Hilos: Cartas sobre el confinamiento, la vigilancia y la anormalidad

Ingrid Guardiola y Marta Segarra

Gerona, Cataluña, 1980; Barcelona, Cataluña, 1963. Este es un fragmento de Fils. Cartes sobre el confinament, la vigilància i l’anormalitat (Arcadia, 2020). 

Traducción del catalán de F.-M. Durazzo

La Torrassa, jueves 21 y viernes 22 de mayo de 2020
(días 68 y 69 de confinamiento)

Estimada Marta:

Ya hace días que no salgo a aplaudir a las 20 h, antes incluso de que el protocolo dictara que ya era suficiente, que ya habíamos hecho «el hecho», que habíamos sido muy buenos compatriotas, que podíamos seguir aplaudiendo en el teatrillo de las redes sociales y que ya nos avisarían del siguiente paso. Cuanto más aplaudía, más extraña me sentía. Cuanto más me pongo la mascarilla para salir a la calle, más la detesto.

Parece que la «nueva normalidad» quiere llegar, que la desescalada se hará efectiva dentro de poco y nosotros, en algún momento, incluso podremos encontrarnos. Las autoridades trabajan en varios escenarios de desconfinamiento, con la mirada puesta en el rebrote y el cuerpo reinstaurado en la vieja normalidad de las luchas políticas de siempre. Hay imágenes curiosas estos días. Los del barrio de Salamanca de Madrid han salido a protestar, con su ropa de marca, su attrezzo, incluso algunos con sus chóferes… como si saliesen de El ángel exterminador de Buñuel, en el que los protagonistas parten, finalmente, con una dolorosa resaca de poder de clase que, cuando no tiene fuera de campo, se convierte en siniestra y absurda, como lo es la situación que plantea la película de un grupo de burgueses que no pueden salir de la casa donde están instalados. Los manifestantes imitan los gestos de la historia proletaria y se convierten, automáticamente, en especímenes exóticos. Cantan el Bella Ciao (un himno antifascista que, para muchos jóvenes, nació con la serie de Netflix La casa de papel) y los símbolos se deshacen, como se deshacen los frescos de la película Roma de Fellini cuando un grupo de expedicionarios encuentra el hallazgo y abre una rendija en la cueva; en contacto con el aire, las pinturas milenarias comienzan a desaparecer. Esta metáfora siempre me cautivó: la idea de que cuanto más queremos llegar al origen, cuanto más queremos saber, más estamos reconfigurando la historia, más lejos nos queda este origen, más perturbamos el lugar y la misma historia.

Retomo algunos de los temas de tu última carta. La producción literaria de los ilustrados la desconozco bastante, por eso quería agradecerte todas estas divertidas referencias. Por supuesto, existe una recuperación del corpus de los ilustrados, sobre todo cuando se habla, en el debate académico y cultural, de la necesidad de instaurar un «humanismo tecnológico» o cuando se hace referencia a qué modelo de esfera pública que queremos, o a la transformación de las instituciones (del papel de los museos, de la política, del Estado, de la administración…). Lástima que la excesiva atención histórica a los representantes masculinos de aquella generación esconda toda una consororidad (para forzar un análogo de las confraternidades, de los cofrades) de mujeres interesantísimas. De aquellas, sólo destacaré tres que he repasado gracias a tu carta, y porque vienen al caso: Mary Montagu, que fue una precursora de la vacunación cuando introdujo la variolización como profilaxis contra la enfermedad, poniéndola en práctica con sus propios hijos; Olympe de Gouges, con su Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana (presentada en la Asamblea el 28 de octubre de 1791, dos años antes de que la guillotinaran a los 45 años); y finalmente, Madame de Staël, que en su libro sobre Rousseau empieza con un elogio a su figura y, de forma elegante, termina reprochándole que dijera, en una nota de su Carta sobre los espectáculos, que las mujeres son incapaces de escribir obras donde se requiera alma o pasión. En el texto que Madame de Staël critica, Rousseau se dirige a d’Alembert y se centra en la idea de que las mujeres no saben expresar una pasión auténtica en el arte epistolar. Me pregunto, a modo de una provocación que no quiere ningún tipo de respuesta, qué pensaría de nuestra correspondencia. El libro de Madame de Staël comienza observando que Rousseau escribe su primera obra a los cuarenta años, cuando su cuerpo y su espíritu se han calmado, porque, según ella, Rousseau no sabía reflexionar y vivir al mismo tiempo. También explica, más adelante, que en Las confesiones, que escribió a lo largo de ocho años, nos encontramos ante alguien que recupera su vida más como historiador que como héroe.

