Te dejo, amor, en prenda el mar [Fragmento]

Carme Riera

Palma de Mallorca, 1948. Este es el fragmento inicial de Te dejo, amor, en prenda el mar (Alfaguara, 2025).

Traducción del catalán de la autora

Desde aquí, desde mi ventana, no puedo ver el mar. Casas de pisos, altas y feas, con flores mortecinas en los balcones y toldos amarillentos requemados por el sol. Entre nubes descoloridas, deshaciéndose, la punta de aguja del templo del Tibidabo. Nada que valga la pena.

No puedo ver el mar porque queda lejos, al otro lado de la ciudad. Enlutado, grasiento, casi apestoso, acuna barcos de carga, yates y golondrinas amarradas en la dársena del puerto. Este mar no se parece nada al nuestro. Es una lámina metálica, sin transparencias ni colores cambiantes, coagulado, endurecido. Pero lo añoro. Lo añoro sólo porque al verlo pienso que tú estás al otro lado y que, de mar a mar, de orilla a orilla hay menos distancia que de ciudad a ciudad.

Añoro el mar, añoro la inmensidad azulada, la diminuta inmensidad azulada que parecía adentrarse en el camarote por el ojo de buey, aquel mediodía de primavera, rumbo a la isla. Perdóname. Iba a preguntarte si te acuerdas, sólo por darme el gustazo de que me digas que sí, que, muy a menudo, tus ojos se remansan en el azul encantado de aquella mar nuestra, y que te pierdes en una vaharada de recuerdos lejanos y un tanto rancios. ¿Cuántos años hace de aquel viaje? Me resisto a contarlos, aunque, tal vez, todavía puedo calcular exactamente las horas, minutos y segundos, como si se tratara de un problema de matemáticas elementales. No te extrañe. Me fabriqué un calendario para mi uso personal, en el que los años, los meses, los días empezaban en el preciso instante en que el azul era perfecto, tu cuerpo de seda; tibia, dulce, suavísima la luz que se filtraba…

Éramos más jóvenes, menos conscientes, inocentes, sí, pero quizá con una inocencia perversa, casi maligna, de ángeles rebeldes. No me gusta utilizar estas palabras porque tal vez creas que siento remordimientos, que no tengo la conciencia tranquila. Tenía 15 años —una canción del Dúo Dinámico, el conjunto musical de moda, hablaba de tiernas muchachas en flor, y tú me la cantabas para hacerme rabiar—. Tenía 15 años y en buena parte esa fue la causa de nuestra separación. Pero me gusta saber que llegué a ti en el momento más crítico de mi adolescencia, cuando empezaba a ser mujer, y que tu influencia, para que acabara siendo tal como soy ahora, fue decisiva. Durante aquel curso, el de quinto de bachillerato, cambié los calcetines por medias de seda, estrené mis primeros zapatos de tacón y un vestido de fiesta. Era rojo, de terciopelo, ligeramente escotado. Me lo ponía los martes para ir al concierto del Teatro Principal. Teníamos entradas gratuitas porque el Patronato de los Amigos de las Artes las enviaba todas las semanas al instituto. Tú detestabas las actuaciones de aquella orquesta provinciana que desgraciaba la música, luchando a brazo partido con violines, trompetas y timbales para conseguir un resultado desacompasado y estridente. Pero ibas y te sentabas en una butaca de platea, cerca de nuestro palco. Cerrabas los ojos mientras las luces se apagaban y sólo el escenario permanecía iluminado. De vez en cuando me parecía percibir un pestañeo, entreabrías los párpados y me mirabas de reojo. Un día, salíamos de un concierto de Bach, me dijiste que yo te traspasaba con la mirada. Me preguntaste qué quería pedirte con aquella manera de mirar, escudriñadora, como si te buscara el alma. Yo te contesté —me hago cruces de mi sinceridad— que siempre miraba así cuando alguien me llamaba la atención. Entonces, por primera vez, pusiste tus manos sobre mi cabello. Me estremecí de pies a cabeza y me azaré.

