Badalona, Cataluña, 1942. Este texto es un fragmento de El metall impur, o a la recerca de l’heroi proletari català, tomo III del ciclo L’atzar i les ombres (Comanegra, 2022).
Traducción del catalán de la autora
Tras siglos de inflarse, desbordar cauces, y ocasionar toda clase de estragos, el impetuoso río Besós fue debidamente canalizado y convertido en una suerte de arroyo estepario bajo los arcos de triunfo de las torres de alta tensión: lo querían prudente. Al poco tiempo, el ayuntamiento de la aprovechada capital quiso limpiar el cutis de su ciudad, expulsó a los barraquistas que la deslucían, y los adjudicó al pueblo vecino de Sant Adrià, que los instaló en el margen derecho del río; pero, dado que resulta más fácil planificar que integrar, las cosas no salieron del modo que habían sido pensadas, y la desidia municipal a ambas orillas dio paso a una excrecencia: la nueva Mina, un barrio de nadie abarrotado de gente. El Besós había perdido su carácter abierto —al fin y al cabo, debieron pensar, el pueblo tampoco lo frecuentaba en busca de intimidad: las tiberinalias en el merendero del Molinet para el entierro de la sardina sólo permitían la algazara de las criaturas y la confraternización de las comadres—, y ya no fue posible contemplar a un payés de ribera viendo crecer las habas frente al ocaso. Para rematar el entuerto, el nuevo cauce fabricado por el hombre echó por tierra cualquier pretensión de inventar una estética romántica a expensas de las ruinas de la naturaleza, pues es conocido que el absoluto suele rendirse donde impera el héroe caído y no donde se exaltan los ingenieros de las Fuerzas Eléctricas de Catalunya Sociedad Anónima (FECSA), hoy en día en magna disolución en la no menos anónima Empresa Nacional de Electricidad (ENDESA), que algún día habrá de pasar a manos de Gas Natural, la antigua Catalana de Gas y Electricidad. Y así se escribe la historia.
En la época del año en que Gabriel Caballero llegaba a La Farga, podríamos considerar a nuestro río como un ente fluido carente de dinámica histórica, si no detenido en el tiempo, aunque su talante mediterráneo lo llevara, en ciertas ocasiones, a ahogar mucho animal de campo y de corral, debilidades que ningún río ha podido ahorrarse para engendrar sus propios mitos desde que los humanos tratan de explicarse a sí mismos —y no hace falta remontarse a Heródoto y el Nilo. Pero si volvemos a la cuestión sin obsesionarnos ni sobrepasar el terreno ecológico propio del curso de agua que describimos, algún día habrá que estudiar la distancia abismal que separa un río desbridado de un río encorsetado y analizar a fondo, por consiguiente, las operaciones técnicas y las decisiones jurídico-administrativas que llevaron al Besós a su triste condición presente y tal vez, no lo quiera Dios, irremediable.
Un día del primer otoño, después de darle una pasada definitiva a la cuchara de fresno en forma de sirena que modelaba desde hacía meses, Héctor Salgueiro se levantó del rincón de la báscula de la chatarra y exclamó: «Y prevalecieron las aguas, y crecieron en gran manera sobre la tierra; y andaba el arca sobre la faz de las aguas. Y las aguas subieron mucho sobre la tierra; y todos los montes altos que había debajo de todos los cielos fueron cubiertos».
Como era de esperar, nadie hizo caso de la última y repetida sandez del primer oficial del horno eléctrico de La Farga, hasta que una tarde de septiembre el cielo se encerró sin previo aviso en un silencio descastado, empezó a llover a mares, y la cortina de agua formada era tan espesa que pareció que la noche se hubiera precipitado sobre la tierra en pleno día. Aquella misma semana el equipo de fundidores del contramaestre Belarmino Peña tenía a su cargo el turno de noche.