En algún momento de nuestra correspondencia hemos hecho referencia a las ventanas digitales y a la extimidad. En las redes sociales esta disyuntiva entre la vida y la escritura no es operativa, puesto que a menudo se escribe desde la intranquilidad y la excitación, los tonos pausados no alimentan el algoritmo y su tendencia a la polarización de los discursos. El yo distribuido de las redes sociales se vende más como héroe o heroína que como historiador o historiadora e incluso no necesita ni haber tenido la experiencia, ni separarse de ella, para reflexionar sobre su vida. El monólogo mediático entendido como material en bruto (raw material) es percibido o usado como vida. El preámbulo de Las confesiones lo encabezan las palabras de Persio intus et in cute, de la que tú sacarás el entramado mejor que yo, y que significa «conocer a fondo y bajo la piel». Sin desviarme mucho del tema, me gustaría incluir un comentario sobre la relación entre el conocimiento y el formato.

¿Cómo habríamos vivido el confinamiento sin internet? ¿Y nuestra correspondencia? Gracias a internet, pude profundizar en las referencias que no estaban en mi biblioteca y que no podía conseguir. Y pensaba en la frase de Paul Valéry, «lo que hay de más profundo en el hombre es la piel», que no se puede agarrar en su literalidad (y que tú podrías contextualizarme), claro, pero que me permite pensar en la superficie insondable de la red; insondable, es decir, que no se deja penetrar, privando el conocimiento de la hondura del intus et in cute, pero preservando el «bajo la piel», un debajo que, de tan extenso, es inabarcable. Y esto me permite ir a las consideraciones que hace María Zambrano sobre Rousseau en su libro La confesión: género literario:

[Rousseau] es el antecedente de los que se ofrecieron en holocausto del conocimiento. Un alma arrojada a la voracidad de los hombres, a la curiosidad, a la malevolencia, inclusive de las miradas crueles de los hombres. No le importa; quiere ser contemplado. El gesto es el del amor. Ofrece su alma, casi su cuerpo; parece que quiere ser devorado, consumido por los demás.

Y vuelvo a internet y a aquellos que viven de los que los miran mientras hacen o dicen cosas (youtubers, gamers, influencers…). Parece que también quieran ser consumidos por los demás en un entorno de canibalismo ocular y auditivo, de percepciones múltiples de fácil deglución y digestión, parece que las relaciones desmedidas —que se oponen a las medidas extremas del protocolo oficial— van emergiendo en nuestra correspondencia.

En tu carta mencionas la película Film Socialisme, de Jean-Luc Godard, que, entre otros hallazgos, anticipó el hundimiento del crucero Costa Concordia; muchos leímos los dos acontecimientos en términos alegóricos de una Europa financiarizada que se abatía y apagaba como un barco a la deriva. Hoy ha salido en El Periódico una noticia que decía que vuelve a haber un crucero amarrado en el puerto de Barcelona con un caso de coronavirus. Parece el final de una mala película de catástrofes, aquella escena que da pie a una segunda parte. La noticia llega cuando justo cuando empezamos un desconfinamiento progresivo, con los hijos todavía en casa, los trabajos perdidos, la economía empobrecidísima, las ausencias de los muertos no despedidos y la gente mayor que ha sobrevivido precintada. La sensación es de asistir a una Gran mascarada, la gran mascarada de la nueva normalidad. Parece que por fin ha llegado el tema de la mascarada, debo decirte que no tenía ni idea de cuándo saldría.

