Igualada, Cataluña, 1980. Uno de sus libros más recientes es Socratic Dialogue (Routledge, 2024)
Traducción del catalán de la autora
Quien lucha contra monstruos debe vigilar
no convertirse en un monstruo él mismo.
Nietzsche, Más allá del bien y del mal
Aún recuerdo, muy vivamente, la mezcla de tristeza y perplejidad de mi amiga mientras me lo contaba. Hacía tiempo, quizá cerca de un año, que salía con un chico estadounidense. Tenían una relación cerrada, él tenía una hija, y no vivían juntos oficialmente, pero pasaban casi todas las noches juntos. Pues bien, mi amiga, consternada, me explicaba que él, cada vez que tenían relaciones sexuales, inmediatamente después de correrse, se iba a la ducha a limpiarse. En lugar de quedarse un rato con ella, abrazándola, en ese momento de intimidad después del sexo, él optaba por salir a limpiarse los fluidos impuros que habían quedado enganchados en alguna parte de su cuerpo y que amenazaban con contaminarlo.
Estos son los estragos del puritanismo. No debe sorprendernos, pues, que en un país como Estados Unidos pueda haber autores como William Miller, teórico del derecho, que sostiene que el grado de asco y repugnancia de una cultura es equivalente a su estado de progreso. Es decir, según Miller, cuanto más a menudo o por más motivos los ciudadanos de un país sienten asco, más avanzada es aquella economía. Y parece que con la sentencia barre hacia casa, porque la gran potencia mundial (y del puritanismo) es, a la vez, un país donde todavía hoy personas con poder pueden expresar asco por los homosexuales, o son capaces de dejar de estar cerca de sus hijos si estos tienen un virus.
Muy lejos de esto, en las páginas que siguen quiero proponer la tesis contraria a la de Miller: en lugar de ayudarnos a progresar (o de ser señal de progreso), la exacerbación y la extrapolación de las emociones del asco y la repugnancia, fruto de la obsesión por la pureza y la perfección, no nos permiten aceptar nuestra animalidad, fragilidad y finitud, ni en nosotros ni en los demás. La repugnancia hiperbólica que nos invade como una marea silenciosa nos aboca a la insensibilidad y crueldad tanto hacia los que necesitan más ayuda como hacia nosotros mismos. En pocas palabras, la repugnancia nos deshumaniza.
Hace unos meses viví una escena que es una muestra penosa de ello. La Escuela de Policía de Cataluña me encargó un proceso de diálogo entre policías y menores de un Centro Residencial de Educación Intensiva (CREI). Es decir, menores que han llegado al estado sin el acompañamiento de personas adultas que se hagan cargo de ellos, o menores que no pueden estar bajo la tutela de sus padres. La intención del ejercicio de diálogo, entre otras, era permitir a los policías humanizar y entender mejor un perfil de jóvenes a los que, con cierta probabilidad, en algún momento de sus vidas tendrán que detener. Poder hablar con ellos y comprender cómo se viven las detenciones desde el lado de los menores y qué podrían hacer mejor los policías en estos momentos.
Como todo espacio de diálogo entre colectivos que viven de espaldas el uno del otro, la experiencia nos abrió los ojos a todos. Gracias a que oímos a los policías hablar de su trabajo, o a los menores de su vida dentro y fuera del centro, todos rompimos un montón de prejuicios sobre unos y otros y escuchamos vivencias que no podíamos ni imaginar. Entre ellas, el testimonio de un joven llegado del Magreb hace unos años, llamémosle H. Un joven muy locuaz, inteligentísimo, que ahora ya ha salido del centro y vive con otros compañeros en un piso tutelado y que todo apunta a que podrá llevar una vida normalizada. Pues bien, a H., por su aspecto, ya lo habían detenido en numerosas ocasiones. Detenido, esposado, enviado al calabozo, etc.
Y ahí viene la sorpresa: de todo el proceso en cierta medida violento que es ser detenido y enviado a un calabozo —incluso aunque no se ejerza violencia, una detención es necesariamente violenta porque te obliga a ir a una comisaría o a un calabozo, lugar a donde uno naturalmente no quiere ir—, lo que más le hería y molestaba era el hecho de que se pusieran guantes para detenerlo. Aún recuerdo cómo preguntaba a los policías medio gritando, dolido e indignado: «¿Qué pasa, que os damos asco?».