En plena madrugada, dejó de llover. Aprovechando la tregua de la naturaleza, Gabriel escrutaba desde la ventana enrejada del laboratorio las señales de un cielo aislado en la celebración de su devastadora furia mientras oía ladrar a los perros en lontananza. El aire estaba saturado de la tensión que precede al estallido de las burbujas de agua puesta a hervir en un cazo, y el laborante sintió que el corazón se le encogía. Un rumor obstinado y urgente sobre las notas graves de una sinfonía, al cual se incorporaba el raro síncope del ronroneo de un motor fatigado, inundaba progresivamente de lúgubres presagios la atmósfera inerte del laboratorio; a continuación, un leve temblor de tierra bajo la cabalgata obscura y persistente de una tropa innombrable que parecía refrenar su galope a trompicones para recuperar el aliento y colgarse del cuello una caprichosa sarta de chapoteos punteada por un veloz y rizado trémolo sobre una concurrencia de sonidos quebrados. Inmediatamente, una confusa retahíla de succiones perforaba los distintos planos sonoros y el amenazante rumor inicial parecía imponerse de nuevo acompañado del inesperado contrapunto de un instrumento indócil al compás, la nota insidiosa del cual concitaba otras nuevas, más impetuosas e inarmónicas; una postrera mescolanza de chirridos, que un oído alerta hubiera relacionado con los gritos de socorro de gente en peligro, se mezclaba con el impasible rumor de fondo para componer una imperiosa marcha fúnebre. Era el anuncio de la riada.
Gabriel abrió la puerta de salida que comunicaba el laboratorio con la nave de fundición. El desasosiego de la perra Trosky y la tensión de los fundidores, junto a las revoluciones de su propio cerebro, contrastaban de tal modo con la calma que reinaba en el rincón de Héctor Salgueiro, que su ojo de agrimensor aficionado permitió a Gabriel calcular al momento la breve distancia existente entre la vanguardia de los portadores de la catástrofe y el recinto de La Farga. «Corre a la oficina, y telefonea a la Guardia Civil, a ver qué demonios está pasando», ordenó Belarmino Peña. Mientras Gabriel intentaba comunicarse con el exterior, la energía potencial que la desidia oficial no habría sido capaz de embalsar con todos los pantanos del mundo en sus manos se había transformado en la cruda y brutal energía cinética de unas aguas lanzadas contra las masas inertes que le salían al paso. El primer obstáculo a superar era la pared que separaba el taller de rebaba del trascuarto donde se guardaba el refrigerador de madera, revestido de estaño y corcho con serpentín de cobre, fabricado por el Virutas a partir del croquis del ingeniero Massapoc; la riada irrumpió por el trascuarto y, en pocos segundos, inundó la oficina del señor Forteza arrastrando consigo el reloj de control, la mesa del administrador con sus ficheros y cartulinas, los cántaros de madera reforzados con aros metálicos, y la caja del refrigerador, que, una vez reventados por la presión puerta y ventanuco, cabalgaba las aguas revueltas llevando como pasajeros a Gabriel y la perrita Trosky.
En medio de una ligera y errática flotilla de maderas y derrelictos de toda clase, entre los que sobresalían los restos desballestados del bastidor vidriado de la oficina técnica, el frágil bote de Gabriel y la perra fue a desembocar en el curso principal de agua que, fluyendo de la nave mayor, buscaba un desagüe por el patio de entrada, cuya reja de hierro apenas opuso resistencia a la torrentada que corría a engrosar el caudal exterior desbridado, camino del mar.
