las iglesias. 

Esta misma duplicidad de ojos exteriores y ojos interiores es la que plasmó André Masson en su retrato de Breton de 1941: dos rostros de perfil, el de la derecha con los ojos abiertos, el de la izquierda con los ojos cerrados, y en medio las imágenes interiores que sólo pueden proceder de la imaginación o quizás de la memoria. Masson parece haber ejercido de cirujano, como diría Merleau-Ponty, abriendo el cerebro de Breton y mostrando su funcionamiento, del mismo modo que la percepción sensorial nos abre al mundo.

En cualquier caso, en el surrealismo se asentó la idea de que el ojo interior sólo puede despertar con la destrucción del exterior. Son dos imágenes fundacionales del surrealismo y una preciosa historia las que vienen a argumentar este hecho: en el collage de Max Ernst un hilo atraviesa un ojo, lo que no puede dejar de ponerse en relación con la imagen del rebanamiento de ojo de El perro andaluz. Como precisó Werner Spies, la cubierta de Répétitions de Paul Éluard ilustrada por Ernst, de 1922, es siete años anterior a El perro andaluz, y además en ambos casos no se trata tanto de un motivo sádico sino de la clausura del ojo exterior para activar el interior. La historia es la de Victor Brauner y fue Pierre Mabille quien la contó en el Minotaure de 1939. En una reyerta con Óscar Domínguez este le lanzó un objeto punzante que lo dejó tuerto, algo que Brauner ya había profetizado con un autorretrato años antes del suceso en el que ya se había visto sin un ojo. Mabille recogió el testimonio de Brauner según el cual el pintor afirmó que tras perder un ojo su creatividad se había incrementado inmensamente.

En el arte medieval, sobre todo en el arte románico, se alude a la potencia del ojo interior a través de la multiplicación del órgano, creando lo que Raffaele Pettazzoni denominó «figuras sembradas de ojos». Es así como aparecen los serafines en el ábside de santa Maria d’Àneu, con las alas sembradas de ojos y mostrando un ojo en cada una de las palmas de sus manos. La pintura recoge la descripción del Apocalipsis según la cual los serafines estaban «llenos de ojos por delante y por detrás». También en la primera visión de Hildegard von Bingen en su primera obra revelada, Scivias, encontramos al pie de la montaña la figura sembrada de ojos: «Y delante de él, al pie del monte estaba una imagen llena de ojos en la que, a causa de aquellos ojos, no era capaz de discernir forma humana», que incluyo en mi libro Vida y visiones de Hildegard von Bingen. Hildegard nombra a esta imagen o figura Timor domini, el mismo nombre que el filósofo y teólogo de la escuela victorina de París, Ricardo de san Víctor, utiliza para llamar a la imaginación en su tratado Beniamin minor de la segunda mitad del siglo XII, algo que recojo en Hildegard von Bingen y la tradición visionaria de Occidente. En la obra de Hildegard esta figura inicial parece advertirnos que nada de lo que vamos a ver a continuación, tanto en las imágenes textuales como en las visuales, tiene que ver con los dos ojos físicos, sino que proceden de los ojos interiores. Multiplicación del órgano, desplazamientos o heterotopías constituyen los modos habituales para significar ese otro ojo a partir del cual acontece la visión. La absoluta otredad del ojo visionario quedó plasmada en una plancha de la Histoire naturelle de Max Ernst, la serie de frottages que creó el artista a partir de una experiencia visionaria. En El ojo en la mitología. Su simbolismo, Juan Eduardo Cirlot alude a esta plancha diciendo que «Basta contemplar la serie de frottages de Max Ernst (obtenidas por transformación simbólica de imágenes logradas por simple frotamiento de materias distintas bajo un papel) para advertir la importancia del ojo desplazado en esta contemporánea iconografía que constituye la viviente paradoja de una “religión profana”». Max Ernst se presentó en Escrituras a sí mismo como un visionario y derivó sus mayores descubrimientos, el collage y el frottage, del despertar del ojo interior, o de lo que él denominó sus facultades visionarias. Por ello Max Ernst se autodefinió como «aquel que había visto». «Yo he visto» es la expresión repetida de un texto en el que se despliegan los más fabulosos paisajes. Su referencia al fenómeno visionario fue Arthur Rimbaud, quien en la carta dirigida a Paul Demeny y fechada el 15 de mayo de 1871, hablaba de hacerse «el alma monstruosa», lo que equipara a «hacerse vidente» (Je dis qu’il faut être voyant, se faire voyant) por un largo, inmenso y razonado desarreglo de todos los sentidos (par un long, immense et raisonné dérèglement de tous les sens) apelando para tal fin todas las formas de amor, sufrimiento y locura. 

