Sant Just Desvern, Cataluña, 1990. Este es un fragmento de su primera novela, La intrusa (L’Altra Editorial, 2025).
Traducción del catalán de Rubén Martín Giráldez
He aquí la historia de Diana, la reina de las bobas y de las lumbreras, la capitana de los tira-que-te-va, una inconsciente de manual. He aquí la historia de Diana y de sus problemas: cómo aparecieron, cómo los afrontó, cómo se adentró en ellos y cómo salió de ellos, si no victoriosa, como mínimo de una pieza, que no es poca cosa. Diana vio lo que vio y ahora no puede no haberlo visto, y cuando regresó del viaje se dijo: Esto, antes de esforzarme en olvidarlo, debería contárselo al personal.
Hela aquí, pues, a Diana. Sus aventuras comenzaron porque dijo: ¿Por qué no?, cuando podría haber dicho: No, y entonces nunca habría tenido esos problemas. Todo lo que le pasó, los berenjenales en los que se metió, los días en la cárcel, las persecuciones y las calçotades, la explotación de menores, las grandes obras de ingeniería, los malentendidos, las riadas de turistas, los bailes de bastones… ¿Podría habérselo pensado dos veces? Efectivamente, pero a posteriori siempre es más fácil llegar a conclusiones sensatas. Por motivos circunstanciales, pragmáticos, materiales y por un pasmo sin precedentes, Diana no tomó notas durante la aventura. Tenía un acompañante más pequeño que una pulga, pero ahí ya llegaremos cuando toque. En cualquier caso, el periplo fue lo bastante estrafalario como para que recordase la mayoría de detalles.
Ahora que el viaje se ha acabado, Diana piensa: bocachancla, sabihondilla suprema, la próxima vez ten dos dedos de frente y deja reposar la idea, rúmiala, que coagule, y te la miras con objetividad, con una mirada un poco encaminada a protegerte de ti misma. Pero en aquel momento no pensó nada de esto. No pensó nada ni miró a ningún lado. Sólo quería que la dejasen en paz, así que dijo lo que no tenía que decir e hizo lo que no tenía que hacer, y lo que sí que dijo y lo que sí que hizo, combinados de esta manera específica, es lo que la llevó a las tripas apestosas de sí misma.
Hela aquí, pues, a Diana. Su historia empezó con buenas intenciones, pero no es la primera vez que una voluntad noble se pega el tortazo de su vida. ¿Va todo bien?, le había preguntado un día Narcís; la miraba con cara rara. ¿A qué te refieres?, le había dicho Diana. ¿Te ha pasado algo?, había preguntado él, y se había acercado y le había investigado el cutis. Hacía muchos años que eran amigos. Se habían conocido recién estrenada la mayoría de edad, trabajando de camareros de caterings para una empresa de trabajo temporal. Qué curioso, le había dicho Narcís, es como si algo no acabara de encajarte. Esa debió ser la primera vez, y Diana no hizo caso.
Y fue poco después, estando con Alba y con Blai, cuando Alba dijo: ¿No le ves alguna incongruencia? Se dirigía a Blai y señalaba a Diana, su manifestación corpórea. Ya me lo comentó Narcís, dijo Alba. Blai dijo: ¿A qué te refieres? Alba dijo: Mírala bien. Blai clavó la mirada en Diana; empezó por la cara, desde lo alto de la coronilla hasta los pies. Tienes razón, le dijo Blai a Alba. ¿Te han cambiado de color los ojos?, preguntó él. ¿Te ha pasado algo que no quieras o no puedas contarnos?, preguntó ella. No le había pasado nada y no le había cambiado nada, pero ellos insistían. Diana odiaba perder el tiempo con asuntos del espíritu. Las cuestiones intangibles la intimidaban. Si un problema no se podía solucionar de dos patadas, no valía la pena malgastar horas de esta breve existencia nuestra en ello. Pero Alba y Blai insistían, y su insistencia era fruto del amor. Ha habido una alteración misteriosa en tu forma de ser, le decía Alba, es como si te hubiesen desencajado las placas tectónicas internas. Tienes, de pronto, un aire poco sólido. Esta fue la segunda vez.