La tabla de salvación enfilaba el hueco de la puerta principal cuando, a poco más de dos metros, Gabriel vio a Héctor Salgueiro braceando con la cuchara de madera de fresno en forma de sirena en una mano. Gabriel se inclinó a ayudar al náufrago gritándole: «¡Ven, agárrate aquí!», pero Héctor no podía oírlo porque él mismo no cesaba de bramar: «¡No aflojes, Castells, no aflojes!», mientras luchaba con los remolinos que engullían los objetos con la voracidad impasible de un gran pez. En un momento de desfallecimiento de Héctor, Gabriel vio deslizarse la cuchara de madera, en vertiginosa fuga hacia adelante, sobre la superficie de las aguas como si, desprendida de la carcasa de madera que la contenía, la sirena fuera capaz de imprimir con las ondulaciones de su cuerpo el empuje necesario para que la hoja de cuchara enganchada a sus pies cabalgara crestas y valles de la corriente de agua con la ligereza y la gracia de los mejores buques, guiada por la férrea determinación de la cabeza coronada que remataba su mango. Y, tras la sirena de madera, saltó, enloquecida, la Trosky, que sacaba el morro de la superficie inflada para no perder el rastro del objeto huidizo. «¡Ven, agárrate aquí!», gritó de nuevo Gabriel, que se había decantado peligrosamente del costado derecho de la caja del refrigerador de madera, en un intento desesperado de atrapar al antiguo marinero. Pero Héctor ya había dejado de bracear, y se dejaba llevar por las aguas veloces, tras la perra, tras la cuchara, tras el fantasma del Castells, tras su propia historia: «¡Adiós, chico, me voy lejos, muy lejos, cabalgando las olas!».
El mar, y nada más.
Insaciable, insaciable.
Con pie desnudo ibas sobre la olvidadiza arena,
dulcemente trastornado, tal el hombre cuando su placer espera.
Tu cabello seguía la invocación frenética del viento;
todo tú vuelto apasionado albatros,
a quien su trágico desear brotaba en alas,
al único maestro respondías:
el mar, única criatura
que pudiera asumir tu vida poseyéndote.
«Has reunido principio y fin, y te has muerto, sin embargo. Pero en la bóveda del horno, principio y fin son el Uno», pensó Gabriel.
En aquellos momentos, sintió como si el alma de su infortunado hermano Jaimito, finalmente rescatada de las ominosas prisiones subterráneas del río donde se ahogó, viajara sobre la cuchara de fresno en forma de sirena, camino del mar, en busca de la felicidad de quienes siempre acaban volviendo. Y pudo recordar las palabras en latín de aquella misa solemne que un día excepcional se oyó en la iglesia de San José:
Sanctus, Sanctus, Sanctus Dominus, Deus Sabaoth.
Pleni sunt cæli et terra gloria tua.
Hosanna, in excelsis.
En su periplo por los campos yermos inundados, la caja del refrigerador de madera, con su atribulado tripulante sano y salvo, se encastó a través del rellano de la puerta donde se juntaban las dos ramas de la escalera exterior de una casa vecina al tabuco de las Mañas. Yendo y viniendo, las aguas empezaron a adelgazar en torno de las ruinas de La Farga hasta que las casitas vecinas se vieron rodeadas por una tierra tan desolada como la primera vez que las aguas se retiraron de su faz.
Gabriel tomó un atajo y, chapoteando en el barro hasta media pierna, alcanzó el barrio de la Catalana.
Sucio y aturdido, como si saliera del arca donde se soñaba en la contemplación de una realidad que aparecía en toda su crudeza, el vecindario ocupaba la calle Mayor; cada fantasma personal convertido en una pieza más del ajuar arrojado a la calzada por las aguas inclementes. Víctimas de la curiosidad estupefacta que produce la extrañeza del alma ante la súbita interrupción del flujo irregular que llamamos vida, en contraste con la incesante e invicta muerte, hombres, mujeres y niños del barrio de la Catalana se movían en torno a mesas y sillas desparejadas para verificar su grado de mutilación, calcular les pérdidas, arrebatarlas al fango con el ansia de una joven que pone la casa patas arriba para aprobar el examen dominical de su suegra; pero un espectador atento habría adivinado en ellos la inquietud de quien hace recuento de las muescas dejadas en sus pertenencias por una vida caprichosamente colapsada, menos para repasar los hitos que establecían el orden de la vida anterior —abolida ahora y aquí— que para constatar la inesperada, despótica y aplastante alienación que los separaba de sus objetos domésticos, una distancia que los privaba del carácter particular otorgado por una precisa, diferenciada y cotidiana materialidad en el ámbito del hogar, que no era una simple disposición decorativa, sino que conformaba una sacralidad que vino a rematar el grito de la mujer que lloraba a la puerta de su casa con un mendrugo de pan en la mano: «¡Sólo esto, nos ha quedado!».