A H., como a sus compañeros que habían llegado mayoritariamente de África, como a las personas sin hogar, como a las personas que han caído en desgracia, les habían marcado el alma con hierro al rojo vivo. Tenían la sospecha constante y la tristeza permanente de ser vistos como escoria, como objetos contaminantes. Este era su supuesto de partida sobre ellos mismos. Cuando H. sintió que uno de los policías que participaban en el curso le explicaba que los guantes se los tenían que poner por normativa, por una cuestión sanitaria, y que lo hacían con todo el mundo, creo que algo en su interior se relajó. Se quedó en silencio, él que a menudo no callaba. No sólo le decían «no, no nos das asco», sino que también se lo decían con un tono amistoso, después de hacer bromas y antes de darle un abrazo al acabar la clase.
¿Cómo salir de la desgracia si el mundo nos mira con cara de asco? ¿Cómo vencer el imán que generan los lugares conocidos y que son casa, por duros que sean? Si la desgracia ha sido mi hábitat durante tiempo suficiente, ¿de dónde saco la fuerza y la capacidad para mudarme? Todos somos animales de costumbres. Todos tendemos a quedarnos con lo conocido, cerca de los que se parecen a nosotros. No importa si son buenos o malos, beneficiosos o perjudiciales. Lo que más nos pesa es el esquema de la repetición y la cercanía. Los que han vivido muchos años en la calle, los que han pasado media vida en prisión o los que van saltando de ayuda social en ayuda social, no se libran de este patrón de repetición. Salir de nuestro círculo es dificilísimo. Cambiar la idea que tenemos de nosotros mismos es un ingente esfuerzo. Más aún si el mundo me ha dicho y me dice constantemente que soy un desgraciado, que doy asco, que le repugno.
¿En qué medida podremos decir que es más avanzada una sociedad cuanta mayor repugnancia siente? Sentir mayor repugnancia significa ensanchar el círculo de exclusión. Quiere decir incrementar el número de personas frente a las cuales, en lugar de sentir compasión y deseo de ayudarles, siento asco y ganas de correr sin que me toquen. ¿Cómo podemos llamar progreso a esto? ¿Hacerse humano no consistía en desarrollar la capacidad de compadecernos de los que sufren? ¿Devenir persona no era justamente, con Lévinas, solidarizarse con el sufrimiento en el rostro del otro? En qué medida puedo hablar de progreso cuando lo que hago es extender no sólo la indiferencia y la asepsia moral sino, lo que es peor, ¡el rechazo por los que sufren!
La repugnancia puede ser útil a la hora de transmitir determinadas normas sociales —no te quites mocos en público, no te tires pedos en medio de una reunión, no eructes al terminar una comida de trabajo. También puede haber sido históricamente útil para informarnos del mal estado de determinados alimentos. El problema es que la repugnancia es mucho más que eso. La repugnancia ha ido ligada a tradiciones de jerarquía social en las que siempre están los que están debajo de todo de la pirámide y generan asco a los que están arriba: los intocables, los negros, los gitanos, las mujeres, los homosexuales, los judíos, los leprosos, los tarados, los «discapacidades» mentales o físicos. La mayoría de las sociedades han diferenciado estratos y tipologías de seres humanos considerando que los hay corrompidos y repugnantes. A esto, en vez de progreso, se le llama perpetuación de la injusticia social.
Como explica Nussbaum, lo repugnante es a menudo lo que nos recuerda la propia mortalidad o animalidad. El deseo de alejarnos de nuestra condición animal es tan fuerte que a menudo no nos limitamos a las heces, cucarachas o animales viscosos. Necesitamos un grupo de humanos para marcar la línea colindante entre nosotros y nuestra condición animal. Un grupo que haga de almohada, de intergénero o interespecie, que se sitúe entre nosotros y los animales. Los judíos, por ejemplo, desempeñaron esta función. Eran parásitos, femeninos, fluidos, comunistas… Eran todo lo que no se ha de ser, frente a la dureza y limpieza del hombre alemán, que era como el metal, el acero o la maquinaria. Al judío se le veía como una mujer, y esto era un gran insulto. Porque las mujeres, de forma constante a lo largo de la historia, también han sido consideradas impuras y repugnantes: dan a luz y están más cerca de la muerte, expulsan sangre cada mes y reciben el semen del hombre, son blandas, viscosas, extraen fluidos y huelen mal.
