¿Qué tan buenos esos aires?

Alfredo Sánchez Gutiérrez

Ciudad de México, 1956. Autor de La música de acá. Crónicas de la Guadalajara que suena (Universidad de Guadalajara, 2018).

El viaje a Buenos Aires, un cosmos más o menos descifrable, fue cómodo, salvo la larga escala en Panamá: hablamos el mismo idioma, la gente es en general amable a pesar de cierta mala fama, hay señal de internet y agua caliente, los mapas digitales son comprensibles, el clima no es hostil. Y aun así hay siempre lugar para el asombro, el descubrimiento, la incomprensión. 

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Comienzo por el final: el corpulento taxista que nos llevó a Ezeiza para tomar el vuelo de regreso estuvo extrañamente callado hasta que no aguantó más. Preguntó si éramos mexicanos —el acento, claro— y se animó con una pregunta directa: «¿Y del nuevo papa qué decís?». A partir de ahí habló sin parar, elogió el mandato de Francisco, a quien conoció desde que era Bergoglio, el arzobispo de Buenos Aires. «El nuevo vivió en Perú, es sensible a nuestra región», afirmó convencido. De ahí a la situación actual del país había un pasito: «Yo voté a Milei, no en primera vuelta [aclara] sino en la segunda, cuando las opciones eran él o los ladrones que nos jodieron durante veinte años. Ahora no veo que esté dando el resultado que esperábamos», dice alzando la voz. «En esta empresa de taxis trabajo 24 por 24, laburo un día y descanso otro. Pero descansar ¡nada!, en mi día franco manejo un Uber, con un solo salario es imposible, el recibo de la luz subió de veinte mil a doscientos mil pesos argentinos en dos años», me mira por el retrovisor con muecas alarmadas. Nuestro destino apareció cuando la charla apenas tomaba vuelo: llegamos a Ezeiza, nos despedimos del hombrón desesperanzado pero sonriente.

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Una de las primeras paradas fue el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires. Vi en la marquesina el nombre Kuitca y me sobresalté: no había visto nunca una muestra de ese artista argentino. Kuitca 86, una recopilación de su obra de los ochenta, se ubica en el marco del cincuenta aniversario de la primera exposición que realizó en la galería Lirolay en 1974 a sus trece años —joven prodigio de la plástica—. Reúne piezas de tres exposiciones: Nadie olvida nada (1982), El mar dulce (1983) y Siete últimas canciones (1986), junto a una selección de dibujos y documentos. «Guillermo Kuitca», dice la presentación del museo, «forjó desde la pintura una investigación espacial y material que dio lugar a un repertorio iconográfico decisivo». Es en esa época, dice la periodista Leila Guerriero en su libro Plano Americano cuando Kuitca comenzó a ser Kuitca: «…camas vacías, cochecitos de bebé rodando por escaleras tremebundas en claras citas a El Acorazado Potemkin, camas en las que duermen niños a punto de ser aplastados por un garrotazo de madre, sillas tumbadas, figuras humanas diminutas rodadas por paredes del tamaño de olas de tsunami, parejas enredadas en cópulas estériles». Imágenes desoladoras que lo dejan a uno sin aliento pero con deseos de ver más de este autor que, además de pintar cuadros también se ha destacado como diseñador de escenografías teatrales. En 2007, The Metropolitan Opera de Nueva York presentó Stage Fright, una exhibición de sus trabajos sobre planos de teatros de ópera. Diseñó el telón de la Winspear Opera House de Dallas (2009) y, junto a Julieta Ascar, el nuevo telón del Teatro Colón (2010).