¡Me gustaban tanto tus manos! ¡Son tan bonitas todavía! Los dedos finos, la piel blanquísima, las uñas cuidadas. Me sentía feliz cuando tomabas mi mano en la tuya y paseábamos por la ciudad, como una pareja enamorada. Me llevaste a los rincones que tú habías descubierto muchos años antes, en tu adolescencia, cuando nació en ti la afición a pasear al atardecer, largo rato, por lugares solitarios. Mis ojos, que eran los tuyos, porque yo veía el mundo a través de tu mirada, captaron matices, colores, formas, detalles, que a ti te parecían nuevos y sorprendentes. Me preocupaba tanto acaparar tu atención que me esforzaba en adivinar y traducir tus reacciones haciéndolas pasar por mías a veces de manera inconsciente. Y todavía hoy, a ocho años de distancia, soy capaz de entusiasmarme recorriendo desde aquí, con los ojos cerrados, el barrio marinero del Carmen, el Puig de Sant Pere, lleno de cuestas y escaleras, que huele a pescado y que te recordaba algún rincón de Nápoles, al lado izquierdo del puerto. Los niños andaban casi desnudos, jugaban con perros y gatos. Y las mujeres se hablaban a gritos desde el portal de sus casas. O también puedo —sólo me falta tu contacto— seguir tu deambular moroso por las antiguas calles empedradas, de fachadas señoriales, camino de la Catedral… me adentro por la Puerta del Mar, aspiro olor a incienso.

Algunas tardes salíamos al campo. El agua se desbordaba en las acequias y los almendros comenzaban a despuntar flores de nieve entre sus ramas. Contigo descubrí dos pueblos abandonados, Fosclluc, por donde —decían— vagaban los fantasmas, y Biniparraix, arrasado por un temporal. No había carretera para llegar hasta allí, apenas unos difíciles caminos de cabra que se perdían monte arriba, entre pequeños bosques de encinas y pinos, jarales y matas de romero.

 No solíamos hablar mientras duraba la excursión. Tu brazo rodeaba mi cintura. De vez en cuando, mi cabeza se apoyaba en tu hombro y me besabas como nadie ha vuelto a hacerlo jamás.

Iba descubriendo el mundo al mismo tiempo que el amor me iba descubriendo a mí para hacerme suya. No fue en los libros ni en las películas donde aprendí a vivir la historia de nuestra historia. Aprendía a vivir, aprendía a morir poco a poco —aunque entonces no lo supiera—, cuando, abrazada a ti, me negaba a que el tiempo se me escapase. Quería permanecer a tu lado para siempre, sentir el roce de tus labios, el tacto de tu piel. El mundo desde tus brazos era hermoso y triste. Y tenía un color indefinible, entre lila y azulado, a ratos fluorescente, bajo un maquillaje de neones.

La niebla agoniza, densa y lenta en las calles; se esfuma por las alcantarillas; se difumina entre los coches aparcados. La tristeza de estas horas, atenazada en los latidos, detenida en las lágrimas, me devuelve a ti, avara sobre todo de aquella claridad injertada de besos que tanto amamos. ¡Amábamos tantas y tantas cosas! La tierra húmeda después de la lluvia, el estallido de las amapolas en los trigales, las terrazas de los cafés rebosantes de sol, los niños, las golondrinas, las playas desiertas, las noches de nuestras citas imaginarias, y el amor por encima de todo. El amor del que por entonces jamás hablábamos.

Nuestras relaciones duraron ocho meses y seis días exactamente. Se rompieron por culpa del escándalo público y de tu miedo a enfrentarte con una situación que te exigía una doble responsabilidad. No tuviste fuerzas suficientes ni suficiente confianza en mí; te obsesionaba la idea de que yo, algún día, pudiera reprocharte aquel amor, que llamábamos amistad. Te amenazaron en nombre de la moral y de las buenas costumbres, te tacharon de conducta corrompida, de perversión de menores, recibiste anónimos llenos de morbosos insultos… Yo tuve que soportar sonrisitas y comentarios a media voz. Más de una vez mis compañeras cambiaron de conversación al notar que me acercaba, pero nadie, a excepción de mi padre, se atrevió a hablarme cara a cara enfrentándose con la realidad. Tengo aún muy presente el rictus de su rostro crispado, el tono agrio de su voz, pero he olvidado sus palabras. Recuerdo solamente dos frases que —como el sonsonete pegadizo de un anuncio publicitario, que se te mete en la cabeza y repites mentalmente sin darte cuenta —me han acompañado a menudo: «Este es el camino de la depravación. Te mandaré a Barcelona, si esto dura un día más». 

Ahora puedo explicártelo, entonces, no. Te habría hecho mucho daño y yo quería evitar, a toda costa, tu sufrimiento. Te mentí: a mí nadie me había dicho nada. Todos se comportaban con normalidad. Mi padre me mandaba a pasar el verano fuera de Mallorca como premio por las buenas notas que había sacado en los exámenes de junio.

