Barcelona, Cataluña, 1994. Este es un fragmento de su primer libro, en cuya adaptación teatral trabaja actualmente.
Aluminosis
2 f. Pérdida de resistencia del hormigón hecho con cemento
aluminoso a consecuencia de los cambios fisicoquímicos
provocados por la acción de diversos factores como la
porosidad, la humedad, el anhídrido carbónico, los álcalis, el
calor, etcétera.
Cuando la he oído me ha sacudido todo el cuerpo. No es la primera vez que la oigo. Hace ya una semana que deambula por el barrio. O eso me digo, porque no consigo verla. Sólo la siento bramar. ¿Qué hace una cierva aquí? ¿Cómo se ha dejado llevar hasta este trozo de cemento gris que es la Zona Franca?
La primera vez pensé que era la bocina de los autocares de la Seat. Aparecen cada noche, en plena madrugada, para llevarse a los trabajadores a las fábricas de Martorell. Desde finales de los años noventa, cuando trasladaron la producción allá. Pero todavía vienen al barrio, mientras todos duermen, y se los llevan, a los hombres.
A veces me parece que veo cómo se llevan al abuelo. El piso donde vivimos ahora está justo delante del muro donde los recogen. Por un momento, el abuelo está ahí apoyado, fumando, a la espera de que comience su turno. El horno donde se funde el metal no descansa. Siempre hay hombres trabajando en la fábrica. Lo miro desde la penumbra, sin ser visto, por la ventana del comedor. No hablan entre ellos. Están en fila, quietos, en silencio. No me lo imaginaba así; siempre había pensado que no tendría nada que ver conmigo, pero pese al recelo que me provoca, me reconozco en algunos rasgos de su cara.
La mano me temblaba cuando lo conocí, me dice mamá cuando le pregunto cómo era el abuelo. Tenía unas facciones angulosas, el pelo negro y unas cejas muy gruesas. Era un hombre serio, con buena planta, alto para la época. Y acto seguido suspira: Apenas lo conocí, murió poco tiempo después de casarme con tu padre. Y, de repente, desde el muro, él clava su mirada en la mía. Se detiene en mi oscuridad, como si supiera qué quiero hacer, me amenaza: no lo consentirá.
Tuve que buscar mucho para entender de dónde venías. Recorrí diferentes centros de documentación de Barcelona para averiguar quién era el abuelo y quién, la abuela. Nunca me hablabas de ellos, ni de la fábrica, ni de dónde vivíais. Nada. Te esforzabas para que no supiera quién eras; quizá por la vergüenza de pertenecer a este barrio, o quizá por el miedo a hablar del pasado, de quién era el abuelo. De vez en cuando se te escapaban fragmentos de historias, pero enseguida te retractabas.
Fui durante prácticamente un año, rebusqué entre recortes de prensa de la época, documentación interna de la fábrica, contratos de alquiler, papeles sobre la cesión de los espacios para construir la fábrica y los pisos, pero también sobre las revueltas obreras, registros de testimonios de trabajadores, actas sindicales, fotografías, cajas y cajas llenas de fotografías… La mayoría de los centros de documentación están en sótanos. Son espacios muy fríos —las bajas temperaturas ayudan a conservar los documentos en buen estado— con mesas de metal largas y, en general, una iluminación nefasta. Te traen los documentos en unos carritos llenos de cajas de cartón numeradas y, acto seguido, te abandonan a tu suerte. A partir de ahí, lo único que oyes es la sacudida de las ruedecitas del carro alejándose. Todo aquello potenciaba aún más mi sensación de abandono, de soledad. Pasaba horas leyendo y fotocopiando papeles con guantes de látex, las manos me sudaban de tal manera que me salían heridas de lo que se me empapaban. Los primeros seis meses me los pasé separando los documentos que realmente hablaban del barrio y de la Seat y los que no. Una vez los fui localizando, los leía, clasificaba y fotocopiaba. Luego sólo me quedaba entender qué decían, desbrozar todo el argot técnico y jurídico para ver qué vida conservaban ahí dentro. Qué podían decirme de ti.