Y unos pocos días más tarde, Antònia. Le había llegado por boca de Alba y Blai. No creo que sea nada físico, le dijo a Diana, tienes algo roto por dentro y se te marca en la epidermis. Se te nota en las puntas del pelo, le dijo Roldán, se te nota en la curva de los labios, en el tono cutáneo y en la salud postural. Al poco, su hermana le comentó: Últimamente la naturaleza de tu persona no se corresponde con la naturaleza habitual de tu persona, e hizo vibrar los dedos en el aire de una manera abstracta. Estaban con Nur y Ot, y Nur y Ot coincidían con lo dicho. Aunque los tres tenían opiniones diametralmente opuestas sobre cuál era exactamente la naturaleza de su persona, los tres coincidían en que la naturaleza de su persona tenía bastante margen de mejora. Estas fueron la tercera, cuarta y quinta vez, y a partir de aquí Diana perdió la cuenta.
Y a lo mejor tenían razón. Un día lo pensó, que igual sí que tenían razón. Diana repasaba el montón de comentarios de amigos, familiares y conocidos y a lo mejor sí que veía que últimamente no acababa de ser ella misma. Igual sí que veía que no pasaba por una época gloriosa, que no se tomaba las tribulaciones de la vida con el estilo dicharachero que la caracterizaba. A veces ves las cosas y finges que no las has visto, miras hacia otro lado y tiras millas. ¿Vivía bien? Esta no era la pregunta. ¿Quería vivir mejor? Claro que quería vivir mejor. ¿Por quién la habéis tomado? ¿Es que vosotros no? En aquella época, todo el mundo buscaba la mejora, el bien, la bondad. Eran ideas higiénicas y majestuosas.
La cosa siguió así: empezaron a circular rumores sobre el estado de nuestra protagonista. Quien más quien menos, tenía tiempo y ganas para embarrarse en los problemas de los demás con tal de obviar sus propios conflictos. Amigos y conocidos se retroalimentaban y encontraban símbolos por todas partes. Berta le inspeccionaba los contornos de la cara. No sé qué es, pero la verdad es que tienes un no sé qué cambiado, le decía, pero igual sólo es porque llevamos días hablando del tema. Flotaba en el aire una desmejora, una muleta, una cojera de espíritu. Sobra decir que no era un asunto de urgencia: Diana gozaba de buena salud y tres o cuatro cojines bajo el culo. Pero los amigos que la veían le decían: ¿Te has hecho algo? Era como si estuviese un poco torcida, como si de pronto tuviera una pierna más larga que la otra, como si a su alma le faltase calcio. No acabas de ser tú, le dijo Oriol. ¿Te has operado la nariz? ¿Te has teñido el pelo? ¿Has efectuado un cambio sutil pero resplandeciente en tu personalidad? ¿Tienes piedras en el riñón? ¿Te has enamorado de un hombre casado? ¿Has dejado de utilizar alguna vocal?
Y a lo mejor sí que había alguna pieza fuera de sitio, pensaba Diana. Y la inquietud le iba haciendo palanca.
Cuando ya se lo habían dicho dos docenas de veces, cuando a toda esa gente previamente mencionada se habían sumado su padre, su tío, la abuela y un vecino del cuarto, y todavía alguno más, entonces llegaron su tía Roser y su buen amigo Ximeno. Vivían en Mollerussa y se presentaron aprovechando que venían de visita a la ciudad, dispuestísimos a salpimentar el conflicto con su sabiduría popular particular, aparentemente avisados por otros familiares. Alguien los había llamado y les había dicho: Diana está desubicada, ha perdido firmeza. Creemos que tiene algo enquistado dentro. En calidad de miembros más creativos de la familia, ¿cómo creéis que conviene proceder?
A esas alturas, el desencaje interno de Diana había generado un quórum entre sus compatriotas. Todavía te pasa aquello, ¿no?, le había dicho Ingrid un día que se encontraron por la calle, y le hizo un gesto impreciso con los brazos. Te veo toda difuminada. Es simplemente el peso de ser humano, había dicho Ot; es el sistema socioeconómico que nos ha tocado vivir, había dicho Marta; es la frugalidad de la existencia, había dicho Pol; es un trauma de tu tatarabuela, había dicho Carlos; es la inconveniencia de la carne, había dicho Nur; es una cuestión psicológica que puede arreglarse con un par de tuercas mecánicas, había dicho Tanit; es una descompensación hormonal, había dicho Rosa; son los primeros tres años de vida, había dicho Oriol. Antònia le había dicho que tenía que irse de viaje. Alba había mirado a Diana y le había dicho a Blai: ¿Ves cómo sigue igual? Y Blai le daba la razón: Es verdad que sigue igual. Es como si le hubiesen quitado una pieza. Si no fuese porque es amiga nuestra y estamos preocupados me parecería muy interesante.