Tú formulabas la pregunta: «¿Cuál podría ser, más allá de utopías ingenuas, el sistema postdisciplinario?». Y también hablabas de ser intérpretes de una obra que no hemos escrito. La gran mascarada de la nueva normalidad contempla disfraces y performances que no transforman, que el protocolo ha estereotipado y uniformizado, frente a un modelo social anterior que ponía atención y cuidado en las diferencias, un modelo que todavía faltaba mucho para que saliera de los círculos especializados o de las comunidades afectadas. Los disfraces de la nueva normalidad anulan las diferencias, nos acercan a un perfil más autómata, más frío, que entiende la disciplina —aplicada de acuerdo con el distanciamiento social— como un mandato incuestionable. Los de nuestra cultura, que no tenemos un pasado protestante que vincule el deber con la responsabilidad individual, disfrutamos de un pasado militar y religioso que nos permite que la cadena de instrucciones se ejecute socialmente de forma implacable. Ayer estaba en una plaza con mi hijo. Había un padre que jugaba a la pelota con tres niños. Estábamos solos, nosotros hacíamos de Robinson Crusoe (¡hay que inventar su homólogo femenino!) y los otros preparando futuros Messi. Dos vecinos empezaron a abuchearnos a las siete en punto, diciéndonos que marcháramos a casa, que por culpa de gente como nosotros no saldríamos adelante. Se inició una pelea entre el padre del fútbol y los vecinos aburridos que, hartos de estar encerrados, se protegían detrás de los balcones. Yo los ignoré, no me moví de aquella platea improvisada, e intenté explicar a mi hijo que hay gente que se siente muy segura ejerciendo el autoritarismo, quizá también porque vivimos en un sistema que nos ha despojado de prácticamente todo. El protocolo nos convierte, de nuevo, en niños sin margen de libertad en manos del padre Estado. Ya no se trata sólo de pedir permiso por todo, sino de tener miedo a estar haciendo algo que no conviene todo el rato.

El otro día leía un capítulo buenísimo del libro K-Punk de Mark Fisher en el que hablaba de algunas películas de Cronenberg y del trabajo no cognitivo en lo que algunos llaman «capitalismo cognitivo». Para seguir con la escena anterior, podríamos decir que quien ha hecho que la mayoría de trabajos puedan ejecutarse sin necesidad de pensar, y que la capacidad de pensar sea un privilegio de clase (como dice Fisher), es el resultado de la desposesión capitalista. Para mí, parte de la nueva normalidad pasa por asociar el autómata cognitivo (el que ve su autonomía mental limitada por las estructuras económicas y culturales) y el autómata físico (el que ve sus movimientos limitados por el protocolo). Las políticas del bien común en un mundo postcovid se articulan desde una posición reaccionaria. Tienen que ver con todo lo que no puedes hacer, que está prohibido, siempre en nombre del bien común: vuelve a casa, en nombre del bien común. Aunque nos han precedido muchas ordenanzas cívicas censuradoras, esta normalización de las órdenes públicas —sin que sea necesario el ejercicio de la fuerza— da miedo.

Me aventuro —sin herramientas ni manual de instrucciones ni perspectiva— a imaginar un sistema postdisciplinario. Un régimen que tendría que dejar de supeditar toda manifestación de vida al protocolo; debería renunciar a utilizar las identidades como elementos de reconocimiento informático en nombre de una vigilancia policial y administrativa; debería invertir más en herramientas de búsqueda, detección y prevención de catástrofes, y limitar todos los recursos capitalistas que atentan contra la vida; también debería permitir modificar, como decía hace unos días en una entrevista el economista Thomas Piketty, la estructura de la riqueza para cambiar el poder de negociación de los actores. Y haría falta ampliar la base para que estos actores pudieran incluir el conjunto de la ciudadanía y para que la asamblea se completara, desplazándose desde el ágora burocrática abstracta de los parlamentos a las calles. Que todo lo que se nos ha arrebatado durante todo este tiempo se vuelva a negociar con la participación de los ciudadanos, sin grandes mascaradas, conociendo a fondo y, extensivamente, por debajo de la piel, intus et in cute, el valor de los escombros que la catástrofe dejó y las vidas que nunca formaron parte de ningún recuento, ni nunca fueron tenidas en cuenta para nada. Quizá con este giro perdamos un relato público administrado desde la épica, el heroísmo vertical, y aliñado con profundas envidias sociales, pero ganemos en salud pública.