Fueron días de hiel, lacerados por absurdos latigazos de rabia, viscosamente ensalivados por babosas y limacos. Me sentía vacía, estéril, ajena, apenas me reconocía a mí misma. Empecé a odiarlo todo: la gente, la ciudad, y aquel verano, tierno, que comenzaba. Mientras, todo el amor, aquella inmensa capacidad de amor, se nutría exclusivamente de ti y, sin desperdiciar ni una gota, a ti volvía íntegramente. La última tarde estábamos en el paseo marítimo, tenías el coche aparcado frente al puerto. Me eché a llorar —¡eran tantos los motivos!— busqué refugio en tus brazos, que me rechazaron. La contradanza de mil luces reflejándose en la bahía me hacía cosquillas en los ojos. Entre lágrimas veía trozos de barcas y pedazos de mar. Tenías los nervios de punta; la propia tensión, que te agotaba, ponía en tu cara un rictus trágico. No querías mirarme. Pero, por fin, volviste la cabeza hacia mí y, con un gesto desolado, me pasaste la mano por los cabellos, como la primera vez. Cerré los ojos, dije que te quería. Me hiciste callar y me dijiste lo que peor me podía sentar: «Esto no puede continuar. Tenemos que poner punto final a nuestras relaciones, porque no tienen ningún sentido».

De repente, una vaharada de mar me precipitó en medio de las olas. El agua salpicaba el cristal del ojo de buey. Reflejaba la calma del cielo. Un azul intensísimo me hería la vista, confundiendo el color de la mar con el de tu mirada. Estábamos en la litera. En el camarote, que era de ocho, sólo nos habíamos quedado tú y yo. Espuma de olas, alas de gaviotas, estelas de delfines se adentraban por el cristal redondo como la luna llena, luna de mediodía, sin embargo, de nuestro ojo de buey. Empezaste a desnudarte lentamente. Ibas quitándote la ropa sin mirarme, con una desenvoltura que quería ser natural, pero que ahora adivino impregnada de candor enfermizo. Te cubriste con la sábana. Quizá tuviste miedo de mi miedo de mirar tu cuerpo desnudo, quizá habías imaginado que huiría despavorida ante el espectáculo que, por primera vez, se ofrecía a mis ojos. Te aseguro que no me asusté. El corazón me latía apresuradamente mientras, dentro de mí, se iban descorriendo los velos del más hermoso sueño adolescente. Tu cuerpo siempre me había parecido espléndido y, en aquellos momentos, sentía curiosidad, ganas de saciar mis ojos mirándolo tanto tiempo como quisiera. Por eso te destapé. Y apareció tan perfecto como una estatua de la que me sentí creadora, ya que eran mis ojos los que lo acababan de cincelar. Luego, como en un rito, mis dedos se deslizaron danzando sobre tu piel y volvieron a dibujar tus labios y una por una todas las formas de tu cuerpo. Después me pediste, con el tacto más que con la voz, permiso para desnudarme. Insististe en que querías hacerlo tú para saborear morosamente los momentos que nos separaban del instante en que, por fin, me verías desnuda, prolongando, pese a la urgencia de tu deseo, aquellos minutos con la intención de perpetuarlos. Segundo a segundo —en el reloj de nuestras venas era la plenitud del mediodía— temblaba mi cuerpo acariciado por tus manos, nos acercábamos, como si, con fortísimos reclamos, nos llamaran a un misterioso lugar inefable. Un lugar fuera del tiempo y del espacio (un mediodía, un barco) hecho a nuestra medida, donde íbamos a caer sin posibilidad de salvación. Sin salvación porque aquella era la única manera de salvarnos, porque allí, en las profundidades, en el reino de lo absoluto, de lo inefable, nos esperaba la belleza confundiéndose con mi/tu imagen mientras me miraba en el espejo de tu cuerpo. Allí, en el refugio seguro, en la rendija más íntima, empezaba la aventura, no la de los sentidos, sino la del espíritu, que me llevaría a conocer hasta el último latido de tu ser, abocada, ya para siempre, el misterio del amor y de la muerte…

Iba y venía del pequeño camarote a tu coche, del pasado presente al presente momentáneo. Entonces, con una ternura cruel, decidiste que no debíamos volver a vernos durante aquel verano, porque no querías que te culpasen de marcar mi vida para siempre. Pusiste el coche en marcha. Te pedí que no nos fuéramos, necesitaba prometerte, con todas mis fuerzas, que no te olvidaría jamás. Tu rostro triste tenía una expresión distante cuando me prohibiste que te escribiera y me pediste todo lo contrario de lo que yo te estaba ofreciendo: el olvido.

Pasé el verano en casa de mis tíos, en una playa de moda. La actividad del ocio —bañarme, tomar el sol, el aperitivo, comer, dar una vuelta, ir al cine o a bailar— me aburría. Me comportaba de una manera extraña: sólo me apetecía aquello que aún no había comenzado.

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