La tía Roser y su buen amigo Ximeno se le presentaron en el piso. Venían a hacer una intervención porque la familia es la familia, pero sobre todo porque cualquier ocasión es buena para divertirse. La tía Roser y su buen amigo Ximeno siempre vestían con ropa holgada. Sedas turquesas, raso, túnicas con estampados, pantalones aterciopelados, fulares: las sacaban a precio de saldo de las tiendas de segunda mano de Lérida. La tía Roser y su buen amigo Ximeno se deseaban con fervor, sólo había que tener un poco de olfato para olerlo, pero nadie tenía claras las implicaciones contractuales de aquel amor. A veces Ximeno no acudía a una cena y la tía Roser decía: Ximeno está en Galicia cazando pulpos con las manos; o Ximeno está en los Pirineos con un grupo que está construyendo unas cabañas de madera. Cuando Diana le preguntaba a su tía: ¿Qué pasa con Ximeno, hay tema o no hay tema? La tía le contestaba: Es mi buen amigo. Se conocían desde los 25 años, siempre habían vivido separados y siempre eran los últimos en marcharse de cualquier comida, de cualquier cena, de cualquier merienda. Sabían dónde había que ir para tomarse una buena copa y dónde estaban las buenas fiestas. Se negaban a hacer ningún pronunciamiento oficial sobre el estado de su relación, pero alguna vez los habían pillado acariciándose los dedos o las clavículas. Sus vestidos, americanas y pantalones tenían bolsillos ocultos de donde salían petacas, mazapanes con formas de animales, botellitas de ron o de Cointreau, galletitas de la suerte. Eran muy proclives a pensar que todo tiene solución y que si no la tiene vas y te la inventas.
¿La tía Roser y su buen amigo Ximeno tenían la culpa de las tribulaciones que padeció Diana durante su viaje, de las situaciones de vida o muerte en las que se encontró, de los sufrimientos, las amenazas y las humillaciones que le fueron infligidas, de las caminatas erráticas, el aburrimiento viscoso y las actitudes mesiánicas, de la desesperación por encontrar la salida? No la tenían. Sería una acusación simplista y deshonesta. Al fin y al cabo, Diana había consentido alegremente en irse directa hacia la boca del lobo. Pero la gente tiene manga ancha cuando se trata de aconsejar a otros. La gente no tolera que los de su estirpe pasen por una mala época. Te mandan a la perdición y además tienes que estarles agradecida, menudo carnaval.
La tía Roser y su buen amigo Ximeno se sentaron en el sofá, volvieron los dos cráneos hacia Diana y le dijeron al unísono: Hemos venido a hacerte una intervención. Las intervenciones se hacían a personas que estaban temporalmente incapacitadas para llevarse a sí mismas por el buen camino y que necesitaban ayuda de un agente externo. La tía Roser le dijo: A lo mejor lo que te pasa es que tienes algún mecanismo interno atrofiado. Debe de ser una cosa pequeñísima, le dijo, podría ser simplemente un guisante. Sólo había que arreglar aquel detalle y volvería a ser la fiera de siempre. Por protegerse con algún gesto, Diana se levantó, sacó tres cervezas de la nevera y dijo: ¿Qué, un trago para amansar el panorama?
Entonces su tía Roser miró a su buen amigo Ximeno y este le devolvió la mirada: eran cuatro ojos que se acababan de encontrar a medio camino, en una idea gamberra que flotaba a cincuenta centímetros de las córneas de él y a cincuenta de las córneas de ella. La tía Roser y su buen amigo Ximeno negociaron esta idea con una serie de movimientos complicadísimos de pupilas, arriba y abajo, a derecha e izquierda, e incluso algún guiño. Diana los miraba, de pie, y entonces su tía Roser dijo: Siéntate, y también dijo: Tenemos la solución a tus males. Diana se sentó, se espabiló y dijo: Por fin alguien con una actitud propositiva. La inquietud le había ido calando los huesos; últimamente se miraba en el espejo y pensaba: ¿Y tú qué miras? Quería vivir mejor, claro. Sobre todo, quería hacer callar al personal. ¿Es que vosotros no? ¿Acaso no os gustaría libraros de las miradas reformistas de los demás?