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Un buen amigo suele decir con simpática mala leche que los argentinos descubrieron su principal fuente de alimentación —el asado— cuando una vaca cayó por accidente en una fogata. He tenido que aclararle que el asado al que asistimos en Buenos Aires fue un verdadero acontecimiento: Juan, el amigo parrillero que tocó el bajo durante veinte años con Kevin Johansen y que portaba una camiseta de los Ramones, demostró su maestría para preparar el fuego, cuidar la carne, sacarla de acuerdo con los diferentes grados de cocción necesarios. Aquello comenzó a las 12 del medio día y se prolongó hasta bien entrada la noche, regado con excelentes vinos mendocinos en aquel piso 13 de un edificio de Palermo —ahí no valen, por lo visto, las supersticiones—, a unos pasos de la céntrica Plaza Italia. Algunos días, nos dice Juan, se pueden ver las luces de Montevideo, más allá del Río de la Plata.

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El itinerario nos llevó un viernes a la Arena Movistar, en Villa Crespo, donde pasó Beat, el espectáculo montado por los ex King Crimson Adrian Belew y Tony Levin, reforzados con el virtuoso guitarrista Steve Vai y el baterista de Tool, Danny Carey. Se dice que pidieron permiso a Robert Fripp para tocar sin él la música de los tres discos que grabaron en los años ochenta: Discipline, Beat y Three of a Perfect Pair. Con su anuencia han girado por el mundo y el espectáculo no ha decepcionado a nadie: un despliegue virtuoso, sí, pero también emocional y muy fiel al intenso espíritu crimsoniano de aquellos lejanos años. Las avanzadas edades (Levin de 78, Belew de 75 y los «jóvenes» Vai y Carey de 64) no impidieron la energía escénica, la precisión instrumental, la destreza a pesar de la complejidad musical. El público, como era de suponerse, mayoritariamente de veteranos con playeras alusivas —remeras, les dicen allá—, escaso cabello, vientres prominentes, aspecto de hippies setenteros. El recorrido por aquellos tres discos dejó muy pocas cosas fuera y hasta se dieron el gusto de tocar Red, emblemática pieza del 74. La postal de la noche la conocimos a la mañana siguiente: en primera fila estuvo sentado un improbable y sonriente Charly García, luciendo remera con la efigie de Joni Mitchell y gozando de los contrapuntos guitarreros de Belew —impresionante tanto en voz como en guitarra— y Vai.

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La llegada de Milei y sus autollamados libertarios ha procurado borrar los vestigios de sus odiados rivales. El Centro Cultural Kirshner ya no se llama así aunque la gente de a pie sigue nombrándolo con el apellido de la familia denostada. En 2010, al inaugurarse, se llamaba Centro Cultural del Bicentenario; dos años después los Kirshner le pusieron su apellido; hoy es el Palacio Libertad, edificio impresionante con setenta espacios expositivos para danza, música, teatro, artes visuales, cine, literatura, artes performáticas y nuevas tecnologías. Nos tocó entrar a la Sala Inmersiva donde Joaquín Fargas presentaba El pulso de la Tierra, instalación audiovisual en loop que propone recuperar la conexión con el planeta mediante una experiencia sensorial e interactiva y ciertamente inmersiva. 

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En la apasionada Buenos Aires hay lo mismo altares para Perón y Evita que manifestaciones extrovertidas en torno a Maradona, Messi, Borges, Gardel o Charly García. Orgullo inocultable por Piazzolla, Cortázar, Cerati o Ricardo Darín —nos tocó en la ciudad el estreno de la sonadísima serie El eternauta que casi paralizó al país—. Vuelvo al Plano americano de Leila Guerriero, libro con perfiles de personajes mayormente argentinos donde, junto a nombres de resonancia como Facundo Cabral, Idea Vilariño o el propio Kuitca, aparecen otros menos rimbombantes: Dorotea Muhr, Homero Alsina, Amelita Baltar; una cartografía diversa que nos habla de la riqueza cultural argentina que se manifiesta a través de escritores, cineastas, fotógrafos, artistas plásticos, diseñadores; pero también con futbol, música, alfajores, museos, vinos. Un cosmos que está tan lejos y tan cerca.

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