Probablemente estos dos casos concretos de repugnancia parecerán absurdos y ridículos a cualquier lector. Pero hay otros colectivos que en el presente reciben ese tipo de rechazo. Es más, el rechazo y el asco se están articulando de forma política hacia nuevos grupos de víctimas. Y el problema es dar valor de verdad a esa emoción y a ese juicio. La repugnancia hacia lo que supuestamente, por determinado canon, no es puro o bello no debe servirnos de brújula moral, sino más bien al contrario. La repugnancia hacia los migrantes, hacia los pobres, hacia los enfermos, hacia los sucios, hacia los que tienen cuerpos no normativos, hacia los «deformados» nos hace inmorales a nosotros.
La repugnancia es una emoción que tiene que ver con el miedo a la contaminación, el miedo a que el mal de los demás me llegue a mí o se extienda a la sociedad. La pandemia de la repugnancia es la pandemia de la anestesia moral, de la indiferencia insolidaria. Por el contrario, defendemos que el gesto más humano es el de aquel que no teme ensuciarse: el de quien ayuda al indigente, al pobre, al enfermo. Como diría Sartre: vivir es y debe ser ensuciarnos las manos. Devenir humanos consiste en besar la llaga. Si la civilización se deja engullir por la pandemia de la repugnancia, habremos evitado lo que probablemente quería evitar el noveno mandamiento: que nos parezcamos a los animales. Pero habremos conseguido algo mucho peor: convertirnos en monstruos.
Después de todo este recorrido podemos decirlo sin tapujos: la idea de la pureza es peligrosa. No sólo por la negación que hace de nuestra dimensión animal, por el relato fantasioso y alejado de la realidad sobre lo que significa ser humanos. La idea de la pureza es peligrosa sobre todo porque es y ha sido utilizada para excluir y discriminar a millones de personas. Para atacar a muchos humanos. Más que utilizar la repugnancia como brújula moral para decidir qué está bien y qué no, en lugar de asociar la cantidad de repugnancia al grado de progreso de una sociedad, quizás valdría la pena escuchar la voz de los «repugnados» y que nos ayuden a ver lo inhumanos y monstruosos que podemos llegar a ser a causa de nuestra obsesión por la pureza.
La reacción primaria, instintiva, quizá no se puede cortar de raíz. No podemos evitar del todo que exista la repugnancia —que probablemente tiene que ver con la tensión interna que existe entre el deseo de ser dioses y la aceptación de los límites propios de los humanos—, como no se puede evitar sentir ira y deseo de dañar a alguien que ha malherido a una persona que amas. El problema es que estas emociones no pueden ser políticas. No pueden ser las emociones o instintos que nos guíen en la existencia compartida. Porque actuar y relacionarnos desde emociones como la repugnancia o la ira nos acaba haciendo inmorales, nos aleja de las virtudes que pueden construir una forma de vivir juntos que sea buena, y por tanto justa, para todos los implicados.
La repugnancia no puede guiar la vida pública. Está vinculada a prácticas sociales dudosas en las que la incomodidad que algunas personas sienten por el hecho de tener un cuerpo animal se proyecta, de forma agresiva, hacia individuos y grupos vulnerables. Es una emoción que niega la realidad de lo que es ser humano, que excluye y hace daño a muchas personas. La repugnancia nos liga a una fantasía romántica irrealizable de pureza social y desvía nuestro pensamiento de las medidas reales que podemos implementar para mejorar determinadas conductas, determinadas realidades. Excluye, niega, desea la aniquilación y desaparición del «repugnante» en vez de imaginar cómo ayudarle.
Pero el problema es la base. Lo que sostiene y hace crecer esa emoción tan perjudicial para la vida en común es la noción de pureza. La idea de la posibilidad de una pureza social hace de la repugnancia un sentimiento común y legítimo, útil para alcanzar el fin deseado de la pureza. La propia noción de pureza es el inicio del problema. Y en esto volveríamos a Nietzsche para decir que el crimen original fue el de Platón al establecer la noción de la pureza.
Para salir de esta utopía convertida en infierno, en la línea de Nussbaum, proponemos una sociedad que reconozca su humanidad y que no se esconda de ella ni nos la esconda a nosotros. Una sociedad de ciudadanos que descarten las aspiraciones de omnipotencia y perfección que han provocado tanta miseria humana. Una sociedad de ciudadanos que admitan que tienen necesidades y son vulnerables, que son mortales, imperfectos, a menudo despistados y chapuceros, a veces unos mamarrachos incompetentes.