Así que Diana dijo: Fantástico, fantástico, triplemente fantástico, y también dijo: Esta solución que dices, la quiero cuanto antes. Se inclinó hacia sus parientes y dijo: ¿Qué tengo que hacer? La tía Roser bebió un trago de cerveza con aquella actitud tan suya de mujer propensa al misterio y dijo: Hay formas. El bueno de Ximeno asintió y dijo: Conocemos a amigos de amigos, gente fiable, gente repleta de imaginación, gente en posesión de sustancias. La conversación, de golpe, había disminuido en decibelios. La tía Roser puntualizó: Son sustancias ilegales, pero moralmente legales, es decir, legítimas. Y el bueno de Ximeno dijo: Es gente que ha hecho un viaje profundo y a la vez bastante corto. La tía Roser aclaró que esta combinación de profundidad y duración corta se explicaba por la percepción del tiempo que se da cuando hay un cambio muy considerable del volumen de un cuerpo. La tía Roser le dijo a Diana que tampoco lo sabía explicar mejor, pero que si no se lo creía podía llamar a cualquier amigo físico y se lo confirmaría.
La tía Roser dijo que la cosa iba de entrar dentro, trastear a ver qué no funciona y arreglarlo. Ximeno dijo: Al fin y al cabo, somos una obra de ingeniería compleja y precisa. Apretar la tuerca floja, remachar el clavo salido y volver al mundo: eso le proponían. Además, dijo el bueno de Ximeno, seguro que ahí dentro tu intuición opera de maravilla. La tía Roser le dijo: Tú tira para adentro, para nosotros sólo será un rato. Seguro que encontrarás una buena baranda en la que apoyarte. Ahí dentro serás la capataza, dijo Ximeno. Y Diana soltó una risa seca y puso los ojos en blanco, como expresando sorna e indiferencia, como si hubiesen hecho una broma muy buena, y dijo: Pues si queréis que tire para adentro, yo tiro para adentro. La tía Roser hizo una mueca. Entonces se le acercó aún más, tanto que Diana oía su respiración en la oreja, y le dijo: No me hagas como esa gente que se ríe de todo. Su buen amigo Ximeno asintió, una mueca de disgusto en su cara. Cada vez que interactuaba con un cínico, Ximeno necesitaba estar tres días solo; según sus propias palabras, para descontaminarse.
Y a lo mejor tenían razón. Volvió a pensar que igual sí que tenían razón. Y entonces, entusiasmada con unas creencias y convicciones que no eran sino creencias y convicciones ajenas, entusiasmada con la idea de entrar en los grumos, penetrar las entrañas, solucionar desajustes y volverse a casa, un corte limpio, fue cuando Diana dijo: ¿Por qué no?
Fue en aquel momento. Su tía Roser asintió, se levantó del sofá, echó una ojeada al comedor y dijo: Necesitas unas cortinas nuevas. Los hizo salir a la calle e hizo un gesto con la muñeca al aire, como si el aire le perteneciese. Se subieron en un taxi y dijo: A los Jardines de Tokio, si es tan amable. Y se dirigieron hacia el barrio de Pedralbes.
La tía Roser conversó con el taxista durante todo el trayecto. Le preguntó qué turnos hacía, qué gente se encontraba, cuál era la mejor anécdota de su carrera profesional y cuál la peor de todas. El taxista primero dijo que la peor anécdota atañía a un individuo alemán, pecoso y dócil, una ambulancia y tres días limpiando bilis. Después dijo que no, que de hecho no, que la peor había sido la tarde que se subió en el taxi Maria. Maria era su amor de los veinte años y hacía veinte que no la veía; tenía contracciones. Su chico iba en el asiento de al lado, con una bolsita de algodón con todo el material preparado y cara de terror. El taxista le dijo a la tía Roser que Maria estaba guapísima, una faraona, y que él sintió una nostalgia feroz por aquella vida que no le había tocado. La tía Roser asintió pensativa. Luego el taxista le dijo que, en cierto modo, esta peor anécdota también era su mejor anécdota. La tía Roser asintió de nuevo. La tía Roser dejaba volar la mano por fuera de la ventanilla del coche.