3. Iluminaciones

En el año 1141 Hildegard von Bingen tuvo una iluminación que ella describió en su primera obra revelada, Scivias, como «un fuego deslumbrante» que «inundó mi cerebro todo y cual llama viva pero no abrasa, inflamó mi corazón». El texto se acompañó de una miniatura que recogió el suceso extraordinario. Lo hizo de un modo literal, representando «la luz de fuego deslumbrante» como lenguas de fuego, llamas, que penetran en su cerebro, ante la mirada asombrada del monje que introduce su cabeza en la celda. Este testimonio expresa algo que cae en lo inefable y para ello la mística tiene que recurrir a la imagen —«cual llama que aviva pero no abrasa»— aunque la visión de «una luz del fuego deslumbrante» que viene del «cielo abierto» constituya un suceso real. El efecto también se plantea como real: la comprensión inmediata de las Sagradas Escrituras. El acontecimiento posee un claro modelo bíblico que se encuentra en Hechos de los Apóstoles. Se trata de la llegada del Espíritu Santo, tal y como había sido anunciada por Cristo antes de su ascensión, en forma de lenguas de fuego que alcanzan a todos los apóstoles y a la Virgen. Esto sucede el día de Pentecostés, en que «vuestros jóvenes verán visiones y vuestros ancianos soñarán sueños», según las proféticas palabras de Cristo en el libro Hechos de los Apóstoles. 

A partir de Hans Blumenberg y Alois Maria Haas podemos observar que la luz y el fuego pertenecen a un mismo campo metafórico. A Blumenberg debemos el despliegue de una metaforología como «la otra manera de decir» allí donde según Wittgenstein había que callar. A la inconceptualidad (Unbegrifflichkeit) responde la metáfora como, por ejemplo, la de la navegación por mar en tanto que expresión de la existencia vital o la de la luz como verdad y conocimiento. Iluminación es el término que sirve para aludir a ese conocimiento repentino. En una cultura de lo sagrado, como lo fue la medieval, la iluminación, como hemos visto, es un fenómeno pentecostal. En una cultura moderna, la iluminación continúa siendo una efectiva imagen para el conocimiento. 

Si nos remitimos al tercer movimiento del Manifiesto según la estructura trazada por su editora Marguerite Bonnet, es decir cuando Breton discute con Pierre Reverdy, asistiremos a la producción de luz. Es el acercamiento azaroso de dos términos, lo que hace que surja una luz particular, la luz de la imagen dice Breton, «a la que nos mostramos infinitamente sensibles. El valor de la imagen depende de la belleza de la chispa obtenida…». Diez años después, en el número 5 de Minotaure, Breton ilustró su artículo sobre La beauté convulsive [La belleza convulsiva] con una imagen cuyo pie decía que esta era la imagen que se producía con la escritura automática. La luz de la que habla Breton nada tiene que ver con la luz natural, pues esa luz es la que nos traslada «a la más bella de las noches», «la noche de los destellos». El conflicto de luces no es aquí entre la luz natural y la luz sobrenatural, como sucede en el cortejo del Grial, sino entre la luz natural y la luz psíquica, la interior, encendida por la liberación del inconsciente y las asociaciones. Un año antes, en Minotaure 3-4, 1933, Man Ray había publicado una serie fotográfica de mujeres en las que captó su luz, como ocurre con la portadora del grial, al menos en la versión de Wolfram von Eschenbach, en cuyo cortejo la luz no procede del grial sino de la mujer. En el artículo sobre la belleza, Breton se refiere al amor, en concreto al amor único que procede d’une attitude mystique [de una actitud mística]. Esta consideración se adelanta cinco años al célebre libro de Denis de Rougemont, L’amour et l’Occident [El amor y el Occidente] que por vez primera planteó el amor cortés como un amor místico en estrecha relación con la herejía cátara. Aunque ya Walter Benjamin, en su artículo sobre el surrealismo del año 1929, entendió que el amor de Nadja estaba muy próximo al amor cortés y al amor de Dante y que «el libro de Breton está hecho para ilustrar algunos rasgos fundamentales de esa “iluminación profana”», según afirma Benjamin en «El surrealismo. La última instancia de la inteligencia europea». La iluminación profana no sólo transforma al individuo, sino al mundo. Es posible captar cómo de pronto todo el entorno se transfigura por el efecto de una «luz otra» y esa es la luz surrealista. Así la vio Louis Aragon en Una ola de sueños: la luz «a la hora en que arden las ciudades», la que «cae sobre el escaparate salmón de las medias de seda». Es este el otro manifiesto del surrealismo, Ola de sueños (Vague de rêves) también escrito en 1924 y publicado algo antes del manifiesto de Breton. 

Esta aproximación del surrealismo a la mística ha tratado de hacer emerger lo que de algún modo está en el fondo de su estanque, esto es, la persistencia de lo sagrado. Que el surrealismo se declarara ateo, en contra de la Iglesia ortodoxa y del catolicismo imperante, no significa que careciera de un hondo sentimiento espiritual en que el espíritu, frente a todo dualismo, no está separado de la materia. La supresión del más allá supuso tal intensificación del «más acá» que no podemos sino pensarla como la irrupción de lo sagrado en el mundo de la vida.

Conferencia pronunciada en el Museo Picasso el 15 de octubre de 2024.

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