En una carta anterior citabas un ensayo de Benjamin en el que decía que, en el sueño, la mano agarra los objetos por la parte más gastada, la parte que ha adquirido la pátina de la costumbre y que está adornada de sentencias amables. En nuestra correspondencia empezamos por la parte más gastada (que siempre se presta a ser mirada de nuevo) para ir a sumergir la mano hasta el fondo del vaso, como lo hace el niño en la cita de Benjamin. El desconfinamiento de nuestra correspondencia será muy triste. Ya empiezo a notarlo.

Un fuerte abrazo, casi a tocar,

Ingrid

El Lluçanès, lunes 25 de mayo de 2020
(primer día de la Fase 1 en toda Cataluña)

Estimada Ingrid:

Gracias por esta carta-madeja, de la que desarrollaré sólo unos cuantos hilos, pues da para media docena de cartas de respuesta. Un apunte en lo que concierne a las manifestaciones en que personas de clase privilegiada y votantes de la derecha o la extrema derecha se apropian del léxico de la izquierda: es un clásico, como el de la «libertad de enseñanza», que, como sabemos, significa que el Estado subvencione la enseñanza privada y no laica (pero sólo la de una religión, por supuesto); uno de los casos más sangrientos que recuerdo es el del ministro Ruiz Gallardón, que pretendía reducir hasta casi prohibir el derecho al aborto, en nombre de lo que él llamó «la libertad de las mujeres para ser madres». Ayer vi imágenes de las manifestaciones convocadas por Vox; que las hayan hecho en coches y motos las convierte en más cercanas a un desfile militar (algunos manifestantes vestían incluso con parafernalia militar o paramilitar), lo cual tiene la ventaja, al menos, de aclarar de qué lado están.

La faramalla militar me lleva, curiosamente, al epígrafe de Las confesiones de Rousseau, que citas: intus et in cute, que, traducido literalmente, significa simplemente «dentro y en la piel», pero que, como bien dices, se refiere al conocimiento. Rousseau está citando a su vez las Sátiras de Persio, un autor del siglo I; la frase entera es Ad populum phaleras! Ego te intus et in cute novi, que la edición de la colección Bernat Metge (que heredé hace poco, y me hace ilusión que me sirva para nuestra correspondencia) traduce como: «¡Al público las condecoraciones! Yo te conozco por dentro y por la piel». Es un comentario irónico que el narrador, un moralista estoico —como el propio autor, Persio— dirige a un compañero que simula querer profundizar en el conocimiento, pero que holgazanea en lugar de ponerse a estudiar después de una noche desenfrenada, como tantas otras. La frase se refiere, pues, al conocimiento ajeno, y se podría traducir libremente por: «¡Fuera máscaras! Te conozco demasiado bien para que tu apariencia me engañe». Me parece significativo que Rousseau haya convertido este conocimiento de otro en autoconocimiento, y que por eso se diga a menudo que sus Confesiones constituyen la primera autobiografía de la historia literaria, porque, a diferencia de su modelo explícito, las Confesiones de Agustín de Hipona, las del filósofo francés no buscan la absolución, ni divina ni humana. Rousseau se expone desnudo, sin juzgarse ni solicitar nuestro juicio, sin posar para el autorretrato en una luz favorecedora, ni únicamente desfavorecedora.

Me pregunto, sin pedir respuesta, qué dicen de cada una de nosotras, intus et in cute, nuestras cartas; espero, sin embargo, que contengan lo menos posible phaleras o parafernalia intelectual. La correspondencia propicia una seudoprivacidad (en nuestro caso, ambas éramos conscientes desde el principio de que quizá sería leída por otras personas) que, en cierto modo, actúa de vacuna contra la teatralidad, las máscaras tramposas, las acrobacias aéreas, quiero decir teóricas, para deslumbrar al público que mira desde el suelo (¡o así lo espero!).