Taxi arriba, la tía Roser, su buen amigo Ximeno y Diana llegaron a los Jardines de Tokio. Los muebles de la recepción del edificio tenían un aire Luis XIV: solemne y majestuoso, clásico, una luz de alabastro, una silla de patas doradas y sinuosas, un triunfo sin esfuerzo. Subieron por las escaleras porque a la tía Roser y a su buen amigo Ximeno les hacía gracia. Se pararon delante de una puerta, sudados y risueños, echando los órganos por la boca, se volvieron hacia Diana y le dijeron: Llama a la puerta. Diana dijo: ¿Estamos seguros de todo esto? La tía Roser le dijo: Tú entras, mueves los cuatro hilos que hagan falta y vuelves. El bueno de Ximeno le dijo que confiase en sus instintos. Le dijo: Tú entras y preguntas por la sala de máquinas, el núcleo de todo esto o por el responsable, o por lo que sea que haya que arreglar. ¡Te encontrarás tu grial particular! La tía Roser dijo que no le llenase la cabeza de pájaros. Y luego dijo: Querida, te esperamos en el bar de aquí al lado. Y justo cuando Diana iba a llamar, la puerta se entreabrió y una vieja le dijo: Adelante.
La puerta emitió un chirrido amable. Del interior del piso llegaba una luz suave y venenosa, como una capa de polen. ¿Qué es esta sensación misteriosa?, pensó Diana por dentro. Y la vieja dijo: Es la conciencia, que se acicala para lo que viene. Hizo avanzar a Diana por un pasillo completamente vacío hasta una habitación con un mueble bar, un gran ventanal y una butaca y el reposapiés. La vieja llevaba una bata de lino y el pelo blanco recogido en un moño redondeado y sólido. Diana pensó que era muy guapa. No era capaz de imaginarse en qué universo se había conocido con la tía Roser y su buen amigo Ximeno, que siempre iban sin peinar, que rompían las copas y combinaban el verde, el azul, el lila y el amarillo sin sufrir por el dolor de ojos de los demás. La vieja señaló la butaca, Diana se sentó y dijo: Siempre me han dicho que para sacar algo en claro de cualquier asunto primero hay que meterse dentro hasta el fondo. La vieja dijo: ¿Y cuál es el asunto? Diana dijo: Diría que yo.
La vieja abrió uno de los cajones del mueble bar y sacó un cáliz. Parecía que tuviese trescientos años, era dorado, tenía dos asas en forma de ramas y un tallo con motivos vegetales que se abrían en flor en la base. Era un cáliz hecho para tener revelaciones. Diana dijo: ¿Oro? La vieja dijo: Latón. Y también dijo: Cierra los ojos, abre la boca y saca la lengua. La vieja tenía un semblante sereno. Diana le dijo: Eres guapísima. La vieja le dijo: Chssssst, y también le dijo: Lo único que sé y lo único que te hace falta saber es que entrarás por el ombligo. Diana dijo: ¿Cómo? La vieja dijo: Ojos cerrados y lengua fuera, y Diana notó un líquido que chorreaba lengua abajo, que era dulce y le quemaba en la garganta, y a partir de aquí lo único que recuerda es unas papilas gustativas palpitantes, un aumento extraordinario de la velocidad, los músculos que se tensan, se estiran, se aceleran y entonces la tercera, la cuarta y la quinta, brrrrruuuuummmmm, duplicaciones y contracciones, disminución sideral de la masa, ahora espalda adelante y agárrate, los ojos cerrados a cal y canto, palabras dulces de la vieja, chssssst, una mano arrugada cogiendo la suya, una cara bonita, episodios de convulsiones y turbulencias, entonces como caer dentro de una lupa inmensa, velocidad hiperbólica y subir en una plataforma vieja y agrietada, carne picada, milhojas, papel de plata, una superficie rugosa, una aspiradora se te come y la plataforma pasa de horizontal a vertical, y entonces una caída real, literal, temer por los tímpanos y por las extremidades y por la propia forma, botar y rebotar por superficies elásticas y viscosas, tocar blando y rodar cuesta abajo, enésima espiral, un tobogán de plástico, cosas suaves y ásperas, líquidos y grumos y al fondo de un embudo y mucho después en el fondo de la noche, y después del fondo de la noche los ojos cerrados, sentada en un banco, parece que dentro del ombligo.