Al saber que el bar de la Mary había sido uno de los locales más dañados por la riada, Gabriel se presentó, presa del pánico. La Mary lloraba, desconsolada, en un rincón del sótano que acogía la única taberna del barrio. «¿Dónde está mi Eufemia?», gemía la pobre mujer, enfangada hasta las orejas. «El agua no ha alcanzado el piso donde dormimos. No entiendo qué le ha podido pasar». Gabriel preguntó por Belarmino Peña, cuya suerte ignoraba, pero la Mary no parecía saber lo ocurrido la noche anterior en La Farga: «¿Acaso no estaba en la fábrica contigo?».
No quiso esperar la llegada de camiones cargados de voluntariosos boy scouts para desescombrar las casas afectadas. Después de subir y bajar, una y otra vez, las escaleras del local de la Mary, de reventar la puerta del cuartucho de los trastos y de revolver el altillo, de olisquear bajo el mostrador como un perro, Gabriel cogió pala y azadón y se abrió paso entre los escombros de los patios delanteros de las casas bajas, orientadas al sur, que habían sufrido los estragos más devastadores de la riada cuando los árboles y objetos arrastrados aguas abajo por la corriente obstruyó los ojos del puente bajo la vía del tren y las aguas desbordadas inundaron todo el margen derecho desde la Catalana hasta la desembocadura del Besós.
Con las puertas y ventanas sin marcos, las habitaciones de las casas bajas parecían el duplicado inmóvil de los ojos y las bocas de estupefacción de sus moradores ante la catástrofe inesperada. La fuerza desigual y caprichosa de las aguas, capaz de deshacer, revolver o arrastrar utensilios pesados, había querido respetar, no sin ahorrarle la correspondiente capa de fango, una olla puesta al fuego la noche anterior por su dueña; sobre la huella del cabecero de la cama desaparecida, una Sagrada Familia pendía, torcida, de la pared; un cortil de aves había enmudecido en el corralito resguardado entre el lavadero y la tapia de un patio; dentro del gallinero, entre un revoltillo de gallinas y conejos rebozados de fango, un cuerpo humano, un cuerpo menudo, como el de ella, totalmente cubierto de barro.
Gabriel no se atrevió a limpiar la cara al cuerpo para saber si era Flor de Lirio, muda para siempre, como cuando servía las mesas del bar. No quería saber si la riada había rebajado a tanagra de fango su cuerpo de porcelana. Ojalá pudiera servirse aquí mismo un vaso de nepente, la bebida para curar heridas e inducir el olvido, antes de salir del patio con el cuerpo en brazos, prestado sin usura por la tierra, en la seguridad de que no había de tardar en recuperarlo para siempre. Y, ahora, el cuerpo le parece tan ligero como el de aquella criatura con quien jugaba en la cama compartida del piso de Artigas, el rubio menudo que no cesa de moverse y removerse, los pies fríos en invierno y las sábanas estrujadas en verano, siempre temiendo lo peor, la pobre Angustias, ay, que esta criatura no me come, el ojo morado del pobre Jaimito al caer al suelo sentado en su trona, cachorro enjaulado que se hace perdonar todos los pecados con la purísima mirada azul de criatura desconcertada por el demonio que lo desgobierna, igual que tu padre, desolada Angustias, el pasado que contiene el presente y te lo deja contemplar como una mariposa prisionera en un dado de ámbar. ¿Es forzoso que sea el hermano mayor quien, en ausencia del padre, haya de solicitar ayuda para que el hermano menor pase la Estigia sin contratiempos? ¿O Gabriel es únicamente el encargado de arrebatárselo a la fría e impersonal voluntad del Olvido?