Esto me lleva a La gran mascarada, que identifico con lo que, con Kafka, llamé en una carta anterior el «gran teatro del mundo». La obligación de llevar mascarilla en el espacio público mientras dure la nueva normalidad (formulación ambigua, ya que no se sabe si se espera volver a la antigua o no) asimila esta situación al teatro, dado que las máscaras son inherentes a muchas tradiciones teatrales por todas partes del mundo. Pero, en relación con la mascarilla, me ha venido a la cabeza una obra concreta, El público, de García Lorca, a la cual dediqué un fragmento de Escriure el desig. En ella, el autor defiende, a través del personaje del Director que pone en escena Romeo y Julieta, un «teatro bajo la arena» (intus et in cute, pues), que haga caer las máscaras, entendidas como símbolo de las convenciones sociales hipócritas que forman parte de la normatividad. Lorca lo relaciona con la demonización de la homosexualidad (quizá sea oportuno recordar aquí que el término «máscara» está en relación con masca, que significa «bruja» en latín tardío), y por eso el director dice que Romeo y Julieta son un hombre y una mujer que se enamoran, pero hace que Julieta sea interpretada por un actor y no por una actriz, lo que causa una «revolución» (tan paradójica como las manifestaciones del barrio de Salamanca) entre el público biempensante. La obra es, sin embargo, un constante juego de máscaras que nos muestra que, cuando cae la máscara social, detrás no queda más que otra máscara, sin que podamos llegar nunca a una verdad del ser intus et in cute, porque al final arrancar los velos queda reducido a querer «desnudar un esqueleto». La oposición entre profundidad y superficie parece pues quedar anulada, y así se puede interpretar la frase de Paul Valéry según la cual lo más profundo del ser humano es la piel. Lorca lo dice en otras palabras: «Un lago es una superficie»; nunca llegaremos a ver al monstruo que vive en sus profundidades.

Me pides que contextualice la cita de Valéry, y resulta muy interesante leer el texto entero donde se encuentra, La idea fija (escrito en 1932), porque resuena con algunas de las reflexiones que haces en tu carta y que han ido emergiendo a la superficie de nuestra correspondencia. En primer lugar, Valéry dice al principio que es un texto dirigido al cuerpo médico: escenifica un diálogo de índole filosófica entre el narrador —un escritor— y un médico, que, si lo decimos en lenguaje de la época, asimilan las enfermedades del alma con las del cuerpo, tal y como hacía Persio en su sátira. Ambos están de vacaciones, pero comparten el «mal de la actividad», que consiste, según el médico, en no saber parar de hacer, en no poder permanecer ni siquiera unos minutos sin ideas, sin palabras, sin acciones «útiles». Este mal es un síntoma de la modernidad y se identifica con el automatismo, la acción-reacción automática que se produce en todos los ámbitos de la actividad humana, pero que la política representa en su esplendor: el político es aquel que, cuando le parece que lo atacan, reacciona automáticamente con un «y tú, peor» (los tuits de Donald Trump serían la caricatura y el máximo exponente de esto). Me gustaría matizar, así, la división del trabajo que describes en Mark Fisher (yo no lo he leído), entre aquellos trabajos —la mayoría— que te impiden pensar y aquellos —privilegio de ciertas clases— que lo permiten o incluso lo exigen. Desgraciadamente, creo que el capitalismo cognitivo tiende a despojar todo tipo de trabajo de la posibilidad de reflexión; incluso la enseñanza superior, que debería ser una de estas tareas donde no sólo se puede sino que es preciso pensar, ha evolucionado de tal modo en los últimos veinte años, con una hipertrofia de protocolos y burocracia, y, sobre todo, con la extrema precarización del personal docente e investigador, que se está convirtiendo también en un espacio de automatismo embrutecedor, sin tiempo ni ocasión para nada más que la acción-reacción. Este diagnóstico puede parecer exagerado, y lo es, pero la reacción de las instituciones universitarias al confinamiento ha acelerado un proceso que ya estaba en un estado avanzado de desarrollo. Creo que esto se puede generalizar a muchos de los rasgos de esta etapa de la pandemia, que habrá durado más de setenta días (de momento): ha acelerado el advenimiento de tendencias y transformaciones que ya se habían producido pero que todavía no estaban generalizadas, como por ejemplo el teletrabajo y la dependencia a las pantallas tanto para la vida profesional como personal.