Casi tres meses después, para mi sorpresa, me topé con el nombre del abuelo. Me quedé helado. Era un documento que recogía el reparto de los pisos, en función del puesto, durante los años sesenta. Salía el bloque, el número y la puerta del piso donde habíais vivido. Por fin afloraba una pizca de vida entre aquellos papeles. Ese fue el detonante de mi obsesión, de que me abandonase sin medida a aquel abismo infinito. Estaba convencido de que, si rebuscaba lo suficiente entre aquellos documentos, al final encontraría la respuesta a todas las preguntas que me había hecho siempre. Pero, sobre todo, estaba convencido de que podría revertir tu silencio.
Esta vez el grito es más desesperado. No cesa. No desaparece. Qué quiere, pienso. ¿Qué coño quieres? Ese griterío despierta algo olvidado dentro de mí. Me empuja a salir de la cama, a bajar a la calle. No quiero que mamá se despierte. Cuando salgo, la noche me cae encima con un peso implacable. No la veo. Se ha callado en el momento en que la puerta se cerraba tras de mí, pero he tenido el tiempo justo para averiguar de dónde venía. Es de ahí, al otro lado de los bloques de pisos, en aquella plazoleta a la que dan todas las ventanas. ¿Qué hace allí? Son los pisos nuevos. Los que construyeron después de echar abajo los anteriores porque se deshacían por la aluminosis. Demolieron una barriada entera: el barrio de Sant Cristòfol. Eran los bloques de pisos donde vivisteis hasta tus diez años, papá. El abuelo llegó al barrio poco después de que los construyeran. No sé si vino con la abuela o ella lo hizo más tarde. ¿Ya estaba embarazada? No lo sé. Lo que sí sé es que eran inmigrantes. Venían de una pequeña aldea a unos cuantos kilómetros de Lugo. Se marcharon por obligación; allí no les esperaba nada más que hambre. ¿O quizá huyeron? No lo sé. Mamá me cuenta que la abuela se quedó embarazada antes de casarse y que por eso vinieron aquí, pero también dice que tú nunca le dijiste nada, que es una suposición que hace ella. Quizá la nueva fábrica instalada en el barrio los atrajo. Pero ¿por qué a Barcelona y no a Madrid? ¿Cómo se enteraron de lo de la fábrica? ¿Por la propaganda franquista? Quién sabe… Lo único que sé con seguridad es que en diciembre de 1957 el abuelo le envió a la abuela una fotografía donde había escrito: «Con todo mi cariño y entusiasmo a mi querida esposa e hijo, rogándoles que pasen unas muy buenas Pascuas de Navidad. Barcelona 15-12-1957».
La encontré un día mientras revolvía entre los cajones de tu despacho. Era una foto del abuelo cuando era joven. Hasta entonces no sabía qué cara tenía; me lo imaginaba a través de las palabras de mamá. La encontré en una cajita de madera. Dentro también guardabas su carnet de conducir y el DNI de la abuela, además de un par de llaves que nadie sabía qué abrían ni qué hacían allí.
Entre todos aquellos papeles, lo que más me impactó fueron las fotografías que daban fe de las primeras grietas que aparecieron en los pisos. Las fotos más antiguas son de finales de los sesenta y principios de los setenta. Había una caja llena —¿alguna era de vuestro piso?— y documentos que acreditaban los muchos desperfectos que habían ido sufriendo los bloques, hasta que finalmente se descubrió que tenían aluminosis. Se demolieron a mediados de los noventa, justo el año que yo nací —¿cómo es que no me lo habías contado?—. El número de bloques afectados era tan alto que tuvieron que demolerlos por fases. Y, mientras, había hogares enteros apuntalados para que el edificio no se derrumbase, puntales en medio del comedor, del baño, brechas que atravesaban el piso de arriba abajo. Las primeras grietas aparecieron sin avisar, sin que se hubiera caído nada, sin que nada se hubiera llevado un golpe. Aparecieron sin más, como un grito sordo. Y después, el miedo, supongo que un terror insoportable lo inundaba todo, un grito persistente que no dejaba dormir ni a las criaturas más pequeñas. Y, luego, la angustia de que algo que todavía no ha caído se derrumbe de repente.