Oh, tú, que en el Hades conduces la barca
de los muertos sobre el agua de este pantano lleno
[de cañas, ten piedad de mi dolor,
tiende la mano al hijo de Angustias,
ahora que desciende escalera abajo.
Negro Caronte, ayúdalo, porque el niño resbala con las sandalias, y, además, tiene miedo
de poner los pies desnudos
sobre la arena de la orilla.
Gabriel podría haber merecido la redención frente al mundo por la culpa de haber sobrevivido al hermano ahogado, si la dudosa herencia de Angustias, su madre, no proyectara hacia el futuro la tragedia vivida en su hijo menor, que a su vez anticipaba, en el espíritu pensativo de Gabriel, la visión de su propio hijo, yerto sobre la mesa helada de un hospital treinta años después.
Con el cuerpo enfangado en brazos, Gabriel enfiló la calle Mayor entre plañideras, cavadores cabizbajos, picadores mudos, y una chiquillería aburrida por falta de sitio donde jugar. Antes de alcanzar su destino, Gabriel dirigió la mirada a poniente, donde al final de la calle topó con las copas de los árboles de ribera, cerca del entoldado de los domingos, alzado por el Hombre del Circo, entre jaulas de animalillos a medio domesticar, que hacían soñar a los niños del barrio. Allá, al fondo de todas las esperanzas, un muchacho ayudaba a bajar a una muchacha que ponía el pie en el estribo de un camión de boy scouts; y, en aquella muchacha que saltaba al suelo desde la cabina del camión, Gabriel quiso reconocer a Flor de Lirio, más viva que nunca; y, en el muchacho gentil, tal un paje medieval, quizás entreviera la sonrisa irónica de Pedro Cutillas… Momento en que el vecindario abandonaba el papel de espectador involuntario de la propia condena al ver avanzar por la calzada de la calle Mayor, con un cuerpo inerte en los brazos, al mismo muchacho solitario que cada sábado, a la hora del vermut, solía rodear como un perrillo los silencios de la muchacha de la taberna de la Mary. Y, cuando aquel muchacho depositó sobre la mesa de mármol del café el cuerpo rebozado de fango, la propia gente tuvo que representar el papel de herida protagonista del misterio de dolor de la identificación de la pobre Eufemia, Iris o Flor de Lirio. Las aguas claras y plácidas de las fuentes, las ramas ligeras y agradables de los árboles de ribera, la hierba fresca y la flor delicada de los jardines, el aire sagrado y sereno donde Amor le abrió el corazón, no escucharían, juntos, su última queja. Flor de Lirio no había podido tejer caprichosas guirnaldas con margaritas, madreselvas, pensamientos o campanillas; sus trofeos florales no la habían acompañado por el carril lloroso; un vestido holgado no la había sostenido un instante sobre el agua como una sirena mientras cantaba canciones aprendidas de pequeña.
La muerte será menos cruel
si llevo esta esperanza
hasta aquel paso angustioso:
que el espíritu cansado nunca pueda,
en puerto de más abrigo,
ni en tumba más tranquila,
huir a la carne atormentada
y a la osamenta.
«Déjamela a mí, que yo me encargaré de limpiarla», dijo la Mary.
¿Gabriel se había portado con ella como un héroe desgobernado? Es cierto que pretendía amarla, pero no cabe asegurar que supiera calcular las proporciones entre su amor y el de alguien como Pedro Cutillas. ¿Hubiera sido capaz de sorber vinagre por ella? Había bebido sus silencios, pero no cabe asegurar que estuviera dispuesto a tragarse un cocodrilo por ella, pues le bastaba con las ofensas recibidas de labios imprudentes. ¿Qué le esperaba, todavía, al quimérico Gabriel?