Retomando la sentencia de Valéry, el autor la completa: lo que tenemos de más profundo es la piel en tanto que se puede conocer; en cuanto a lo que se ignora, añade, lo más profundo es… el hígado, que podríamos entender como el cuerpo, o lo que Brian Massumi, basándose en Spinoza, llama «afecto», el poder de afectar y ser afectados, que pasa por movimientos, aunque sean imperceptibles, del cuerpo. Valéry se pregunta cómo se explica que leer algo que nos afecta moralmente nos provoque un pellizco físico en el corazón o nos revuelva, literalmente, el estómago. Él no emplea el término de afecto, sino de idea, entendiéndola como un evento transformador, un cambio en acción —y por esto una idea no puede ser nunca «fija», retomando el título de su diálogo, sino siempre en movimiento—. En consecuencia, dice, los libros son criaturas muertas al nacer, porque una vez publicadas las ideas pierden su movilidad; en palabras de Derrida, que siempre tienen doble o triple sentido: dès qu’il est saisi par l’écriture, le concept est cuit, que es una frase difícil de traducir, porque más allá de la idea de lo cocido frente a lo crudo, la expresión être cuit en francés significa estar acabado o perdido. Si vamos al doble sentido del doble sentido, sin embargo, être cuit también significa estar borracho, y un concepto borracho es evocador. Remite a la embriaguez dionisíaca, a todo lo contrario de la fijeza de la categorización. De nuevo, me parece que la forma in progress de la correspondencia favorece el movimiento, el deslizarse sobre la superficie de los conceptos —con el riesgo de superficialidad y error que conlleva la improvisación, aunque sea relativa—, sin poder profundizar en ellos, pero, como asevera Valéry, a veces profundizamos para no ver.

Otra afirmación suya que me parece muy aplicable a nuestro ensayo (en el sentido original, de Montaigne, de tentativa de pensar) es que la filosofía es una cuestión de forma, como la poesía. Lo dice como una boutade, pero si sustituimos la palabra «filosofía», que alude a una disciplina y a una tradición donde los conceptos son a menudo más importantes que las ideas, por la de «pensamiento», estaría muy de acuerdo. Por forma entiendo lo que tiene que ver con la lengua (incluyendo lo que queda «fuera de campo» del dominio lingüístico, como quizá los afectos, pero ya sabemos que lo fuera de campo forma parte también de la película), con un uso riguroso de las palabras, intentando no caer en automatismos, en lo que Valéry llama «loros»: las grandes palabras que la intelectualidad maneja con tanta facilidad que quedan vacías de significado. (Espero, pues, que en la selva de nuestra correspondencia no charlen muchas cacatúas. Alguna seguro que sí.)

Por eso, me adhiero a la forma muy sugerente del sistema postdisciplinar que diseñas al final de tu carta, y me gustaría añadir a tu propuesta para lo que ojalá sea de verdad una nueva anormalidad, yendo todavía más allá, el deseo de que las diferencias dejen de ser motivo para construir muros inmunitarios, que estas diferencias no nos encierren en cárceles identitarias, que la piel no constituya una frontera sino una superficie y un fondo a la vez, y que prestemos más atención a las formas, pero no para categorizarlas, cocerlas para que no se transformen y comérnoslas, sino para deslizarnos sobre las olas de los afectos, de lo que nos forma y que formamos, los otros seres y la materia vibrante. Si Lorca describe Romeo y Julieta como el exponente de una historia de amor, nos pide que no olvidemos que «Romeo puede ser un ave y Julieta puede ser un mapa», y que esto es cuestión de forma, de máscara.

Termino con otra imagen de La idea fija: pensar, crear ideas y formas, es como caminar en un paisaje rocoso para llegar al mar. Como debes fijarte bien dónde pones los pies, y cada roca tiene cavidades diferentes, caminar deja de ser una acción automática, y cada paso es una aventura calculada, pero no exenta de riesgo. Además, hay que detenerse a menudo, levantar los ojos del suelo y mirar el mar para no desviarse demasiado, aunque las rocas hacen que el camino nunca sea derecho sino tortuoso. Prefiero pensar, pues, que nuestra correspondencia no se desconfina, sino que levanta la mirada para otear la superficie marina.

Un abrazo, con afecto,

Marta 

Comparte este texto: