Barcelona, Cataluña, 1970. Este es un fragmento de En carn i ossos (Ara Llibres, 2025).
Traducción del catalán de la autora
Yo tenía nueve años cuando comenzó la guerra y doce cuando acabó. No es que piense en ello, ya no lo hago, pero si me preguntan, digo. También lo sueño, a veces. Lo sueño a menudo. Cosas que se ve que te quedan dentro de la cabeza sin que te des cuenta y que salen después de mala manera. Esto que quieres que te cuente, también. Y no sé por dónde empezar. Por la noticia que llegó, que al otro día pasarían los hombres por la estación. Que serían una horas solamente, un momento, no se sabía; que iban en el tren, de retirada, porque todo se había acabado ya; eso decían en el pueblo, que habíamos perdido y que ya estaba y que a ver ahora qué. ¿Ahora qué? Ahora, el tren. No pensábamos a la larga porque no se podía, con las calamidades que habíamos pasado. Y la tía le pidió a mi madre si me dejaba a mí, y mi madre le dijo que sí. Que, si lo piensas, no me tendría que haber dejado porque mi madre, si me hubieran matado, se muere ella enseguida. Hacía años que estaba del corazón. Yo no he podido ir a la escuela porque mi madre estaba enferma. Solamente iba por la tarde una hora, no podía ser más. Me gustaba mucho, pero no podía ser. Por la mañana tenía que hacer el pan, y hacía la comida de mi madre, y hacía la comida de mi hermano, y hacía mi comida: lo hacía todo. A mi padre ya se lo habían llevado. No teníamos noticias suyas. Mi madre no hablaba de él por miedo a pensar que ya estuviera muerto. Por miedo a saberlo. O herido. O preso. Nos habíamos quedado yo, con nueve años; mi hermano, con seis añitos; y mi madre, que estaba enferma del corazón. Muy enferma. Le venían unos ataques que se quedaba como muerta. Yo le ponía alcohol para que retornara. Le ponía alcohol en la nariz y alpargatas calientes en el pecho para que retornara y para darle un poco de confort. Eso hacía yo, con nueve años, y con diez años, y con once años, y siempre. Y, claro, no podía ir a la escuela. Solamente iba una hora. Y le dijo un día la maestra a mi yaya Ramona, dice: Ramona, tiene la nieta que es la más espabilada y la más lista de todo el pueblo, y eso que solamente viene una hora por la tarde, que si viniese más no sé yo dónde llegaría. Y mi yaya escuchaba y le respondía que sí y después vino a casa y se lo repitió a mi madre, que la maestra le había dicho que yo era la más espabilada y la más lista y que me habían pasado a una sección con niños que tenían hasta siete años más que yo. Mira si era lista. Ahora ya lo puedo decir, que soy vieja y tengo la faena hecha y nadie me tiene que recriminar nada. Se dice así, ¿verdad? Recriminar. Yo era muy lista y muy aplicada y tenía mucha memoria. Hacía teatro y me acordaba de todo. Y quería ser artista. Y cantaba y bailaba muy bien. Y las mujeres me llamaban: mante, ven pa’ca, me han dicho que cantas y bailas tan bien —mi tía Fina la Coca—. Y yo, como no tenía vergüenza, entraba y les cantaba y les bailaba, ¿sabes? Y quedaban encantadas. Es que yo quería ser artista porque tenía muy buena voz. Como la voz de mi madre. Pero ella había dejado de cantar. Por aquello del corazón y la fatiga. Y por las penas. El caso es que la tía Rosario le dijo a mi madre, ¿tú no me dejarías a la niña? Porque su hijo ya tenía seis meses, y ella veía que entre el niño y la cesta no podría. Es que llevábamos de todo en una cesta, longanizas y de todo, para mi tío, que decían que iba en ese tren y mi tía quería que conociera a su hijo. Que ella había desocupado y lo había hecho sola, con la madre y la hermana pero sola de hombre. Se lo había ido contando todo por carta, que tengo faltas, que noto cómo se mueve, que es un niño y tiene tus ojos. Él le decía que yo ya no puedo ir ningún día más, que no te puedo contar nada, que cuánto te extraño. Se habían querido desde siempre, y cuando se casaron fue una fiesta muy grande y sin cura. No sé si la recuerdo o si la he ido pintando después por necesidad, pero todo el mundo decía que fue muy grande y cuando pienso en ella hay flores y gente muy arreglada y mi madre cantando. El caso es que ese día mi tía le pidió si me dejaría, y mi madre, claro, le dijo que sí, porque ni ella ni nadie pensaba en las bombas que nos iban a tirar encima. Cuesta de contar. Trozos de persona colgando de los árboles. Yo lo he visto. Eso queda para siempre, eso. Brazos y trozos que caían después. Déjame que beba un sorbo de agua, por favor. Cuesta mucho.
Mucho.
Nos fuimos la víspera de que pasara el tren. Decían que llegaría de buena mañana y subimos a pie, con el niño y la cesta, y pasamos toda la noche en la estación, en un banco, sin poder dormir. Yo lo intenté, con la cabeza así de lado sobre el hombro de la tía, y creo que un poco sí que dormí, pero ella no: ella aguantaba al niño, y lo velaba, y sólo pensaba que vería a su marido, y que si acaso el tren pasaba antes, o lo que fuera, no soportaría haber perdido la ocasión y que por su culpa el padre, quién sabía los peligros que todavía le esperaban, que por su culpa, del sueño o de lo que fuera, el padre no hubiera visto a su hijo. Tenía esa idea fija, mi tía: que mi tío conociera a su hijo. Y el niño, que después fue tu tío Càndid que ya sabes que nunca ha acabado de estar bien y que, en fin, ya te digo yo que fue por las bombas, pobrecito, el niño, a los seis meses que tenía, estaba gordito y precioso y dormía sin dar quehacer, con los mofletes redondos y rosados como si los hubieran pintado. Y pasamos esa noche en aquel banco. Al día siguiente por la mañana, que el tren no había llegado ni nada y la estación era un hormiguero de gente esperando a ver, digo, tía, querría ir a comprar, que mi madre me ha encargado cosas del mercado. Y mi tía Rosario hacía que sí con la cabeza, de cansada que estaba solamente hacía que sí, y digo, yo iré, usted se queda aquí y yo compraré. Porque yo tenía doce años. Y compré y lo dejé en un hostal que había a tocar de la estación, y digo, luego pasaremos y lo agarraremos. Para no ir cargada hasta la estación. Y porque, entre el niño y la cesta con las longanizas y todo, no nos habríamos podido mover. Y la mujer del hostal me dijo que sí y me lo guardó. Y me fui a la estación. Yo que llego, yo que entro en la estación, y cierran las puertas, que un poco más y quedo afuera. Y, no sé cómo, encuentro a la tía, entre tanta gente, y ponía una cara de mucha preocupación, unas ojeras oscuras y la boca estrecha de apretar los dientes, pero me dijo, suerte que has vuelto, y yo ya no le respondí porque empezaron a gritar, ¡salid por la vía! ¡Salid por la vía que lo cerraremos todo! ¡Salid que vienen los aviones! Eran los aviones italianos, que luego se supo. Y lo quemaban todo. Y nos hicieron salir. Y teníamos que ver cómo. Yo sabía que había una puerta grandísima y fuimos hacia allí. Pero la puerta estaba cerrada. Era una puerta de reja, muy alta, muy grande y muy oscura. La gente se apiñaba allí en silencio. Se apiñaba y se apiñaba y algunos empezaron a saltar. Yo también subí por la reja y le dije a mi tía que me diera la cesta de la comida. Me la dio. Agarré la cesta. La dejé en el suelo, ya en el otro lado. Volví a subir a la puerta y le dije que me diera al niño, y parecía que no quería, como si lo tuviera que perder y los brazos no la obedecieran, pero me lo dio y bajé con él de la reja que no estuviera nunca solo y aguardé a que saltara mi tía también. Enfrente había una caseta de consumos, que vendían vino y cosas así, y no se veía ni un alma. Un soldado nos dijo, ¡fuera, fuera!, y salimos, y a la que empezamos a caminar arrimadas a la pared de la caseta, otro gritó, ¡cuerpo a tierra!, y yo dije, tía, ¡échese!, tía, ¡échese! Y yo me eché, pero, ¡cómo se iba a echar ella, si llevaba la criatura…! Lo hubiera matado… Y ya estuvo. Un estruendo muy fuerte y todo tembló y después el ahogo. A ella las bombas la tiraron al suelo que la dejaron sin sentido. Y al niño lo lanzaron hacia arriba. Lejos de su madre. Le cayó un trozo de caseta a un lado, otro trozo de caseta al otro lado, y se quedó la criatura dentro, como protegido, y parecía que no se hubiera hecho ni un rasguño. Mira si eso fue milagro. Hasta que nos sacaron de allí. Yo abría los ojos y pensaba, todavía estoy viva. Pensaba muy lentamente porque casi me asfixié. Tiraban bombas incendiarias. Para que te encendieras. Y no se podía respirar. Se hizo de noche. No sé cuánto tiempo pasó ni cómo nos sacaron. ¿Y sabes cuándo lo he sabido yo? Al cabo de muchos años, cuando Pere mismo me lo dijo: él buscaba a su madre, y buscándola nos destapó a todos, a tu yaya y a mí y al niño. Lo supe por él, que cuando me casé me lo contó. Se esperó a que estuviera casada y el mismo día me lo contó. No sé por qué se esperó tanto. Pero es que después nadie hablaba de las bombas de la estación, ni de los aviones italianos, ni de los gritos de la gente, los trozos de persona que caían de los árboles, que eso lo he visto yo y es imposible que se me olvide, es imposible. Nos levantamos como pudimos y mi tía caminaba que no quería mirar nada y llevaba al niño en brazos que no decía tampoco nada y era como si durmiera y una mujer nos vio llenas de sangre y con los ojos negros que yo me pensaba que perdería los dos ojos y que para siempre me quedarían con aquel escozor y que no los podría abrir más que por una rendija y aún con aquel dolor como de tener agujas por dentro, muchas agujas menudas y finas dentro de la bola de los ojos. Pero mejor así, pensaba, porque cuando miraba afuera veía esa cantidad de muertos y de personas que no tenían fuerzas para gritar ni para nada. Gemían. No de pedir nada, sino como un lamento o una fatalidad. Y esa mujer nos acompañó al hospital. Y ve al niño, y muestra su casa, y le dice a mi tía, que no se había recobrado de nada y que parecía una fantasma, le dice, mire, aquí está el hospital y aquí estoy yo, me llevo al niño para lavarlo y ponerle ropita nueva, que tengo del mío aún. Porque iba, pobrecito, sucio de la tierra y de todo. Yo no dije nada, pero como lo veía con los ojos cerrados y como sabía que la fuerza de las bombas lo habían lanzado tan lejos y hasta el suelo, pensaba que estaba muerto. Entramos en el hospital, que había un ajetreo muy grande y que llegaba gente de todas partes, heridos y muertos y médicos y gente, y nos curaron. Nos vendaron la cabeza. Yo no quería mirar nada porque tenía miedo devolver a ver la carne a trozos, y mi tía se quedó con los ojos clavados en la pared que no se movía y parecía fuera del mundo, hasta que oímos un avión y yo me asusté mucho, que no sabía si eran italianos nuevamente o qué eran, pero que digo, ay, tía, vámonos que aquí, nos acabarán de matar. Y ella me siguió. Salimos por el jardín del hospital, corriendo hacia aquí, hacia Sellent. Y encontramos a Neus que nos venía a buscar, y dice, ¿y el niño? Y digo, se lo ha llevado una mujer que vive enfrente del hospital, pero estaba con los ojitos cerrados, que no sé si está muerto o qué. Dice, regresemos a Xàtiva enseguida a por él. Y nos hace regresar. Mi madre no nos siguió, pobrecita, porque como se ahogaba no podía subir. Y mi tía caminaba sin decir ni mu, sin mirar al mundo, con los pies arrastrados. Así que Neus nos deja en casa de tía Sibil·la, la yaya de la que se ha casado con Rosselló, esa mujer que era prima hermana de mi padre, y de tu yayo. Y hermana de tío Camil, el del horno, ¿sabes? Todos eran primos hermanos. Y Neus agarra y nos deja en casa Sibil·la y se va a buscar al niño. Y cuando nos trajo al niño, estaba todo limpito y tranquilo y lo que te decía, sin un rasguño. Y Neus cuenta cómo la mujer que lo había guardado le había dicho, dice, mire, si no hubieran venido a por él, yo me lo hubiera criado. ¿Sabes? Y nos fuimos todas a casa, y ya está. Si hubieran venido los aviones cuando yo estaba en el mercado, no los hubiera podido salvar, porque mi tía no hubiera podido saltar la reja, con el niño. Como los otros, que se quedaron en la reja, pobrecitos, y allí se han muerto. De acá de Sellent mataron a seis: una madre y una hija, que la chica tenía veinte años y que les cayó la casa encima; una mujer que se quedó en la reja, porque estaba a punto de desocupar y no podía saltar, y su hija, que con nueve años que tenía no quiso dejar a su madre, y allí mismo cayó la bomba. Dos y dos, cuatro. Y el que llevaba a punto de desocupar, cinco. Y la que había criado a mi marido como madre, seis. Era la yaya del niño, que su madre era hermana de mi marido. No quiso que la hija fuera a la estación, porque también estaba delicada, y fue ella con el niño. Para mostrarlo, que ya tenía cuatro añitos, y cuando se había ido su padre a la guerra tenía uno solamente. Y en vez de su madre fue la yaya. Mira que eso sí que fue un milagro, pero bien grande, también: caer la bomba, caer todo el fuego, encenderse su yaya toda encendida ¿y al niño no hacerle nada? Él se quedó allí de pie y no comprendía y se quemó las manitas porque quería apagar a su yaya. Eso quería, pobrecito.
Yo me acuerdo como si fuera ayer.
